La ciencia no respeta nada. Alphonse Allais
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Como resumen diremos que a los ironistas como Alphonse Allais les resulta insoportable la realidad, necesitan deformarla. Los ironistas no soportan a la generalidad de los individuos, los que a lo largo de sus vidas son incapaces de crear una historia nueva, un párrafo, siquiera una frase de su propia cosecha, los que, como mucho, repiten lo que otros han creado, en una estrategia repetitiva que consideran el colmo de la genialidad; esa masa que, en la actualidad, utiliza eslóganes publicitarios, expresiones formuladas en la radio y televisión, en las conversaciones de los bares.
Así, hoy, el perfecto ironista rechaza pronunciar cualquier frase que ya haya sido pronunciada y ante la dificultad creciente de ser original, dado el creciente número de individuos que nos rodean por culpa de la explosión demográfica, recurre a gritos, mugidos y alaridos, a la hora de expresarse. Allais recurre a su inmenso ingenio para desmantelar lo convencional, lo ramplón, lo trillado; se ensaña con los simples, con los memos. Alphonse Allais combina realidad y ficción, crueldad y humor. Y, para cerrar el círculo, se burla de sí mismo.
Nota a la edición
La presente antología no solo nos descubre la imaginación científica de Alphonse Allais sino que también nos ofrece un mundo de personajes con nombres propios. Algunos provienen de su risueño laboratorio de ficción, como el doctor Blagsmith, el joven ingeniero Brokenface, el coronel W. K. Slowly, el teniente de infantería Guy Surlaligne; otros pertenecen, en cambio, a personas que formaban parte del contexto político-cultural o del entorno del autor, hoy difíciles de reconocer para un lector de la obra en español.
Del fin de siglo xix francés, Allais menciona a la sazón algunas personalidades políticas como el político y diputado Joseph-Gaston Pourquery de Boisserin, el ministro de Marina Camille Pelletan, la reina consorte de Rumania Isabel de Wied, cuyo seudónimo literario era Carmen Sylva, o el coronel Georges Boulanger, que inflamaba a sus seguidores con su discurso antialemán poco tiempo después de la guerra franco-prusiana.
Asimismo, abundan en la antología las referencias a «Eminencias de la Ciencia», cuya posición acomodada en la Academia es tomada en solfa por nuestro autor. Algunas de estas personalidades son los botanistas Henri Ernest Baillon y Augustin Pyrame de Candolle, el cirujano Félix Guyon, el ingeniero Marcel Deprez o Max de Nansouty, el historiador y matemático Joseph Bertrand, el matemático Maurice Lévy, el astrónomo Maurice Lœwy, los médicos Valentin Magnan o Jean Baptiste Vicent Laborde, el historiador de medicina Charles Victor Daremberg o el psiquiatra Edgar Bérillon.
También hay menciones a inventores o descubridores, que poseían un espíritu más cercano al genio de Allais, como Charles Cros, creador del fonógrafo, Claude Chappe, inventor del telégrafo óptico, Étienne-Jules Marey, creador de la escopeta fotográfica, Henry Becquerel, descubridor de la radioactividad, y Gabriel Lippmann, inventor de un procedimiento para fotografiar en color.
Entre todas las ciencias destaca la farmacia. No olvidemos que el joven Allais se crió entre frascos medicinales en la farmacia familiar de Honfleur, ciudad que abandonó para ir a París a estudiar justamente esa disciplina en la universidad. Además de ser un motivo recurrente en su obra literaria, los boticarios aparecen a veces mostrando su lado más ominoso, como la referencia al farmacéutico Marin Fenayrou, asesino del amante de su mujer y cuya trama ocupó las páginas de policiales de la prensa de la época, o el más luminoso, con boticarios literarios como el Homais de Flaubert o el señor Fleurant de Molière.
Es posible que Allais colgara su bata de farmacia en un perchero del cabaret Le Chat noir cuando decidió dedicarse a escribir para periódicos como Le Sourire, Gil Blas o Le Journal y frecuentar los círculos literarios de los Zutistes, Fumistes, Hirsutes o Jemenfoutistes. De este ambiente recogió una ristra de compiches, amantes del humor como más fina expresión literaria, como Courteline, Jean Richepin, Jean de Bonnefon Octave Mirbeau, Georges d’Esparbès, Franc-Nohain, François Coppée, la poeta Marie Krysinska o incluso el periodista deportivo Pierre Giffard. Pero no todos eran amigos; Allais también tenía enemigos dilectos, o blancos contra quienes lanzar sus dardos, como el crítico teatral Francisque Sarcey, apodado el Tío, epítome del buen burgués, o el economista liberal-conservador Pierre Paul Leroy-Beaulieu.
También algunos pintores añaden color a sus páginas, como su amigo noruego Axelsen o los academicistas Paul Baudry y Charles Joshua Chaplin, este último conocido por sus agraciados retratos de niñas, si bien hoy nos resulte más curioso el parecido con el nombre del cineasta. Por último, no faltan algunas personajes de teatro como el clown inglés Little Tich, la diva Sarah Bernhardt o la bailarina y cortesana gallega Carolina Otero, quienes se movían entre dandis, a veces corteses y otras misóginos, que pululaban por los salones de la Belle Époque.
Dada la cantidad de nombres propios que aparecen en los textos de esta antología, hemos decidido explicar aquí las referencias en lugar de interrumpir la lectura con frecuentes notas, que no harían más que tornar eruditas o didácticas las ocurrencias de Allais.
Laura Fólica
La ciencia no respeta nada
La ciencia no respeta nada, o casi nada
El higienista, diría Courteline, es despiadado.
Yo, con inconmensurable ingenio, agregaría que es impío.
Y si el célebre William Draper aún existiera, podría añadir a su Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia un capítulo complementario donde abordar el desacuerdo que separa la higiene bien entendida del estricto cumplimiento de ciertos deberes religiosos.
...¡Ah! Por supuesto que respeto los derechos imprescriptibles de la higiene y nadie mejor que yo para propagar sus sanas doctrinas.
(Incluso no hace tanto tiempo yo mismo ponía las manos en la masa: mi monografía, hoy casi agotada, Sobre los inconvenientes que presenta el abuso de cianuro de potasio en la alimentación de los recién nacidos, ocupa el rincón más selecto en las bibliotecas de nuestras Eminencias de la Ciencia).
Volviendo a la cuestión, no cabe duda de que muy pocas de las damas y caballeros aquí presentes leen con asiduidad el periódico italiano intitulado Revista d’Igiene. (¡Qué ortografía, dios mío, usan estos transalpinos!)
La lectura del último número de esta publicación aflige bastante a los católicos practicantes como nosotros.
Resulta que a un tal Signor Abba (de Turín) no se le ocurrió otra cosa mejor que someter a examen bacteriológico el agua bendita de las iglesias.
¡El agua bendita!
¡Y asegura haber hecho grandes descubrimientos!
Démosle la palabra al erudito piamontés:
(Está claro que traduzco libremente pero sin cambiar ni un ápice el espíritu del trabajo).
«El agua es vertida en pilas, expuestas a todo tipo de polvo y a cualquier contacto, que, además, nunca se limpian.»
«Entre noviembre del 97 y marzo del 98 extraje 34 muestras de diversas iglesias de Turín.»
«Examinada al microscopio, el agua ha revelado una increíble riqueza de bacterias, sin contar los organismos ciliados y los más diversos corpúsculos.»1
«Estas aguas están tan contaminadas como el agua servida (sic).»
«Al