El sustituto. Janet Ferguson

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El sustituto - Janet Ferguson Bianca

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Su reflejo mostraba cómo se sentía: cansada y totalmente vulgar. A pesar de todo, no podía quejarse de su pelo. Dorado como la miel, caía en una coleta justo por encima de sus hombros, y un flequillo casi rozaba sus cejas.

      Llevaba trabajando en Larchwood tres meses, desde que terminó su período de prácticas en Wiltshire y aprobó su examen final. Podría haberse quedado allí, pero prefirió no hacerlo. Pero cuando su ex novio, Mike, se fue a trabajar a los Estados Unidos y le dijo que quería terminar con su relación, sintió que necesitaba un cambio en su vida. Ya hacía un año que Mike se había ido, un año infeliz para Kate, pues en el transcurso de éste su padre murió de un ataque al corazón .

      Cuando fue al funeral, el doctor Burnett, que se hallaba sobrecargado de trabajo en la clínica, le propuso trabajar con él.

      –Necesito otro médico en la clínica, Katie. Me sobrepasa el trabajo, y eso no es justo para mis pacientes, ni para Sylvia, ni para mí mismo –la muerte de su hermano le había afectado mucho. Podría haber sido él mismo el que hubiera sufrido el ataque, de manera que estaba empeñado en persuadirla–. A menos que ya hayas llegado a un acuerdo para quedarte en Wiltshire, ¿por qué no vienes a trabajar conmigo?

      La sugerencia interesó de inmediato a Kate. Ya era hora de moverse y olvidar su pasado con Mike. Estaba decidida a superarlo. Además, su madre también necesitaba apoyo en momentos como aquél, de manera que aceptó. Las autoridades sanitarias no pusieron ninguna pega a su traslado y Kate regresó a casa.

      El accidente de su tío sucedió cuando conducía a la nueva clínica. Un conductor borracho golpeó su coche por detrás. John sufrió una fractura abierta en su brazo derecho y se le partieron tres costillas. Tras una noche en el hospital, fue enviado a casa con un collarín y el brazo completamente escayolado. Las costillas sanarían por su cuenta. Al principio trató de seguir adelante con sus consultas, pero a los tres días tuvo que reconocer su derrota.

      Estaban buscando un sustituto cuando Guy Sherarer, en una de las llamadas que hizo a su madre desde África, se enteró de lo sucedido. Ya que estaba a punto de volver a Inglaterra, sugirió acelerar el proceso y echar una mano en Larchwood House.

      Inmensamente aliviado, John aceptó de inmediato.

      –Menuda suerte –dijo a Kate, entusiasmado–. No habría podido pensar en nadie mejor. Y Sylvia está feliz. Guy vivirá aquí con nosotros, por supuesto.

      –Por supuesto –dijo Kate, preguntándose por qué se sentía tan decepcionada por la noticia. Después de todo, apenas conocía a aquel hombre. Sólo lo había visto en tres ocasiones.

      Mirándose aún al espejo, recordó aquellas ocasiones. La primera fue cinco años atrás, cuando la madre ex actriz de Guy, Sylvia, se caso con el tío John. Fue una feliz celebración, en la que el padre de Kate fue el padrino.

      Todo el mundo se alegró por John, que llevaba diez años viudo. Su esposa murió junto con su bebé en el parto.

      En la época de la boda, Kate estaba terminando sus estudios de medicina en Mamesbury, en Wiltshire. Acababa de empezar a salir con Michael Merroy, y lo había llevado a conocer a la familia, comparando favorablemente su actitud calmada y rubia complexión con la de Guy, mucho más intensa e inquietante. A pesar de todo, no pudo evitar sentir el poder de la atracción de éste, especialmente en una ocasión en que se miraron a los ojos y él la recorrió de arriba abajo con su mirada.

      Volvieron a encontrarse al año siguiente, cuando Guy, que estaba de prácticas en Cumbria, fue a pasar el fin de semana en su casa, coincidiendo con Kate, que había ido a celebrar su éxito en los exámenes finales. Las familias se reunieron a comer. Mike se mostró interesado cuando Guy habló de irse a trabajar en el extranjero.

      Kate, a punto de empezar sus doce meses de práctica hospitalaria, estuvo en el séptimo cielo todo el fin de semana. Mike era fisioterapeuta en el hospital general Mamesbury y habían decidido vivir juntos en un apartamento cercano. Era el primer amante de Kate, y lo adoraba. Animada por el champán servido durante la comida, Kate dedicó en determinado momento una brillante sonrisa a Guy, recibiendo a cambio otra bastante burlona que le hizo sentirse como una tonta.

      Una año después, Guy obtuvo su puesto en Mtanga y fue a Surrey un par de días para despedirse de su madre y de John. Coincidió con Kate y Mike, que también estaban pasando allí unos días. Ésa fue la última vez que Kate vio a Guy. Mucho había pasado desde entonces, como era lógico, pues tres años son mucho tiempo y los cambios son inevitables. La vida seguía su curso, pensó Kate, haciendo una mueca frente al espejo.

      «Lo que debo hacer ahora es mostrarme animada y agradable y acudir a dar la bienvenida a Guy». Tomó su maletín médico, que casi siempre llevaba consigo, y se encaminó con paso decidido hacia el pasillo que llevaba a la casa de su tío. Apenas había dado unos pasos cuando la puerta hacia la que se dirigía se abrió, dando paso a una imponente figura. Guy… ¿quién, si no? Kate se puso rígida, preparándose a recibirlo.

      Vestido con unos pantalones claros, camisa azul y corbata, Guy la miró directamente a los ojos.

      –Hola, Kate. Cuánto tiempo sin vernos.

      –Mucho –Kate rió nerviosamente, reaccionando un poco al contacto de su mano, que sintió fría cuando envolvió la de ella. ¿Echaría ya de menos el calor de África o sufriría los efectos del desfase horario?–. ¿Cómo estás? –preguntó, justo a la vez que él. Kate volvió a reír.

      –He venido a echar un vistazo, pero no quiero entretenerte si ya tienes que irte a casa.

      Guy dijo aquello como si no quisiera tener compañía… al menos, la de ella. Si ése era el caso, le complacería, pensó Kate, molesta. Tenía intención de enseñarle la clínica, como lo habría hecho con cualquier otro médico sustituto.

      –No tengo ninguna prisa, ¿quieres pasar a ver la clínica? –preguntó.

      Pero Guy ya estaba en la zona de recepción, mirando por encima del mostrador hacia la sala de espera.

      Se tomó su tiempo, fijándose en las hileras de sillas de plástico, en las láminas y carteles que adornaban la pared y en los juguetes que se hallaban en uno de los rincones.

      –Debe haber sido agotador hacerte cargo de todo por tu cuenta –comentó mientras pasaban de una a otra habitación.

      –La verdad es que es un alivio que hayas venido –Kate trató de mostrarse generosa, pero obtuvo poca respuesta del hombre al que acompañaba, que se interesó por la plantilla del hospital–. Tenemos dos recepcionistas, una secretaria, una enfermera que da clases prácticas tres veces a la semana, y compartimos el equipo de enfermeras del distrito con otros dos consultorios. Pero supongo que tío John ya te habrá puesto al tanto de todo eso. Desde el lunes tú te harás cargo de su sala y sus pacientes, por supuesto.

      –Desde luego –contestó Guy, en voz tan baja que Kate apenas lo oyó. Él deslizó la mirada por la consulta, que tenía el mobiliario típico de cualquier consulta médica.

      –Aún no tenemos ordenadores –dijo Kate–, pero tengo intención de presionar a la junta para que nos los proporcione. Imagino que pensarás que estamos muy atrasados.

      Guy se sentó en la silla giratoria del doctor John.

      –Te aseguro que, después de las condiciones en que he tenido que trabajar en África, esto me parece el súmmum de la comodidad y la modernidad –se apoyó contra el respaldo del asiento y separó las piernas.

      Ya

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