Una chica como ella. Marc Levy
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Sanji recogió su maleta de la cinta, franqueó el control de aduanas y caminó hacia el punto de encuentro donde esperaban los conductores de limusina. Vio su nombre en el cartel que uno de ellos sostenía en la mano. Este tomó su maleta y lo llevó hasta el coche.
La Crown negra rodaba por la 495, escabulléndose entre el tráfico fluido del anochecer, el asiento era mullido, y Sanji, agotado por un largo viaje, sintió ganas de dormitar. Su conductor se lo impidió entablando conversación mientras las torres de Manhattan se dibujaban en el horizonte.
—¿Negocios o placer? —le preguntó.
—No son incompatibles —contestó Sanji.
—¿Túnel o puente?
El conductor le recordó que Manhattan es una isla, por lo que había que elegir por dónde llegar hasta ella, antes de asegurarle que la vista desde Queensboro Bridge valía la pena aunque exigiera dar un corto rodeo.
—¿Viene usted de la India?
—De Bombay —confirmó Sanji.
—Entonces igual termina como yo de conductor, es lo que hacen la mayoría de los indios que vienen aquí; primero los Yellow Cab, Uber los más listos, y, para un puñadito de elegidos, una limusina como esta.
Sanji miró el carné grapado a la guantera. Junto a la fotografía del conductor se leía su nombre, Marius Zobonya, y su número de licencia, 8451.
—¿No hay médicos, profesores o ingenieros polacos en Nueva York?
Marius se rascó la barbilla.
—No que yo sepa. Aunque, bueno, el fisio de mi mujer es eslovaco —reconoció.
—Es una gran noticia que me llena de esperanza, pues me horroriza conducir.
El conductor dejó el tema. Sanji se sacó el móvil del bolsillo para consultar sus mensajes. El programa de su estancia en Nueva York se anunciaba ajetreado. Era preferible que se librara cuanto antes de sus obligaciones familiares. La tradición exigía que le mostrara su gratitud a esa tía que tan amablemente le había dirigido una carta de recomendación, tanto más amablemente cuanto que no la conocía de nada.
—¿Estamos lejos de Harlem? —le preguntó al conductor.
—Harlem es grande, ¿este u oeste?
Sanji desdobló la carta y comprobó la dirección del remite.
—El 225 de la calle 118 Este.
—Estamos a unos quince minutos —contestó el conductor.
—Muy bien, pues vamos para allá primero y ya iremos al Plaza después.
La limusina recorrió el carril rápido que bordeaba el East River y el Harlem River hasta detenerse delante de un edificio de ladrillo rojo de los años setenta.
—¿Está seguro de que es aquí? —preguntó Marius.
—Sí, ¿por qué?
—Porque Spanish Harlem es el barrio puertorriqueño.
—Mi tía a lo mejor es una india de Puerto Rico —replicó Sanji con tono irónico.
—¿Quiere que lo espere?
—Sí, por favor, no tardaré mucho.
Por prudencia, sacó su equipaje del maletero y se dirigió al edificio.
*
Lali dejó la olla en la mesa, levantó la tapa y el aroma se extendió por el comedor. Al entrar en casa, a Deepak le sorprendió verla vestida con sari, cuando nunca se lo ponía, pero que le hubiera preparado su plato preferido lo sorprendió aún más, pues lo reservaba para las noches de fiesta. Quizá su esposa por fin se hubiera decidido a obrar con sentido común. ¿Por qué darse un festín solo en muy raras ocasiones? En cuanto le hubo servido, Deepak le comentó la actualidad del día, le gustaba hacerle un resumen detallado de lo que había leído en el metro. Lali lo escuchó distraída.
—Igual se me ha pasado comentarte que recibí una llamada de Bombay —dijo, volviendo a servirle.
—¿De Bombay? —repitió Deepak.
—Sí, de nuestro sobrino.
—¿Cuál de ellos? Tenemos por lo menos veinte sobrinos a los que no conocemos.
—El hijo de mi hermano.
—Ah —bostezó Deepak, que sentía que le iba entrando sueño—. ¿Está bien?
—Mi hermano murió hace veinte años.
—¡Me refiero a tu sobrino!
—Lo comprobarás tú mismo muy pronto.
Deepak dejó el tenedor.
—¿Qué quieres decir exactamente por «muy pronto»?
—La comunicación no era buena —contestó Lali en tono lacónico—. Me pareció comprender que quería pasar un tiempo en Nueva York y que necesitaba una familia que lo acogiera.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
—Deepak, desde que dejamos Bombay, me das tanto la tabarra con tus parrafadas sobre el esplendor de la India que a veces tengo la impresión de que ha quedado fija en el tiempo como una pintura rupestre. Y ahora que la India viene a ti, no irás a quejarte, ¿no?
—No es la India lo que viene a mí, sino tu sobrino. Y ¿qué sabes de él? ¿Es alguien como es debido? Si necesita que lo alojemos, es porque estará sin blanca.
—Como lo estábamos nosotros cuando llegamos aquí.
—Pero estábamos decididos a trabajar duro, no a ocupar la casa de unos desconocidos.
—Unas pocas semanas, tampoco es para tanto.
—¡A mi edad unas semanas pueden ser lo que me quede de vida!
—Eres grotesco cuando te pones melodramático. De todas maneras tú te pasas todo el día fuera de casa. A mí me hace mucha ilusión llevarle a conocer la ciudad, ¿no irás a privarme de ese placer?
—Y ¿dónde va a dormir?
Lali echó una ojeada al final del pasillo.
—¡De