Amor perdido - La pasión del jeque. Susan Mallery

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Amor perdido - La pasión del jeque - Susan Mallery Libro De Autor

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esa silla, tan lustrosa y tan incómoda. Tocó la antigüedad y se sintió invadida por los recuerdos.

      Quizá fue a consecuencia de las emociones vividas en el robo o quizá sólo era la sensación de estar en casa. En cualquier caso, le pareció sentir la presencia de fantasmas. Al menos, eran amistosos, se dijo mientras entraba en la vieja cocina. Su abuela siempre la había amado.

      Kari miró los armarios, la cocina y el horno, que debían de tener más de treinta años. Si quería vender el lugar por un precio decente, tenía que empezar a hacer algunos arreglos. Para eso había vuelto, después de todo.

      De pronto, la invadió una sensación de intranquilidad. Corrió arriba y se cambió de ropa. Se duchó y se puso un vestido de algodón. Bajó de nuevo, descalza. Dio una vuelta por la casa, casi como si estuviera esperando que algo sucediera. Y así fue.

      Alguien llamó a la puerta. Antes de responder, Kari ya sabía quién era. Se le encogió el estómago y se le aceleró el corazón. Respiró hondo antes de abrir.

      Capítulo 2

      GAGE estaba en el porche de Kari. Ella no se molestó en fingir sorpresa. Cuando lo había visto en el banco, había estado demasiado conmocionada y cargada emocionalmente como para reparar en su apariencia… y en lo que él había cambiado. Pero, allí, en una situación más normal, podía tomarse su tiempo para apreciar cómo había evolucionado en los años que llevaban sin verse.

      Parecía más alto de lo que ella recordaba. O, quizá, sólo era más corpulento. En cualquier caso, era todo un hombre. Demasiado atractivo. Le resultaba muy guapo, siempre lo había hecho.

      —Si has venido para invitarme a otro atraco, voy a tener que rechazar la oferta —afirmó ella, sonriendo.

      Gage sonrió y levantó ambas manos.

      —No más atracos… no si yo puedo evitarlo. La razón por la que he venido es para asegurarme de que estás bien después de toda la emoción de esta mañana. Además, supuse que querrías agradecerme que te salvé la vida invitándome a cenar.

      —¿Y si mi marido se opone? —preguntó ella.

      Gage ni siquiera se mostró un poco preocupado:

      —No estás casada. Ida Mae está al tanto de esas cosas y me lo habría contado.

      —Eso crees —repuso ella y se apartó para dejarlo entrar.

      Gage se dirigió al salón mientras ella cerraba la puerta.

      —¿Qué te hace pensar que he tenido tiempo de hacer la compra? —inquirió Kari.

      —Si no la has hecho, tengo un par de filetes en el congelador. Podría sacarlos.

      —Lo cierto es que sí fui a la compra esta mañana. Por eso me quedé sin dinero y tuve que ir al banco —comentó ella y frunció el ceño—: Ahora que lo pienso, no llegue a cobrar mi cheque.

      —Puedes hacerlo mañana.

      —Supongo que no me queda más remedio.

      Kari se dirigió a la cocina. Era extraño estar con él allí, se dijo. Una rara mezcla de pasado y presente. ¿Cuántas veces había ido Gage a cenar a esa casa hacía ocho años? Su abuela siempre lo había recibido bien a su mesa. Y había estado tan enamorada que le emocionaba la idea de que quisiera compartir las comidas con ella. Claro que por aquel entonces había sido tan joven que se hubiera emocionado sólo con que Gage le pidiera que lo acompañara mientras lavaba su coche. Todo lo que había necesitado para ser feliz era pasar unas horas en presencia de Gage. La vida había sido mucho más simple en aquellos tiempos.

      Gage se apoyó en la mesa e inspiró:

      —Huele muy bien. Me resulta familiar.

      —Es la receta de salsa de mi abuela. La puse a fuego lento esta mañana, justo después de volver de la tienda. También he sacado la vieja máquina de hacer pan, pero estaba llena de polvo y no te prometo que funcione.

      —Sí funcionará —respondió él, observándola.

      Sus palabras le pusieron la piel de gallina, lo que era una locura, pensó Kari. No era más que un viejo amigo de Possum Landing. Ella vivía en la ciudad de Nueva York. De ninguna manera se iba a dejar conquistar por Gage Reynolds. Claro que no.

      —¿Ya has hecho todo el papeleo y esas cosas que se hacen después de un robo? —preguntó ella mientras echaba un vistazo a la salsa para pasta.

      —Todo atado y bien atado —respondió él y se acercó para tomar la botella de vino que Kari había dejado sobre la mesa.

      —Kari Asbury, ¿esto es alcohol? ¿Has comprado la bebida del diablo dentro de nuestro condado de la ley seca?

      —Ya sabes. Recordé que no se permitía la venta de alcohol en las tiendas de Possum Landing, así que he traído el mío propio. Me detuve de camino para comprarlo.

      —Estoy conmocionado. Por completo.

      —Entonces, lo más seguro es que no quieras saber que tengo cerveza en la nevera.

      —No —contestó él y abrió la nevera para sacar una botella. Se la ofreció a Kari.

      —No. Esperaré a tomar vino en la cena.

      Gage abrió el cajón que contenía el abridor a la primera. Se movía en la casa con aire de familiaridad. Lo cierto era que sí era familiar para él. Se había mudado a la casa de al lado en la primavera anterior a la graduación de Kari. Ella recordó haberlo visto llevar cajas y muebles. Su abuela le había contado quién era: el nuevo oficial de policía. Gage Reynolds. Había estado en el ejército y había recorrido el mundo. Ante los ojos de una jovencita de diecisiete, aquel hombre de veintitrés había parecido imposible de alcanzar. Cuando habían empezado a salir aquel otoño, él le había parecido ser un hombre de mundo y ella…

      —¿Aún somos vecinos? —preguntó Kari, girándose para mirarlo.

      —Yo aún vivo en la casa de al lado.

      Kari recordó el comentario de Ida Mae sobre que Gage nunca había ido al altar. De alguna forma, había conseguido que no lo cazaran. Al mirarlo, con aquel uniforme caqui que ensalzaba el ancho de sus hombros y los músculos de sus piernas, se preguntó cómo era que las encantadoras damas de Possum Landing no habían conseguido atraparlo.

      No era asunto suyo, se dijo. Revisó el tiempo que le quedaba al horno para pan y vio que aún faltaban quince minutos, más el tiempo necesario para que se enfriara.

      —Vayamos al salón —invitó ella—. Estaremos más cómodos.

      Mientras lo seguía, Kari se sorprendió mirándole el trasero. Casi se tropezó al darse cuenta. ¿Qué diablos andaba mal con ella? Nunca le miraba el trasero a los hombres. Nada le había parecido demasiado interesante en ellos. Hasta ese momento.

      Suspiró. Era obvio que vivir tan cerca de Gage iba a ser más complicado de lo que había calculado.

      Gage se sentó en una mecedora y ella en el sofá. Él tomó un poco de su

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