Amantes de Buenos Aires. Alberto S. Santos
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–¡Disculpame! Sigamos… soy toda oídos. Ah, y podemos tutearnos, desde luego. Aquí es lo más normal –siguió, todavía aturdida.
De nuevo, él se sintió electrizado por la voz de la muchacha.
–Gracias, Raquel. Lo que te voy a contar te puede parecer raro, pero te pido que me escuches hasta que termine.
Ella, ya más animada, esbozó una sonrisa, y se acomodó para escuchar. El joven le generaba una extraña sensación de complicidad, que le producía un efecto ambiguo, por momentos, la tranquilizaba y en otros, le provocaba desasosiego.
–Tu abuela nació en mi ciudad, en Oporto, en 1902.
–Sí, eso lo sé.
–Sucede que mi abuelo murió hace alrededor de seis meses, en circunstancias muy oscuras.
–¿Tu abuelo conoció a mi abuela?
Cuando Márcio iba a responder, el teléfono celular de Raquel volvió a sonar. Ella miró la pantalla. Marcelo le pedía que lo llamara urgente. Se mordió los labios y le hizo una seña a Márcio para que continuara.
–No, no se conocieron. Mi abuelo falleció a los ochenta y un años, por consiguiente nació en 1928. A esa altura, tu abuela ya tenía veintiséis años. Y él nunca vino a Buenos Aires.
–Entiendo.
–Mi abuelo era un conocido periodista que, luego de una extensa carrera, escribía sobre curiosidades y lugares de la ciudad de Oporto en el Jornal de Notícias, uno de los diarios más leídos de Portugal. Escribía especialmente sobre historias del pasado. Por eso, solía frecuentar las librerías de viejo, donde recolectaba todo tipo de informaciones.
El teléfono celular de Raquel parecía haber adquirido vida propia y no paraba de sonar, con mensajes y llamadas. Márcio la veía mirar, hacer gestos, responder con mensajes cortos, hasta que, con los ojos enrojecidos, le pidió disculpas por las interrupciones permanentes y desconectó el aparato. Marcelo iba y venía entre pedidos de disculpas, nuevas amenazas e insistentes súplicas para que atendiera o le devolviese la llamada, pero Raquel ya estaba atrapada por la historia que escuchaba, y a la que quería dedicarle toda su atención.
–¿Por qué dijiste que tu abuelo tuvo una muerte oscura?
–Enseguida te lo voy a explicar –prosiguió, complacido por el hecho de que Raquel hubiese desconectado el teléfono, que interrumpía la conversación–. Un día, mi abuelo descubrió un testamento cerrado, de inicios del siglo xx, en el que un hombre rico de Galicia legaba su herencia a su única hija o a los descendientes de esta hasta la segunda generación.
Raquel seguía la historia de Márcio con creciente curiosidad, ansiosa de saber en qué momento el relato se relacionaría con el motivo del encuentro.
–¿Y quién era ese hombre?
–Ahora vamos. Pasó que, curioso como era, mi abuelo advirtió que el testador había escogido como albacea al notario de La Coruña. Entonces, se dirigió a esa ciudad con un amigo, que le hizo de guía, para saber si el testamento se conocía, si se había cumplido y averiguar datos sobre la historia que guardaba, pues quería contarla en sus habituales crónicas.
A continuación, Márcio le detalló los extraños hechos que se produjeron después de esa visita. Desconocidos que se le aparecían ofreciéndole comprar el testamento por sumas exorbitantes, llamadas de teléfono anónimas con amenazas, gente que lo seguía por la calle e incluso inexplicables robos en su casa.
–¿Y qué se hizo del testamento?
–Está guardado en una caja de seguridad. Mi abuelo no tenía dudas de que los robos apuntaban a obtener ese documento, por eso lo protegió.
–¿Y la policía? ¿Tu abuelo no hizo la denuncia?
–Por supuesto que la hizo. Pero antes de declarar apareció muerto.
–¿Cómo murió?
–De muerte natural. Eso fue lo que dijo el médico. Pero a mí nadie me convence de que no hubo intervención de terceros.
–¿Por qué?
–Esa es la cuestión. Ese testamento es el acceso directo a una increíble fortuna española, con sede en Galicia. Una empresa del sector de la indumentaria, con presencia en todo el mundo.
–¿Cuál?
–Traba.
–¿En serio? –Raquel abrió los ojos asombrada–. ¿De las tiendas Traba que están por todos lados?
–Sí, esas. Sucede que la empresa pasó a estar dirigida por los sucesivos herederos del testador, que con posterioridad tuvo otro hijo. Sin embargo, será total y definitivamente de ellos cuando exista la certeza de que se cerró el ciclo de la segunda generación de la heredera sin que la fortuna haya sido reclamada.
–Interesante, pero no entiendo qué tiene que ver conmigo.
–¿Todavía no te diste cuenta? Mi abuelo llegó a la conclusión de que Cleide, tu abuela, era la hija de ese hombre. Y que tú eres la segunda generación.
Raquel estaba aturdida, como si un torbellino de emociones le diera vueltas en la mente. Se reclinó en la silla, estirando las piernas y los pies. Su pecho volvió a agitarse. Márcio percibió que se había puesto pálida, por lo que llamó al mozo para pedirle un vaso de agua.
–Perdón, pero ¿cómo tenés certeza de todo eso? –le preguntó ya más tranquila, después de tomar el agua.
Antes de que Márcio pudiera responderle, el mozo se dirigió a Raquel:
–Señorita, tiene una llamada en la recepción. El señor Marcelo Pérez dice que necesita que lo atienda con urgencia.
–Muchas gracias; por favor, dígale que ya le devuelvo la llamada, que estoy en una reunión que no puedo interrumpir.
Márcio hizo una pausa y prosiguió, satisfecho ante la reacción de su interlocutora.
–No tengo la certeza. Mi abuelo no tuvo tiempo de explicarme cómo llegó a esa conclusión, porque murió de repente.
–Entonces, ¿por qué me buscaste?
–Porque él había identificado quién era Cleide y dónde había vivido. Y, con la ayuda de unos amigos míos de la Embajada de Portugal, descubrí que eres su nieta, la única descendiente viva. Finalmente, somos compatriotas, ya que tienes ascendencia portuguesa. Tu abuela nació en Oporto, como sabes.
–¿Y por qué viajaste para decirme todo esto? ¿Y con tanta urgencia?
El aspecto jovial y despreocupado de Márcio se volvió más serio. Ese era el tema crucial, ya que si, como pensaba, sus sospechas eran ciertas, eso los unía a ambos en un trágico destino.
–Como te imaginas, si alguien eliminó a mi abuelo para evitar que se conociera el