Gusanos. Eusebio Ruvalcaba

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Gusanos - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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con él —aquí fue donde derramó sus lágrimas sebáceas—, y que de dónde iba a sacar dinero. Le ofrecí un klínex, me puse de pie, le indiqué que pasara a recursos humanos por su finiquito y abrí la puerta. Dejó impregnada la habitación de un perfume maloliente.

      Como sea, tuve una ocurrencia —iniciativa, la llamaron algunos— que fue aplaudida en la última junta con el señor director y las cabezas de la empresa. Yo, Sonia Cantú Cantú, me entrevistaría con las candidatas a un empleo en un restaurante cinco estrellas. Y la coyuntura que se avecinaba era ideal, pues a la brevedad el señor Castillo —director general— requeriría una secretaria. Pero no la invitaría a comer ni mucho menos, sino nada más y únicamente valoraría su comportamiento en una situación comprometida. Porque ser secretaria del director general no es cualquier cosa. Hay que ser muy sutil e inteligente para decir mentiras, o bien de lo más atenta y dulce para engatusar a un posible socio. Pero para eso se requiere de una malicia peculiar, algo que no enseñan en las academias para secretarias.

      Así pues —proseguí mi explicación en la junta—, no es difícil imaginar la situación. Digamos dos de la tarde; digamos el restaurante Les Moustaches; digamos que ahí la entrevistada se sienta enfrente de mí —para esto tiene que llevar su mejor atuendo, Les Moustaches no es cualquier restaurante, y ahí es donde yo empiezo a calificar. Porque vean. Imagínense que yo como una deliciosa sopa de ajo, o una ensalada mixta, o ya de plano una trucha almendrada, y que la probable secretaria —luego de haber esperado en el vestíbulo más de una hora— se le queda mirando a mis platillos, se me queda mirando a mí mientras los devoro, hasta que empieza a ponerse nerviosa. Notablemente nerviosa. A simple vista. Tache. No sirve. Inmediatamente yo le pongo tache a su solicitud. Que para que este cuadro funcione bien, lo mejor es que la entrevistada no haya comido; que a las dos de la tarde es lo más probable. Y si ya comió, tache. Aunque mi obligación —por mera cortesía— es invitarla. Nadie con la cabeza sobre los hombros, aceptaría. Por supuesto, la prueba se repetiría hasta que me topara con la candidata ideal. Bastante dinero se fuga en personal contratado que no da los resultados esperados...

      Por cierto, la iniciativa no fue aprobada por unanimidad. Una sola voz se levantó en contra, la de Samuel Corona, el jefe del área de proveedores. Le pareció demasiado cruel, dijo que era una estrategia de abuso y prepotencia, típica de una mujer subvalorada. Iba bien, pero cuando pronunció esos dos vocablos se ganó una rechifla general. Nadie estuvo de acuerdo con él. Lo tildaron de antiguo y de previsible. Y así se lo hizo ver mi jefe.

      Pues bien. Ahora mismo estoy esperando a la primera candidata. Ya me lo hizo saber el capi. Pobrecita. La tengo ahí desde hace veinte minutos. No son muchos en la vida de una persona si en cambio va a salir con un trabajo que le dará seguridad y solvencia.

      Pero la gracia será entrevistar a varias. De lo contrario qué chiste tendría esta estratagema.

      Bajo el agua

      No hace mucho, me invitaron a la presentación de un libro —“de la novela más ingeniosa de los últimos tiempos”, decía la publicidad que me llegó vía Internet. Confieso que en mi condición de enfermero no soy afecto a ir a presentación alguna, concierto, exposición ni nada que se le parezca. Pero esta vez la situación era diferente porque justo un paciente era el autor de la dichosa novela. Se había establecido un click entre él y yo, y cuando dejó el hospital me preguntó si tenía correo electrónico, se lo di —que su esposa apuntó con letra grande y de imprenta en una bolsa de papel estraza—, y hete aquí que en un par de semanas me llegó el anuncio.

      Fui a la presentación y me pareció lo más aburrido del mundo. Si la novela era tan ingeniosa, por qué los presentadores tenían que ser tan monótonos, me preguntaba yo, ¿o así serían todas las presentaciones? Tal vez.

      Estaba a punto de ponerme de pie y marcharme cuando mis ojos se detuvieron en los ojos de una mujer que estaba sentada a un par de lugares, y que de casualidad se volvió a mirarme. Era evidente que venía sola.

      Todo lo que para mí era aburrido, a ella parecía llamarle inmensamente la atención. ¿O no demostraba eso su cabeza que iba de un lado a otro, para no quitarle la mirada a quien en ese momento tuviera la palabra?, ¿o no delataban ese interés sus piernas, que las cruzaba de izquierda a derecha y a la inversa, con tal de tener una posición más cómoda?

      En la misma medida sus facciones, su piel, su sedoso y brillante pelo me atrajo. Yo tengo 27 años —cinco de casado— y ella andaría por los 40 o los 45. No sé, siempre he sido malísimo para calcular edades. Pero de inmediato sentí el jalón de la carne —que fue exactamente lo que sentí cuando conocí a mi mujer, y que es exactamente lo que ha hecho que ella sea el monstruo de los celos personificado.

      Decidí pues esperarme a que la presentación terminara y acercarme a la cuarentona. De vez en cuando un poco de adrenalina no está mal. Cada vez la veía más atractiva y deseable. Ella se percató de mi nerviosismo, se sonrió conmigo y me dirigió la palabra. Me preguntó si ya había leído la novela y le respondí que no —iba a responderle que en la vida había leído ni una sola, pero temí decepcionarla. Y enseguida investigó si el novelista era mi amigo. Claro que sí, hemos estado juntos en las buenas y en las malas. Oh, qué maravilla, ¿me contarías acerca de él?, estoy tomando un diplomado de literatura mexicana y me encantaría incluirlo. Por supuesto, yo la llamo, dije, extendí la palma de mis manos y escribí los números. Qué romántico, dijo ella, tenía siglos que no veía a nadie escribir en su propia piel.

      Entonces la conversación comenzó a fluir. No soy casado, respondí. Y dije, muy quitado de la pena, que era subdirector de una clínica que se ubicaba en Polanco, en la esquina de Eugenio Sue y Ejército Nacional. Cuando me preguntó mi especialidad le dije que era ginecólogo, y que lo que yo perseguía era una suerte de misión imposible: atender a mujeres carentes de recursos que estuvieran embarazadas, que las había por miles en los cinturones de miseria de la ciudad de México. Qué maravilla, dijo, y entornó los ojos.

      Pronto sirvieron el vino. Distinguí a lo lejos a la esposa del novelista. Ella también me vio, y a las claras me dio la espalda. Claro, mi profesión de enfermero seguramente no representaba para ella ningún atractivo. Yo tampoco insistí en mirarla. Al contrario, mejor que siguiera su vida y yo la mía. Lo único que me preocupaba era que mi acompañante tuviera su copa llena. Ser enfermero me permitía saber de las enfermedades. A simple vista identificaba a quien entraba con el coma diabético a punto de atacarlo, o con el infarto en puerta, o al que estaba a unos centímetros de la congestión alcohólica. Pero con la misma facilidad —cinco años de enfermero titulado y en activo me autorizaban— sabía las propensiones de cada quien. Y la mujer que estaba a mi lado —de nombre Alicia— no podía disimular su simpatía por el alcohol; ni creo que le hubiera interesado hacerlo.

      Salí con el ánimo hasta arriba. Llegué a casa y mi esposa aún se encontraba despierta. Cuando me oyó salió a recibirme con la mejor cara. Te hice tu costilla a la mexicana, dijo. Quítate la chamarra y ve a lavarte las manos. Quiero que me cuentes todo, detalle por detalle.

      Me miré al espejo mientras el agua escurría del grifo. ¿Ése era yo? ¿Un cobarde que pondría aquel teléfono bajo el chorro con tal de que su mujer no lo notara? Sí, ése era yo. Un antihéroe.

      Los números finalmente habían desaparecido.

      Él era todo, menos cobarde

       Para Miguel Ángel Lozano

      “Bueno, ahora sí se va a poner como Dios manda, siquiera...”, se dijo el violinista.

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