Gusanos. Eusebio Ruvalcaba

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Gusanos - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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no ganas, que es lo más probable, va a ser una frustración doble. Le vas a echar la culpa a mi cámara. Ándale, chíngate esa cubeta.

      —Mira, wey —la preparaste poca madre, ¿eh?—, voy a ganar. Doy el ancho,

      estoy seguro. Dicen que este concurso sí va a ser legal. Cuando menos uno de los tres lugares me forro, neta.

      —¿Me la vas a cuidar?

      —Coño, me extraña.

      —Pues va que va. Ojalá y te dé suerte.

      —Puta madre, no sabes cómo me alivianas. Mira, wey, tengo un plan. Me voy a lanzar a los barrios más ojetes de la ciudad. Me voy a descolgar hasta los hospitales públicos, las beneficencias y la cruz. Y donde vea un pinche miserable, chíngale, lo retrato. Especialmente a las cabronas marías con sus escuincles y a los boebones de los teporochos. Yo creo que con eso me gano el premio. El pinche jurado se va a ir con la finta.

      —Ya ni la chingas, Efrén.

      —Mira, wey, la onda está así: hay que escribir sobre la violencia o sobre los pobres, hay que hacer estudios sobre la violencia o sobre los pobres, ¿no te has dado cuenta?

      —Sí, y a mí me da hueva.

      —¡Hay que fotografiarlos, para acabar pronto! La gente está harta de ver fotografías de la violencia, entonces la alternativa son los pobres. Neta... Total, uno de esos pinches miserables te puede dar el triunfo... y con una pinche Minolta, fácil.

      II

      Lo ves y te decides. Es algo que se siente, que se presiente, más bien. Este cabrón te va a dar el premio. Tiene un rostro poca madre. Y ahora que no venías a eso. Así pasa. Lo ves y te decides. No pudiste haberte encontrado a nadie mejor, ni antes ni después. Preparas la cámara y lentamente te vas acercando hacia la entrada del metro, donde puedas captar el anuncio del metro y la mano extendida pidiendo limosna; donde puedas captar su cara sucia —tan sucia, que el que vea la foto adivine que apesta, que huele a porquería—; donde brillen sus pelos asquerosos, y, sobre todo, donde resalte su ojo izquierdo, esa canica deforme que parece que le está colgando: roja, fija, sebosa —no te me vayas a mover, un segundo, un segundo y ahí muere. Tomas la foto (tuvo que haber salido, tuvo que haber salido), pasas junto a él y le das diez pesos (cabrón, no sabes cómo me vas a alivianar).

      III

      Efrén Enríquez, primer lugar. Cien mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: La apatía ciudadana. Seudónimo empleado: “Kachuchín”.

      Pablo Herrera Molina, segundo lugar. Cincuenta mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: La estufa. Seudónimo empleado: “Spiderman”.

      Arturo Domínguez, tercer lugar. Veinticinco mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: Día de campo. Seudónimo empleado: “Mum, bolita mágica”.

      El vuelo del búho

       Para Rafael Pastelín

      Te levantas, y sin ningún afán melodramático, sin ningún sui generis incentivo ni conducta esnob, decides —así, tan simple como escoger una camisa— echar la hueva, no ir a trabajar, pues.

      Piensas —mientras la oficialía de partes se va a mejor vida— que un paseo por el centro, en cambio, te sentará bien. Tal vez quieras recordar antiguas épocas cuando acostumbrabas caminar sin rumbo fijo por aquellas calles colmadas de recuerdos para ti. Del lado de tu madre. Y alguna vez de tu padre también.

      Te vistes ligero, desayunas peor, y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras saliendo de la estación Juárez.

      Ya estás donde querías estar. Con las manos en los bolsillos caminas hasta un edificio que te resulta familiar: el Museo Nacional de Arte. ¿Cuántas veces has estado ahí? Lo ignoras. Pero ahora mismo crees haber visto un cartel en el que se anunciaba a un pintor o escultor que presentaba sus obras más recientes. Un artista aclamado en cielo, mar y tierra. No importa quién sea, pero ya que estás ahí. Será buena oportunidad.

      Dos colegialas —¿hermosas?, no lo sabes, pero a ti te lo parecen— ratifican con carne tu decisión. Ellas también van al museo, meneándose sobre sus piernas sólidas y anchas. Seguirlas, mirando el suelo, observando las paredes. Disimuladamente o no, y distraerse mientras transcurre la mañana. No pides más.

      Intentas ir tras ellas, pero algo te hace perder el ritmo, te estropea la cadencia que habías empezado a afianzar y que te hacía sentir en las nubes. Entonces vuelves tu vista a uno de los cuadros de los que el museo se jacta: Hacienda de Chimalpa de José María Velasco. Lo ves y algo extraño salta a la vista. No es la primera vez que te detienes ante él. Pero ahora distingues que los colores se están desparramando. Como si se fugaran de la pintura. No es posible. Parpadeas numerosas veces. Como para que la realidad se reacomode. Pero no hay tal. Delante de ti los colores escurren.

      Vuelves tu mirada y observas acuciosamente otros cuadros. Nada. Todo está perfectamente normal. Entonces miras uno más de José María Velasco. Su Valle de México de 1890. Y lo mismo. Los colores han terminado por escurrir y ahora empiezan a manchar la pared. Del asombro pasas al terror. Aunque quizás todo no sea más que una maldita confusión. Suele pasar. Algo inexplicable. Las colegialas están tomando apuntes, y te aproximas —en otras circunstancias jamás lo habrías hecho— y les señalas los cuadros de Velasco. Pero ellas deciden poner tierra de por medio. Les das miedo. Y es evidente que no están dispuestas a escucharte. Quién sabe qué piensen de ti. Caminando como si estuvieras ebrio recorres el resto de la sala. Todo está como debe estar. Hasta que te topas con otro cuadro de Velasco: Camino a Chalco con los volcanes. Cuando lo miras, pierdes el equilibrio y caes estrepitosamente al suelo. Como si alguien te hubiera dado una patada en los bajos. La gente se te queda viendo, y alguien se acerca y te ayuda a incorporarte. Te dicen que si necesitas ayuda y dices que no, que gracias.

      No te atreves a mirar una vez más las pinturas de Velasco. Si era el artista favorito de tu madre. Mejor aún, de tus padres. Aficionados a la cultura en general y a la pintura en particular, aún tienes presente los libros que te mostraban de la vida y obra de aquel pintor. Paso a paso tu madre te explicaba la grandeza de su obra mientras tu padre observaba la escena, sonriente y ensimismado. Todavía hace poco tú mismo tomaste uno de esos libros y lo hojeaste. Incluso te encontraste una flor a modo de separador, en la lámina correspondiente a la pintura que le gustaba a tu madre por encima de cualquier otra: Los ahuehuetes. Reviviste entonces aquellas intimidades. Pero también vino a tu mente el momento en el que tu madre fue atropellada, precisamente en un recorrido por el centro, por estas calles que acabas de caminar. ¿Por qué no te atropellaron a ti?, siempre te lo preguntaste. Y seguramente tu padre también se lo preguntó cuando decidió darse aquel balazo en la cabeza.

      Ves a un policía que acude hacia ti. Pero tú no estás dispuesto a hablar con nadie. Corres. Y el policía corre atrás de ti. Con el rabillo del ojo, ves Los ahuehuetes. Los colores le escurren como si fueran la sangre de la pintura. La sangre de Velasco. Avistas el vacío. La escalera de mármol en espiral. Tres pisos. La gente se hace a un lado para dejarte pasar. Que nadie te detenga. Miras a un hombre de traje que viene hacia ti en sentido opuesto. Su aspecto de guardia es inconfundible. El policía detrás y él delante. Cuando el hombre del traje cree haberte atrapado lo eludes. Él es ahora quien se cae. Prosigues tu carrera. El vacío te llama.

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