Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras. Оливия Гейтс

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Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс Ómnibus Deseo

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como si nunca hubiera salido de ella.

      Tal vez no había salido, solo había simulado haber vuelto a la normalidad. Quizás necesitara un golpe para cambiar. Si era de él, le daría fuerzas para enterrar su recuerdo de una vez por todas.

      Abrió el correo y miró la firma. Era de él. El corazón se le desbocó antes de leer las dos frases que lo componían.

      Puedo enviar a tu familia a prisión de por vida, pero estoy dispuesto a negociar. Ven a mi ático a las cinco de la tarde, o entregaré la evidencia que tengo a las autoridades.

      A las cinco menos diez, Glory subía al ático de Vincenzo, envuelta en recuerdos que la ahogaban.

      Su mirada recorrió el ascensor que había usado a diario durante seis meses. Parecía que aquello lo hubiera vivido otra persona. En realidad, entonces había sido otra. Tras una vida entregada a los estudios, había alcanzado la edad de veintitrés años sin la menor destreza social y con la madurez emocional de alguien una década más joven. Había sido consciente de ello, pero no había tenido tiempo de dedicarse a nada que no fuera su crecimiento intelectual. Cualquier cosa para no seguir los pasos de su familia: una vida de malas apuestas y fallida búsqueda de oportunidades. Ella quería una vida estable.

      Esa había sido su meta desde la adolescencia. Había creído alcanzarla al graduarse la primera de su clase y concluir un máster con matrícula de honor. Todo el mundo había vaticinado que llegaría a ser la mejor en su campo.

      Aunque confiaba en que sus excelentes cualificaciones le permitirían conseguir un empleo prestigioso de alta remuneración, había solicitado un puesto en I+D D’Agostino sin esperanza de conseguirlo. Había oído muchas historias sobre el hombre que dirigía la exitosa empresa. Vincenzo D’Agostino tenía unos estándares muy estrictos: entrevistaba y vetaba incluso a los encargados de la correspondencia. Y la había entrevistado a ella.

      Aún recordaba cada segundo de la fatídica entrevista que había cambiado su vida.

      El escrutinio había sido crudo e intenso, las preguntas rápidas y destructivas. Se había sentido como una estúpida mientras le contestaba. Pero tras diez minutos, él se había puesto en pie, le había estrechado la mano y le había ofrecido un puesto estratégico, de mayor rango de lo que había esperado, trabajando directamente para él.

      Había salido del despacho anonadada. No había creído posible que un ser humano fuera tan bello y abrumador, ni que un hombre pudiera hacerla arder con solo mirarla. De hecho, nunca se había interesado por un hombre antes, así que la intensidad de su deseo la sumió en la confusión.

      Sabía que no tenía posibilidades con él. Aparte de que él tenía la norma de no mezclar trabajo y placer, no creía que pudiera interesarse por ella. Un hombre de su clase solía rodearse de mujeres sofisticadas y deslumbrantes.

      Una hora después de la entrevista, él telefoneó para invitarla a cenar.

      Aceptó. Había caído en sus brazos y permitido que toda su existencia girara alrededor de él, tanto personal como profesionalmente.

      Se había entregado de lleno a su crueldad y explotación. Solo podía culparse a sí misma. Ninguna ley protegía a los tontos de sus acciones.

      Algo había aprendido de esa experiencia: Vincenzo no bromeaba. Nunca.

      El ascensor paró y salió al vestíbulo que conducía al ático. La sorprendió ver que todo seguía igual.

      Él le había dicho una vez que el opulento edificio, en el centro de Nueva York, no era nada comparado con su hogar en Castaldini.

      Ella había sido incapaz de imaginar algo más lujoso que lo que veía. El mundo de Vincenzo había hecho que se sintiera como Alicia en el País de las Maravillas, alertándola sobre lo radicalmente distintos que eran. Pero había ignorado la voz de la razón.

      Hasta que él la había echado de su vida como si no fuera más que basura.

      Sintió una oleada de furia cuando llegó ante la puerta. Él debía de estar observándola en la pantalla de seguridad, siempre lo había hecho. Alzó la vista hacia donde estaba la cámara.

      Seguía teniendo la llave. Suponía que no había cambiado la cerradura. Los guardas de seguridad no la habrían dejado llegar hasta allí si no hubieran recibido órdenes de él.

      Metió la llave en la cerradura y, sin aliento, entró.

      Él estaba de cara a ella, ante la pantalla en la que una vez le había mostrado los vídeos que había grabado de sus sesiones de delirio sexual. Se le desbocó el corazón cuando los ojos de tono acerado la atravesaron.

      Años antes lo había considerado el epítome de la belleza masculina. Pero lo de entonces no era nada comparado con lo que tenía ante sus ojos. La ropa negra hacía que pareciera medir más de uno noventa y cinco, le ensanchaba los hombros y le resaltaba la esbeltez de las caderas y los esculturales músculos de su torso y muslos. Los planos y ángulos de su rostro se habían acentuado y el bronceado intensificaba la luminiscencia de sus ojos. Destellos plateados en sus sienes incrementaban el atractivo de su pelo azabache.

      A su pesar, estaba reaccionando con la misma intensidad que cuando era joven, inexperta y desconocedora de lo que él era en realidad.

      Era inquietante que su aversión mental no encajara con la afinidad física que sentía. Apenas podía respirar y aún no había oído la voz grave y melódica que llevaba grabada en el alma.

      –Antes de que digas nada, sí, tengo una evidencia que enviaría a tu padre y a tu hermano a prisión quince años.

      –Sé que eres capaz de cualquier cosa –avanzó hacia él, impulsada por la ira–. Por eso estoy aquí.

      –Entonces, sin más preliminares, iré directo a la razón de mi orden de comparecencia.

      –¿Orden de comparecencia? –bufó ella–. El título de príncipe se te ha subido a la cabeza. Aunque supongo que siempre fuiste un pomposo y yo era la única demasiado ciega para verlo.

      –Ahora no tengo tiempo para dardos de mujer despechada –torció la boca–. Cuando consiga mi fin, tal vez te permita desahogarte. Será divertido.

      –Seguro que sí. A los tiburones les gusta la sangre. Vamos al grano de esta «comparecencia». ¿Que hará falta para que no destroces a mi familia? Si necesitas que robe algún secreto de tus rivales, ya no trabajo en tu campo.

      Los ojos de Vincenzo destellaron con lo que parecía una mezcla de dolor y humor. El atisbo de humor la confundió, no era propio de él.

      –¿Ni siquiera para salvar a tu adorada familia?

      Aunque quería a su familia, odiaba su irresponsabilidad. Por eso estaba allí, a merced de esa escoria perteneciente a la realeza. Sin duda había comprado algunas de sus deudas.

      –No –afirmó, rotunda–. Pero es lo único que podría darte a cambio de tu generosa amnistía.

      –Eso no es lo único que puedes ofrecerme.

      A ella le dio un vuelco el corazón. Él la había desechado y había estado con cientos de mujeres. No podía interesarle que volviera a su cama.

      –¡Escúpelo

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