Una noche en Montecarlo. Heidi Rice

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Una noche en Montecarlo - Heidi Rice Bianca

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había desaparecido por completo tras el funeral, y me negaba a que me importase. Ya me había torturado bastante recordándola tan suave, tan fresca y tan seductora, a pesar de su torpeza, durante la única noche que habíamos compartido. Mera ilusión, porque no había sido más pura o más fresca que yo.

      Corté el pensamiento al sentir una nueva punzada de culpa. Remy estaba muerto, y yo no podía dar marcha atrás al reloj y deshacer lo que le hice aquella noche en que Belle me miró con sus ojos color esmeralda como si yo fuera lo único que podía desear. Aquella noche había sido un desastre de principio a fin. La mejilla me dolía de uno de los bofetones que me había dado mi padre con la mano vuelta y la cabeza me zumbaba por haberme pasado con los tequilas.

      Era asqueroso que, cada vez que pensaba en mi hermano, tuviese que pensar también en ella y en sus maravillosos ojos verdes cargados de angustia y lágrimas.

      Me despedí de Freddie con la promesa de una generosa propina por su ayuda si lograba que la chica firmase conmigo y me dirigí a la zona de descanso de los pilotos. Pilotar era un trabajo duro que hacía sudar, particularmente en la primavera barcelonesa, y la chica tendría que ducharse y cambiarse antes de nada. Con la gorra del equipo de Camaro bien calada, nadie reparó en mí cuando pasé junto a los mecánicos que estudiaban los neumáticos del coche nuevo.

      Estaba en lo cierto. No estaba por allí, de modo que debía haberse ido a la zona de descanso. Ahora solo me quedaba que la suerte me siguiera sonriendo y poder pillarla a solas cuando terminase de vestirse y hacerle una oferta que no pudiera rechazar.

      Perfecto. No había nadie. Me quité la gorra mientras oía caer el agua de la ducha y me dispuse a esperar.

      El agua cesó y oí una voz que cantaba una nana en francés, una voz que me produjo una extraña picazón. ¿Por qué me resultaba tan familiar?

      Antes de que hubiera tenido tiempo de analizar la pregunta, la chica apareció en la puerta, dibujada a contraluz por la brillante luz del sol que entraba por la ventana que quedaba detrás de ella. La vio dar un respingo y tomar aire de golpe, seguramente por la sorpresa de encontrarse allí a un desconocido. Me levanté para presentarme.

      –Hola, señorita… –no pude terminar. Freddie no me había dado su nombre–. Soy Alexi Galanti, dueño y director del equipo Galanti. Necesitamos un piloto reserva para el resto de la temporada y quiero ofrecerle el puesto. No sé lo que le paga Camaro, pero se lo doblo.

      No era normal en mí ofrecerle a alguien un trabajo sin hablar antes con el equipo legal, sin revisar las credenciales del candidato y acordar un periodo de prueba. Ni siquiera le había visto bien la cara, y no la había oído hablar. ¡No sabía cómo se llamaba! Pero mi instinto me decía que tenía que meterla en mi equipo como fuera, y yo siempre confiaba en mi instinto.

      Lo que podía ver de su figura, las sutiles curvas que dibujaban unos vaqueros ceñidos y una camisa blanca, hicieron que la sangre se me bajara a la entrepierna. Quizás fuera precisamente la combinación del deseo junto con saber cómo era capaz de manejar el potente coche de Camaro lo que me empujaban porque, en realidad, no estaba seguro de qué me apetecía más: verla al volante de mi coche o bajo las sábanas de mi cama.

      Pero algo no iba bien. ¿Por qué se había quedado tan callada y tan tensa? ¿Por qué su pose parecía defensiva, como si la hubiera insultado en lugar de haberle ofrecido un contrato millonario?

      Entonces su olor me invadió. Un olor fresco, floral e inquietantemente familiar que despertó recuerdos de una noche acaecida cinco años atrás y que no había podido olvidar. Entonces se movió y la luz iluminó su cara por primera vez. Piel suave y transparente, unas pecas casi infantiles sobre la nariz, unos ojos verde esmeralda y unos rizos asalvajados y rojizos componían la imagen que yo veía en mis sueños y en mis pesadillas. Dolor, traición y deseo se aunaron en mis tripas.

      –No quiero nada de ti, Alexi –le oí decir–. Nunca lo he querido.

      Capítulo 2

      Belle

      Mentía. Hubo un tiempo en el que lo quise todo de Alexi Galati. No solo su cuerpo sino su amor, pero al verlo tan alto, tan fuerte, en vaqueros y camiseta, con aquellos pectorales que parecían haberse definido aún más en aquellos últimos cinco años, supe que aquellos deseos eran sueños infantiles nacidos del más torpe enamoramiento.

      Había encerrado esos sueños cinco años atrás, después de la cruel expulsión que me dejó sin nada, desilusionada y sola con diecinueve años. Y, como descubrí dos meses después, embarazada de él. Me negaba a permitir que volvieran a salir a la superficie porque lo encontrara más guapo y atractivo con treinta que con veinticinco.

      Yo había cumplido veinticuatro, y había sobrevivido. Y tenía un hijo maravilloso al que adoraba.

      Con las mejillas encendidas le vi quedarse inmóvil al descubrir quién era yo, y me alegré de ver que se sentía tan incómodo como yo.

      Pero otro pensamiento se materializó al segundo, llevando consigo el sentimiento de culpa con el que llevaba cinco años peleando.

      ¡No! Mi prima Jessie iba a llevar a Cai, mi hijo, al circuito aquella tarde.

      Ya sabía que era arriesgado acceder a ir a Barcelona para hacerle las pruebas al coche que había contribuido a desarrollar en mi papel de experta en combustible en el departamento de I+D de Camaro, pero Renzo, mi jefe, había insistido mucho y yo me había asegurado de que el equipo Galanti no iba a estar aquel día en la pista de pruebas.

      A Cai le encantaban los coches, y el viaje había sido para él un premio muy especial, pero no quería que se encontrara cara a cara con su padre.

      Alexi no sabía de la existencia de su hijo. Yo me hallaba aturdida después de la muerte de Remy y de la pérdida de mi trabajo y de mi vida en Mónaco, cuando descubrí que me había quedado embarazada.

      No había tenido el valor de decírselo a Alexi y, a medida que avanzaba el embarazo, más razones encontraba para justificar mi cobardía y después, en los años de vida de Cai, cada vez era más fácil no hacer esa llamada. Mi dulce, sonriente y precioso niño, que tanto se parecía a su padre pero que siempre sería mío, no tendría por qué conocer el cinismo y la frialdad del hombre que le había dado la vida. En realidad yo solo estaba protegiendo a mi hijo.

      Había visto reportajes de la vida amorosa de Alexi en la prensa, en las columnas de cotilleo y en los blogs de las famosas, y me había convencido de que nunca querría ser padre. ¿Cómo iba a querer tener ataduras y renunciar a su glamurosa vida de mujeriego para cambiar pañales?

      Pero al enfrentarme por primera vez con la posibilidad de que conociera a Cai, todas mis justificaciones empezaron a venirse abajo. No estaba preparada para enfrentarme a aquella realidad, y tampoco lo estaba mi hijo.

      –Quiero que te vayas –le dije con voz firme, aunque temblaba como una hoja por el miedo y por el calor que nunca me abandonaba cuando estaba en la misma habitación que aquel hombre.

      No había dicho nada. Se había quedado plantado en el sitio, pero se controló mucho más rápido que yo y la absoluta sorpresa que había aparecido en su cara quedó escondida tras una máscara de cinismo que recordaba perfectamente del día que nos separamos en el cementerio, a pesar de que el calor de su mirada contaba otra historia, un calor que reconocía perfectamente de la fatídica noche en que Cai fue concebido.

      ¿Cómo podíamos seguir deseándonos

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