Correr, la experiencia total. George Sheehan

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Correr, la experiencia total - George Sheehan Deportes

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Celtics están ahí y la presión también. Nos obligan a adaptarnos al trabajo y a las horas. Nos hacen adaptarnos a las exigencias. Nos obligan a cambiar a su tempo, a marchar al ritmo de su tambor y, mientras tanto, destruyen nuestro juego, nuestra forma de convertirnos en lo que somos. Y asfixian lo que mejor sabemos hacer.

      Nos han convertido en prisioneros de su tiempo artificial, de su reloj mecánico. Y mientras tanto, planean la ironía final. Cuando nos jubilemos, nos regalarán un reloj de pulsera.

      «Vivir la vida –escribió Nikolai Berdyaev− con frecuencia es aburrido, monótono y ordinario.» Nuestro mayor problema, afirmaba, reside en hacer que sea intensa y creativa, capaz de lances espirituales.

      Estoy de acuerdo. La vida, excepto para unos pocos afortunados, como los poetas, los niños, los atletas y los santos, suele ser un rollo. Si pudiéramos elegir, la mayoría de nosotros renunciaría a la realidad de hoy por el recuerdo del ayer o la fantasía de mañana. Deseamos vivir en cualquier parte menos en el presente.

      Lo veo en mí mismo. Empiezo el día con un programa de cosas por hacer que me vuelve totalmente ajeno a lo que hago. Llego al trabajo sin acordarme de lo que he desayunado y sin tener idea de qué día es hoy. Estoy continuamente preocupado o pensando en el futuro.

      Muchas personas hacen lo mismo pero a la inversa. Evitan la realidad y viven en el pasado. La nostalgia es su forma de vida. Para ellas, los buenos tiempos del pasado nunca podrán igualarse. Ni tan solo emularse, ya que esas personas pocas veces hacen algo.

      Pero para los que son activos de corazón, mente y cuerpo –los niños y los poetas, los santos y los atletas− el tiempo siempre es ahora. Viven eternamente en el presente. Y viven el presente con intensidad, participación y compromiso. Así tiene que ser. Cuando el atleta, por ejemplo, distrae su atención de la decisión que debe que tomar en ese segundo y el siguiente, está llamado al fracaso. Si fallase su concentración, si su mente sobrevolase hasta el siguiente hoyo, la siguiente serie, o la siguiente entrada a la pista, quedaría anulado. Para él sólo existe el ahora.

      Y el santo, gracias a sus disquisiciones sobre el cielo y el más allá, sabe que todos los lugares están aquí, que siempre es ahora, y que todos los hombres existen en la persona que está delante de ti. Sabe que debe elegir en todo momento y seguir eligiendo entre las infinitas posibilidades de actuación y ser. No tiene tiempo para pensar en el futuro.

      Tampoco el poeta. Debe vivir siempre alerta, siempre consciente, siempre vigilante. Cuando lo hace bien, nos enseña a vivir con mayor plenitud. «La percepción de la vida está en todas y cada una de las líneas del poema −escribe James Dickey sobre La Odisea de Kazantzakis–, de modo que el lector se da cuenta una y otra vez de lo poco que él mismo ha deseado asentarse para vivir; de cuántas cosas hay en la tierra, de cuán inexplicable, maravillosa e interminable es la creación».

      Para ese hombre, la perfección pasada no es un estímulo. Ni tampoco lo es para el santo o el atleta. La característica pérdida de la gracia nace de la contemplación de triunfos futuros. O, quizás, de la contemplación del cielo, de una obra maestra o de un récord mundial. Ningún atleta, santo o poeta –en lo que aquí nos concierne− se ha quedado alguna vez contento con lo logrado ayer, y ni siquiera le vuelven a prestar atención. Su preocupación es el presente.

      ¿Por qué nosotros, el común de los mortales, deberíamos ser distintos? ¿No somos todos poetas, santos y atletas en cierto grado? Y, sin embargo, nos negamos a adquirir el compromiso. Nos negamos a aceptar nuestra realidad y a trabajar con ella. Y así vivimos en el mundo soñado del pasado y en el mundo que jamás será del futuro.

      Lo que necesitamos es un peligro real, la manifestación de una tragedia, la sensación de que fuerzas poderosas e implacables se agolpan ante nuestra puerta. Necesitamos una amenaza a lo cotidiano para que, de pronto y en adelante, aumente su valor.

      Eso es lo que me pasó hace unos años. Había corrido mi mejor maratón en Oregón, y volví a casa prometiéndomelas muy felices con lo que lograría en el Maratón de Boston. Cinco días más tarde, caí enfermo con gripe, y todo lo realmente importante recuperó su perspectiva. Dejó de preocuparme con qué marca correría en Boston, o siquiera si llegaría a correr en Boston. Lo que me importaba primero de todo era la salud y, luego, que pudiera volver a correr. Sólo correr y sentir el sudor, la respiración y la potencia de las piernas. Sentir de nuevo lo que se siente al subir cuestas y al seguir corriendo pese al dolor. Sólo eso y, quizás, esa sensación feliz de cansancio después de una carrera. No me reconfortaban ni las carreras pasadas ni los triunfos futuros. Estaba listo para arrepentirme y oír la buena nueva.

      Por tanto, sé lo que todos los poetas y niños, todos los atletas y santos saben. La razón por la cual dicen que es determinante. Y la razón por la que dicen que no hay mañana es porque jamás, en ese preciso instante, existe un mañana. Siempre hay riesgo, siempre hay peligro.

      «El problema de este país –le dijo una vez el malogrado John Berryman al poeta James Dickey− es que un hombre puede vivir toda su vida sin saber si es un cobarde.» Para el fornido Berryman y el expiloto de cazas Dickey, la vida ordinaria no ofrecía el marco para la prueba definitiva, para el momento de la verdad. Al menos para Dickey, la guerra era el gran juego.

      «Nada proporciona esa sensación de trascendencia como el cumplimiento de una acción esencial y peligrosa por una gran causa», escribe Dickey.

      ¿Dónde, entonces, podemos encontrar esas cualidades en nuestra existencia de nueve a cinco? «Había mucha gente en el ejército –afirma Dickey− que lloraba al licenciarse, porque sabían que tendrían que volver a conducir taxis y a trabajar en agencias de seguros». Esta percepción ensalzada de la vida del soldado la expresa incluso el difunto James Agee. La grandeza, decía Agee, surge sólo en circunstancias difíciles, y es la guerra la que genera esas circunstancias.

      «El hecho es que en la guerra –escribe Agee− muchos hombres van más allá de lo que pueden en tiempos de paz.»

      Y, sin embargo, la paz se halla donde esté el coraje. Se encuentra en algún lugar intermedio entre la ignorancia del peligro en los períodos de guerra y la prudencia del intelecto que nos ayuda a preservar la raza. El coraje, si nos remontamos a su raíz latina, significa que la localización de la inteligencia está en el corazón. Que el corazón determina las acciones de un hombre, y no su razón ni sus instintos. Y si el corazón tiene razones que la mente desconoce, ésta también tiene razones que desconoce el cuerpo.

      Aunque la vida diaria tal vez resulte fútil a la mente e inconsecuente al cuerpo, no obstante, el corazón nos dice lo contrario. El corazón está con la fe, donde hallamos el acto supremo de coraje, el coraje todavía por manifestarse. Para empuñar las armas contra uno mismo y convertirse en perfección de sí mismo.

      «El coraje –según Paul Tillich– es la autoafirmación esencial y universal del propio ser.» Por tanto, comprende el sacrificio inevitable de elementos que forman parte de nosotros, pero que nos impiden alcanzar la satisfacción.

      En el lenguaje de cada día, esto supone que, si lo más esencial de nuestro ser es prevalecer contra lo menos esencial, tal vez tengamos que renunciar al placer, a la felicidad e incluso a la vida misma. El coraje, por tanto, no tiene nada que ver con un acto singular de valentía. El coraje describe cómo vive uno, y no un acontecimiento específico, del mismo modo que el pecado mortal es un estilo de vida, y no una transgresión circunstancial.

      Algunos, como los hombres de Berryman y Dickey en Liberación, siguen pidiendo una prueba suprema. Van de experiencia límite en experiencia límite: Descienden

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