Ca$ino genético. Derzu Kazak
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Читать онлайн книгу Ca$ino genético - Derzu Kazak страница 10
La afónica voz, como de un fumador empedernido que tiene sus cuerdas vocales casi inútiles, recalcó con el desdén de un escuezo:
– Oh... ¡qué generoso! ¡Nunca pensé que fuese usted tan magnánimo! Invertimos tiempo y dinero, tiempo y dinero... ¿para volver con dos cadáveres y las manos vacías ante el jefe? No amici Malcon, eso no se consiente. No se consiente. Has traicionado una vez a tu patria por dinero y estás acabado si no consigues la merca.
El científico, al sentir la palabra traidor, se enardeció y lanzó al intruso una furibunda trompada a la mandíbula. Pero el llamado Luiggi, aunque sorprendido, tenía reflejos muy rápidos y recibió el golpe en el hombro izquierdo, retrocediendo un par de pasos por la fuerza del impacto.
– Eres hombre muerto... pipiolo, hombre muerto, masculló entre otras maldiciones, posiblemente en siciliano u otra lengua que el científico no conocía, y le lanzó un relampagueante puntazo con el puñal que atravesó el antebrazo izquierdo de lado a lado al intentar atajarse el pecho. Malcon dio un resoplido, retrocedió un tranco y arrugando el borde de la alfombra con su taco cayó sin control, de espaldas al suelo.
El asesino se lanzó sobre él con la reluciente cuchilla hacia abajo, y acaso en forma milagrosa, pudo aferrar la muñeca con la mano herida, que perdía fuerzas rápidamente a medida que se acercaba el estilete al tórax. Veía las deformadas facciones del hombre afirmado en su cuerpo, lívido y goteando sudor sobre su rostro sudado, con una mueca de sadismo que...
Un tremendo sartenazo en la tapa de los sesos tiró al llamado Luiggi hacia un costado, dormido por la cuenta completa. El científico lo empujó para quitárselo de encima y miró a Fire plantada con las piernas separadas y una negra sartén de hierro fundido aferrada con las dos manos de su único mango, sin el menor viso de miedo en sus oscuros ojos, acerados por el cariz que tomaban los sucesos.
– ¿Por qué hiciste eso por mí? Preguntó Malcon levantándose trabajosamente. Si había alguna función melodramática entre ellos en ese momento se había terminado bruscamente.
Pero ella no contestó. En verdad no sabía qué contestar, desgarró la tela de la camisa sin misericordia. Como un infante de marina entrenado en supervivencia, miró la efusión de sangre y, haciendo con la misma tela unos jirones, los empezó a atar fuertemente para detener la hemorragia en el momento que, apartando bruscamente a Malcon, volvió a sujetar la sartén y resoplando, le sacudió otro mandoble al visitante que empezaba a incorporase, tirándolo de bruces brutalmente. El golpe había sido dado con furia, con temible furia.
Terminó de atar el brazo de Malcon, y mirándolo a los ojos, le dijo: – ¿Quieres esperar la llegada de ese tal Koshevnikov, o prefieres tomar aire fresco y curarte esa herida en algún sitio?
– ¿Por qué haces esto por mí? Volvió a preguntar el hombre, mirando a esa mujer con otros ojos.
Pero ella no contestó, simplemente le dijo: – Creo que ese fulano está muerto. Verifícalo.
El científico se acercó y puso sus dedos sobre la yugular, le dio vuelta la cabeza y vio sus pupilas fijas. Un temblor empezó a propagarse por su cuerpo, mientras la mujer, colgando la sartén en su sitio, lo tomó del brazo, lo metió en su dormitorio y sacando un bolso de lona, lo llenó de ropa variada, ante la atónita mirada de su propietario.
– Ponte este anorak, que no se te vea la herida del brazo. Y este sombrero... Siéntate un momento en la cama. Sacó de su cartera algunos afeites y le pintó magistralmente las cejas, engrosándolas, y un par de lunares en las mejillas, bien visibles. Con los coloretes ruborizó un poco su nariz y sus mejillas, y con el lápiz delineador le trazó unas leves arrugas en la comisura de los labios, que desfiguraban bastante bien al científico.
Malcon no decía nada. Tenía en su propia casa el cadáver de un sicario, otros asesinos esperándolo en la puerta, una mujer desconocida con un hijo suyo en las entrañas que acababa de liquidar de un sartenazo a su seguro ejecutor, y a la embajada rusa con sus secuaces pisándole los talones.
– Párate, camina como borracho, agárrame con fuerzas en cuanto pises la calle y bésame como si hubiésemos pasado unas noches de francachela. ¡No hagas nada de lo que acostumbras! Y arrugando el sombrero con un par de rabiosos pisotones, se lo volvió a colocar sin gracia, y con severidad de comando, pero con una entereza que sorprendió al propio Malcon... y a ella misma.
– ¿Quién eres tú, Amelia Salinas Ugarte...?
– ¡Fire! Respondió tajante. Tú jamás pronuncies mi nombre, no quiero mancharlo en tu boca... Antes de salir extrajo la cartera del occiso y, mirando su nombre, la volvió a poner en su bolsillo sin tocar nada.
– Esconderemos este cadáver en un rincón donde quepa sin llamar la atención, y limpiaremos las manchas de tu sangre en la alfombra y el piso. ¡Debemos ganar tiempo!
– ¿Tiempo para qué?
– Para sobrevivir... masculló Fire.
Salieron a la calle, abrazados y dando zancadas inestables, mientras Fire, con el bolso de ropa arrugada terciado a su hombro, remetía la cabeza contra su pecho, con las faldas remangadas que dejaban ver unos dorados muslos torneados y consistentes, despeinada y salvaje...
Dos hombres, que esperaban impacientes a unos metros del hall, sentados en un discreto automóvil negro, sonrieron desganadamente, dejando escapar un huff... huff por las narices juntamente con el humo del cigarro, acompañado de un leve meneo de su cabeza.
– ¡Eso se llama una juerga!
Capítulo 12. New York
Una llovizna había dejado reluciente la acera, a su lado pasaban figuras sin rostros, con paraguas y en silencio, por la atestada avenida ronroneaban cientos de automóviles con autómatas ceñudos aferrados al volante, cada uno a lo suyo, solos entre millones de solitarios. Inmediatamente tomaron compostura al doblar la primera esquina, pararon un taxi, y Fire, con acento firme, pidió los llevasen un par de cuadras antes de una de las agencias Herz, precisamente la que está ubicada en New Jersey, cerca del Little Ferry Terteboro Airport, sin que Malcon objetase el ilógico destino. Estaba tan espantado, que ni siquiera sospechaba que podría ser una trampa.
Durante el trayecto, mirando por la ventanilla los empinados rascacielos, recelosos, no se dirigieron ni la palabra ni la mirada, tan sólo se percibían por el rabillo del ojo, calculando las posibles implicancias de la locura que los estaba arrastrando por un despeñadero sin fondo.
Al bajarse, Fire, parada en la acera frente a la agencia de Herz, lo dijo fríamente:
– ¿En qué aeropuerto tienes los dólares?
– En el JFK. Respondió sumisamente.
– Dame algo de dinero, alquilaré un automóvil en este sitio y los retiraremos inmediatamente, antes que tus amigos descubran a Anatoli Skrosnov.
– ¿Anatoli Skrosnov? ¿Quién es ese tipo? Preguntó Malcon perplejo.
– El que intentó matarte era otro ruso, aunque imitaba el siciliano. Lo supe en cuanto empezó a hablar. Conozco demasiado bien el tono de los verdaderos sicilianos y este, sabía tan sólo un par de palabras y las pronunciaba mal, quizás para involucrar a la mafia, al menos en tu cerebro.