Una noche en Montecarlo. Heidi Rice

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Una noche en Montecarlo - Heidi Rice Bianca

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le había dicho quién era el padre de Cai, y ella no sabía nada de carreras de coches, así que no iba a reconocer a mi antiguo empleador, pero era obvio que había notado el parecido.

      –Hombre, sin decir ni mu… pero ha sido poco –se rio–. ¿Me lo llevo a ver si puede subirse al coche? –preguntó, cazando al vuelto la situación.

      «Gracias, Jessie. Eres mi salvadora. Otra vez».

      –Genial –contesté, y tuve que aclararme la garganta. El agradecimiento que sentía por aquella mujer me estaba ahogando–. Yo voy dentro de un momento.

      –¡Sí! –exclamó Cai, dando un salto y lanzando un puño al aire–. Ven pronto, mamá, que quiero que me veas en el coche. Y que me hagas fotos para enseñárselas a Imran –añadió, refiriéndose a su mejor amigo del colegio.

      Iba a correr hacia Jessie, pero se frenó en seco. Acababa de darse cuenta de la presencia de Alexi.

      –Hola –dijo, con la confianza de un niño de cuatro años al que nada intimidaba–. ¿Eres amigo de mi mamá?

      Alexi miró a su hijo sin pronunciar palabra, y la culpa que tanto tiempo llevaba evitando me engulló.

      ¿Había hecho algo terrible al no decirle nada a Alexi?

      –Sí –contestó, con la voz cargada de emoción, bebiéndose hasta el último detalle de las facciones de su hijo.

      Pero era mentira. No era mi amigo, sino mi adversario.

      Menos mal que el niño no lo percibió en su mirada al correr hasta Jessie. Pero desde la puerta se dio la vuelta y le dedicó una de sus más brillantes sonrisas.

      –Tú también puedes venir a verme en el coche si quieres.

      Alexi asintió.

      –Vale.

      Jessie lo sacó de la habitación y me miró preocupada.

      –Tómate el tiempo que necesites.

      Se me ocurrió que una eternidad no sería suficiente mientras cerraban la puerta. Yo sola me había metido en aquel lío e iba a tener que encontrar el modo de salir, si es que era posible.

      El silencio descendió como un sudario mientras esperaba que el hacha cayera, pero cuando Alexi habló, dijo lo último que yo me esperaba.

      –El parecido de tu hijo con Remy es sorprendente. ¿Por qué demonios no me dijiste que estabas embarazada de él cuando te eché?

      Por un instante no comprendí, pero luego recordé su acusación junto a la tumba de su hermano. Que los dos lo habíamos engañado. Que Remy y yo éramos más que amigos.

      ¿Y si le dejaba creerlo? Si le decía que Casi era hijo de Remy, no tendría derecho alguno sobre mi hijo. Sobre nuestro hijo.

      Pero la nube de culpa que tanto tiempo había contenido no me dejó seguir con ese razonamiento. Entre nosotros había habido tantas mentiras, tantas omisiones que nos habían llevado donde nos encontrábamos en aquel momento que tenía que decirle la verdad por dura que fuese.

      –No se parece a Remy, Alexi. Nunca me acosté con tu hermano. Tú fuiste mi primer amante.

      «Mi único amante», estuve a punto de decir, pero Alexi no necesitaba saber que ningún otro hombre me había hecho sentir lo que sentía por él. Lo que seguía sintiendo por él, si el pulso de calor que palpitaba en mi abdomen tenía algún significado.

      –Cai no es hijo de Remy –continué, porque parecía desconfiado y confuso, y el cinismo de sus facciones se había tornado en piedra. Respiré hondo–. No es hijo de tu hermano, Alexi. Es hijo tuyo.

      Capítulo 3

      Alexi

      Miré a Belle, atónito.

      Me había dado cuenta, en cuanto el niño entró en tromba y se agarró a las piernas de su madre, que era un Galanti. Su carita redonda, aquella mata de rizos oscuros y su abierta personalidad bombardeando a su madre con preguntas y peticiones era tan parecida a la de Remy a su misma edad que había sido como ver un fantasma. El fantasma del hermano perdido, del hermano que seguía echando en falta, la única persona que me había conocido de verdad.

      La sorpresa había sido lo primero, pero rápidamente se había visto apartada por una emoción que no era capaz de identificar y, lo que es peor aún, no podía controlar. Era aguda como el dolor, la pérdida y la culpa que me habían doblegado durante cinco años, pero mezclada con dicha, la alegría de ver aquella carita feliz que pensé que nunca volvería a ver.

      No era hijo de Remy, sino mío. Eso había dicho. Pero yo no la creí. O mejor, no quise creerla.

      ¿Cómo podía ser mío? Yo no era padre, y nunca podría serlo. No lo merecía.

      ¿Cómo saber que no mentía? Me había dicho que yo había sido el primero, pero ¿cómo podía ser eso, si Remy y ella eran como gemelos desde que su madre llegó a trabajar para nosotros?

      El deseo que pululaba en segundo plano me asaltó al recordar la intensa conexión física de nuestra única noche juntos: la suavidad de su piel, sus gemidos entrecortados cuando la penetré y el placer incontenible que me provocó hacerlo.

      No había usado preservativo porque no estaba lo bastante sobrio, ni era lo bastante inteligente para pensar en ello. Y al día siguiente, cuando quise verla, el accidente de Remy y su muerte hicieron que me olvidara de todo excepto de mi sentimiento de culpa por haberme acostado con su chica, por utilizarla para salvarme de mi soledad…

      Me pasé la mano por el pelo y estudié su rostro, preguntándome si de verdad importaba quién de los dos era el padre de aquel niño. Si era un Galanti, tenía que protegerlo, darle el apellido de la familia, hacerlo mi heredero… y averiguar por qué no me había enterado de su existencia.

      El rostro de Belle era la viva imagen de la integridad, pero podía ver la culpa en su mirada y mi cinismo habitual volvió con toda su fuerza. ¿En qué estaba pensando? ¡Por supuesto que no me había dicho la verdad! Las mismas razones por las que había acudido a mí aquella noche se aplicaban en aquel caso. Además, no tenía prueba de su supuesta inocencia. ¿Había sangrado en nuestro encuentro? Estaba casi seguro de que no, pero me avergonzaba demasiado de mí mismo, de mis actos, del sorprendente placer obtenido de nuestra unión, que no podía estar seguro.

      Me había respondido con una intensidad que me había dejado sin aliento. Aún soñaba con sus suaves gemidos mientras se abrazaba a mí y me llevaba a un clímax tan intenso que su eco me había despertado muchas noches desde entonces, sudoroso, desesperado y excitado. ¿Eso era normal en una virgen? ¿Cómo iba a saberlo yo? Era la primera vez que estaba con una porque no quería cargar con esa responsabilidad. Ni quería entonces, ni ahora.

      –¿En serio? ¿De verdad esperas que me crea que nunca te acostaste con Remy?

      –Te estoy diciendo que Cai es hijo tuyo, no de Remy, y si te lo crees o no es cosa tuya.

      Iba a salir de allí, pero la sujeté por un brazo. La emoción me palpitaba con tanta fuerza contra las costillas que casi no

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