La ciencia no respeta nada. Alphonse Allais

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La ciencia no respeta nada - Alphonse Allais страница 4

Автор:
Серия:
Издательство:
La ciencia no respeta nada - Alphonse Allais En serio

Скачать книгу

      ¡Triste! ¡Oh, cuán triste!

      Ya estoy viendo desde aquí cómo sonríen y se mofan nuestras Mentes más brillantes.

      En lo que a mí respecta, semejantes constataciones me parten en dos. ¿Qué creer? ¿Qué creer?

      No recuerdo bien en qué libro de Huysmans se hacía referencia a unos industriales muy poco delicados que fabricaban hostias que, en lugar de pan ácimo, llevaban fécula de patata, y el bueno de Huysmans agregaba con convicción:

      —¡A quién se le ocurre que Jesucristo, a pesar de su gran humildad, acepte encarnarse en fécula de patata!

      ¡Y ahora le toca el turno al agua bendita!

      El próximo domingo, ya lo tengo resuelto, voy a llegar temprano a la iglesia de la Inmaculada, mi parroquia, y pertrechado de un aparato de pasteurización esterilizaré el contenido de las pilas.

      Queda por saber si el agua bendita esterilizada conserva sus virtudes.

      Le Sourire, 23 de diciembre de 1899

      1 El corpúsculo de los Dioses, diría Richepin.

      2 El señor Jean de Bonnefon es nuncio papal ante el bar del Journal (en el número 100 de la calle Richelieu).

      Dios

      Al doctor Antoine Cros

      Empieza a hacerse tarde.

      La fiesta está en su apogeo.

      Los alegres amigos están achispados, alborotados y ardientes.

      Las bellas muchachas, desatadas, se dejan ir. Sus ojos se entrecierran con dulzura y sus labios que se entreabren permiten vislumbrar húmedos tesoros de púrpura y nácar.

      Nunca llenas ni vacías, ¡las copas!

      Las canciones revolotean, escandidas por el tintinear de los vasos y las cascadas de risa perlada de las bellas muchachas.

      Y de pronto el viejo reloj del comedor interrumpe su monótono tic-tac para chirriar con rabia, como hace siempre que se dispone a dar la hora.

      Es medianoche.

      Los doce repiques caen lentos, graves, solemnes, con ese aire de reproche particular de los viejos relojes heredados. Parecen decir que ya han sonado muchas otras veces para nuestros ancestros desaparecidos y que sonarán otras tantas para nuestros nietos, cuando uno ya no esté más aquí.

      Como era de esperar, los alegres amigos acallaron el bullicio y las bellas muchachas dejaron de reírse.

      Pero Albéric, el más loco del grupo, levantó su copa y, en un tono cómicamente serio, dijo:

      —Señores, es medianoche, hora de negar la existencia de Dios.

      ¡Toc, toc, toc!

      Llaman a la puerta.

      —¿Quién está ahí...? No esperamos a nadie más y los criados tienen el día libre.

      ¡Toc, toc, toc!

      La puerta se abre y aparece la enorme barba plateada de un anciano de elevada estatura, vestido con una larga túnica blanca.

      —¿Y usted quién es, buen hombre?

      —Soy Dios.

      Ante esta declaración, el grupo de jóvenes se sintió un poco incómodo pero Albéric, que decididamente tenía sangre fría, replicó:

      —¿Supongo que eso no le impedirá brindar con nosotros?

      Dios, en su infinita bondad, aceptó el ofrecimiento del joven y pronto todos estaban cómodos de nuevo.

      Volvieron a beber, reír, cantar.

      La mañana azul hacía empalidecer a las estrellas cuando pensaron en retirarse.

      Antes de despedirse de sus anfitriones, Dios admitió, con toda la gracia del mundo, que él no existía.

      Le Courrier Français,1 de septiembre de 1885

      Collage

      El doctor Joris-Abraham-W. Snowdrop, de Pigtown (Estados Unidos), había alcanzado la edad de cincuenta y cinco años sin que ninguno de sus parientes o amigos hubiesen podido endilgarle una mujer.

      El año pasado, unos días antes de Navidad, entró en la gran tienda ubicada en 37 Square (Objetos artísticos de banaloide), para comprar sus regalos de Christmas.

      El doctor fue atendido por una joven pelirroja tan encantadora que lo conmovió por primera vez en su vida. Y enseguida fue a la caja a averiguar el nombre de la muchacha.

      —Miss Bertha.

      Así que le preguntó a miss Bertha si quería casarse con él. Miss Bertha respondió que, por supuesto (of course), sí quería.

      Quince días después de este encuentro, la seductora miss Bertha se convertía en la bella mistress Snowdrop.

      A pesar de sus cincuenta y cinco años, el doctor era un marido absolutamente presentable. Abundantes cabellos de plata enmarcaban su rostro galán, siempre afeitado con esmero.

      Estaba loco por su mujercita, le daba todos los gustos con una ternura conmovedora.

      No obstante, en la noche de bodas le había dicho con terrible tranquilidad:

      —Bertha, si alguna vez me engaña, arrégleselas para que yo lo ignore.

      Y había agregado:

      —Es por su interés.

      Por entonces, el doctor Snowdrop, como muchos médicos estadounidenses, acogía en su casa como pensionista a un estudiante que asistía a su consultorio y lo acompañaba en las visitas; excelente forma de educación práctica que deberíamos aplicar en Francia. Quizás así lograríamos reducir ese índice de mortalidad que afecta tan cruelmente a la clientela de nuestros jóvenes doctores.

      El alumno del señor Snowdrop, George Arthurson, un apuesto joven de unos veinte años, era hijo de uno de los más antiguos amigos del doctor, y este lo quería como si fuera su propio hijo.

      Al joven no le resultaría indiferente la belleza de miss Bertha pero, como era un muchacho honesto, reprimió sus sentimientos en lo más hondo de su corazón y se dedicó a estudiar para mantener la mente ocupada.

      Por su parte, a Bertha también le había gustado el muchacho enseguida pero, como era una esposa fiel, quiso esperar a que George le hiciese la corte primero.

      Esta

Скачать книгу