El señor presidente. Miguel Angel Asturias

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El señor presidente - Miguel Angel Asturias Cõnspicuos

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a levantarse!... ¡Ay, Dios, si por poco lo matan!... ¡Preste, no tenga miedo, no grite, que no le estoy haciendo nada malo! Pasé por aquí, lo vide botado y...

      —Vi que lo desenterrabas —rompió a decir una voz a sus espaldas— y regresé porque creí que era algún conocido; saquémoslo de aquí...

      El leñador volvió la cabeza para responder y por poco se cae del susto. Se le fue el aliento y no escapó por no soltar al herido, que apenas se tenía en pie. El que le hablaba era un ángel: tez de dorado mármol, cabellos rubios, boca pequeña y aire de mujer en violento contraste con la negrura de sus ojos varoniles.Vestía de gris. Su traje, a la luz del crepúsculo, se veía como una nube. Llevaba en las manos finas una caña de bambú muy delgada y un sombrero limeño que parecía una paloma.

      —¡Un ángel... —el leñador no le desclavaba los ojos—, ...un ángel —se repetía—, ...un ángel!

      —Se ve por su traje que es un pobrecito —dijo el aparecido—. ¡Qué triste cosa es ser pobre!...

      —Sigún; en este mundo todo tiene sus asigunes. Véame a mí; soy bien pobre, el trabajo, mi mujer y mi rancho, y no encuentro triste mi condición —tartamudeó el leñador como hablando dormido para ganarse al ángel, cuyo poder, en premio a su cristiana conformidad, podía transformarlo, con sólo querer, de leñador en rey.Y por un instante se vio vestido de oro, cubierto por un manto rojo, con una corona de picos en la cabeza y un cetro de brillantes en la mano. El basurero se iba quedando atrás...

      —¡Curioso! —observó el aparecido sacando la voz sobre los lamentos del Pelele.

      —Curioso ¿por qué?... Después de todo, somos los pobres los más conformes. ¡Y qué remedio, pues!...Verdá es que con eso de la escuela los que han aprendido a “lér” andan influenciados de cosas imposibles. Hasta mi mujer resulta a veces triste porque dice que quisiera tener alas los domingos.

      El herido se desmayó dos y tres veces en la cuesta, cada vez más empinada. Los árboles subían y bajaban en sus ojos de moribundo, leomo los dedos de los bailarines en las danzas chinas. Las palabras de los que le llevaban casi cargado recorrían sus oídos haciendo equis como borrachas en piso resbaloso. Una gran mancha negra le agarraba la cara. Resfríos repentinos soplaban por su cuerpo la ceniza de las imágenes quemadas.

      —¿Conque tu mujer quisiera tener alas los domingos? —dijo el aparecido.Tener alas, y pensar que al tenerlas le serían inútiles.

      —Ansina, pue, bien que ella dice que las quisiera para irse a pasear, y cuando está brava conmigo se las pide al aire.

      El leñador se detuvo a limpiarse el sudor de la frente con la chaqueta, exclamando:

      —¡Pesa su poquito!

      En tanto, el aparecido decía:

      —Para eso le bastan y le sobran los pies; por mucho que tuviera alas no se iría.

      —De cierto que no, y no por su bella gracia, sino porque la mujer es pájaro que no se aviene a vivir sin jaula, y porque pocos 32 serían los leños que traigo a memeches para rompérselos encima —en esto se acordó de que hablaba con un ángel y apresuróse a dorar la píldora—, con divino modo, ¿no le parece?

      El desconocido guardó silencio.

      —¿Quién le pegaría a este pobre hombre? —añadió el leñador para cambiar de conversación, molesto por lo que acababa de decir.

      —Nunca falta...

      —Verdá que hay prójimos para todo... A éste sí que sí que... lo agarraron como matar culebra: un navajazo en la boca y al basurero.

      —Sin duda tiene otras heridas.

      —La del labio pa mí que se la trabaron con navaja de barba, y lo despeñaron aquí, no vaya usté a crer, para que el crimen quedara oculto.

      —Pero entre el cielo y la tierra...

      —Lo mesmo iba a decir yo.

      Los árboles se cubrían de zopilotes ya para salir del barranco y el miedo, más fuerte que el dolor, hizo callar al Pelele; entre tirabuzón y erizo encogióse en un silencio de muerte.

      El viento corría ligero por la planicie, soplaba de la ciudad al campo, hilado, amable, familiar...

      El aparecido consultó su reloj y se marchó de prisa, después de echar al herido unas cuantas monedas en el bolsillo y despedirse del leñador afablemente.

      El cielo, sin una nube, brillaba espléndido. Al campo asomaba el arrabal con luces eléctricas encendidas como fósforos en un teatro a oscuras. Las arboledas culebreantes surgían de las tinieblas junto a las primeras moradas:casuchas de lodo con olor de rastrojo, barracas de madera con olor de ladino, caserones de zaguán sórdido, hediendo a caballeriza, y posadas en las que era clásica la venta de zacate, la moza con traído en el Castillo de Matamoros y la tertulia de arrieros en la oscuridad.

      El leñador abandonó al herido al llegar a las primeras casas; todavía le dijo por dónde se iba al hospital. El Pelele entreabrió los párpados en busca de alivio, de algo que le quitara el hipo, pero su mirada de moribundo, fija como espina, clavó su ruego en las puertas cerradas de la calle desierta. Remotamente se oían clarines, sumisión de pueblo nómada, y campanas que decían por los fieles difuntos de tres en tres toques trémulas: ¡Lás-tima!... ¡Lás-tima!... ¡Lás-tima!...

      Un zopilote que se arrastraba por la sombra lo asustó. La queja rencorosa del animal quebrado de un ala era para él una amenaza.Y poco a poco se fue de allí, poco a poco, apoyándose en los muros, en el temblor inmóvil de los muros, quejido y quejido, sin saber adónde, con el viento en la cara, el viento que mordía hielo para soplar de noche. El hipo lo picoteaba...

      El leñador dejó caer el tercio de leña en el patio de su rancho, como lo hacía siempre. El perro, que se le había adelantado, lo recibió con fiestas. Apartó el can y, sin quitarse el sombrero, abriéndose la chaqueta como murciélago sobre los hombros, llegóse a la lumbre encendida en el rincón donde su mujer calentaba las tortillas, y le refirió lo sucedido.

      —En el basurero encontré un ángel...

      El resplandor de las llamas lentejueleaba en las paredes de caño y en el techo de paja, como las alas de otros ángeles.

      Escapaba del rancho un humo blanco, tembloroso, vegetal.

      V · ¡Ese animal!

      El secretario del Presidente oía al doctor Barreño.

      —Yo le diré, señor secretario, que tengo diez años de ir diariamente a un cuartel como cirujano militar. Yo le diré que he sido víctima de un atropello incalificable, que he sido arrestado, arresto que se debió a..., yo le diré, lo siguiente: en el Hospital Militar se presentó una enfermedad extraña; día a día morían diez y doce individuos por la mañana, diez y doce individuos por la tarde, diez y doce individuos por la noche.Yo le diré que el Jefe de Sanidad Militar me comisionó para que en compañía de otros colegas pasáramos a estudiar el caso e informáramos a qué se debía la muerte de individuos que la víspera entraban al hospital buenos o casi buenos.Yo le diré que después de cinco autopsias

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