El señor presidente. Miguel Angel Asturias

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El señor presidente - Miguel Angel Asturias Cõnspicuos

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pareces hombre...

      —Pero ¡déjame hablar! Si yo me llevara de anónimos no estarías aquí en mi casa —Barreño se registraba los bolsillos con la mano febril y el gesto en suspenso—; no estarías aquí en mi casa.Toma: lee...

      Pálida, sin más rojo que el químico bermellón de los labios, tomó ella el papel que le tendía su marido y en un segundo le pasó los ojos:

      Doctor: aganos el fabor de consolar a su mujer, ahora que “el hombre de la mulita” pasó a mejor bida. Consejo de unos amigos y amigas que le quieren.

      Con una carcajada dolorosa, astillas de risa que llenaban las probetas y retortas del pequeño laboratorio de Barreño, como un veneno a estudiar, ella devolvió el papel a su marido. Una sirvienta acababa de decir a la puerta:

      —¡Ya está servida la comida!

      * * *

      En Palacio, el Presidente firmaba el despacho asistido por el viejecito que entró al salir el doctor Barreño y oír que llamaban a ese animal.

      Ese animal era un hombre pobremente vestido, con la piel rosada como ratón tierno, el cabello de oro de mala calidad, y los ojos azules y turbios perdidos en anteojos color de yema de huevo.

      El Presidente puso la última firma y el viejecito, por secar de prisa, derramó el tintero sobre el pliego firmado.

      —¡Animal!

      —¡Se ...ñor!

      —¡Animal!

      Un timbrazo..., otro..., otro... Pasos y un ayudante en la puerta.

      —¡General, que le den doscientos palos a éste, ya ya! —rugió el Presidente; y pasó en seguida a la Casa Presidencial. La comida estaba puesta.

      A ese animal se le llenaron los ojos de lágrimas. No habló porque no pudo y porque sabía que era inútil implorar perdón: el Señor Presidente estaba como endemoniado con el asesinato de Parrales Sonriente.A sus ojos nublados asomaron a implorar por él su mujer y sus hijos: una vieja trabajada y una media docena de chicuelos flacos. Con la mano hecha un garabato se buscaba la bolsa de la chaqueta para sacar el pañuelo y llorar amargamente —¡y no poder gritar para aliviarse!—, pensando, no como el resto de los mortales, que aquel castigo era inicuo; por el contrario, que bueno estaba que le pegaran para enseñarle a no ser torpe —¡y no poder gritar para aliviarse!—, para enseñarle a hacer bien las cosas, y no derramar la tinta sobre las notas —¡y no poder gritar para aliviarse!...

      Entre los labios cerrados le salían los dientes en forma de peineta, contribuyendo con sus carrillos fláccidos y su angustia a darle aspecto de condenado a muerte. El sudor de la espalda le pegaba la camisa acongojándole de un modo extraño.

      ¡Nunca había sudado tanto!... ¡Y no poder gritar para aliviarse! Y la basca del miedo le, le, le hacía tiritar...

      El ayudante le sacó del brazo como dundo, embutido en una torpeza macabra: los ojos fijos, los oídos con una terrible sensación de vacío, la piel pesada, pesadísima, doblándose por los riñones, flojo, cada vez más flojo.

      Minutos después, en el comedor:

      —¿Da su permiso, Señor Presidente?

      —Pase, general.

      —Señor, vengo a darle parte de ese animal que no aguantó los doscientos palos.

      La sirvienta que sostenía el plato del que tomaba el Presidente, en ese momento, una papa frita, se puso a temblar... —Y usted, ¿por qué tiembla? —la increpó el amo.Y volviéndose al general que, cuadrado, con el quepis en la mano,

      esperaba sin pestañear—: ¡Está bien, retírese!

      Sin dejar el plato, la sirvienta corrió a alcanzar al ayudante y le preguntó por qué no había aguantado los doscientos palos. —¿Cómo por qué? ¡Porque se murió!

      Y siempre con el plato, volvió al comedor.

      —¡Señor —dijo casi llorando al Presidente, que comía tranquilo—, dice que no aguantó porque se murió! —¿Y qué? ¡Traiga lo que sigue!

      VI · La cabeza de un general

      Miguel Cara de Ángel, el hombre de toda la confianza del Presidente, entró de sobremesa.

      —¡Mil excusas, Señor Presidente! —dijo al asomar a la puerta del comedor. (Era bello y malo como Satán.)—. ¡Mil excusas, Señor Presidente, si vengo-ooo... pero tuve que ayudar a un leñatero con un herido que recogió de la basura y no me fue posible venir antes! ¡Informo al Señor Presidente que no se trataba de persona conocida, sino de uno así como cualquiera!

      El Presidente vestía, como siempre, de luto riguroso: negros los zapatos, negro el traje, negra la corbata, negro el sombrero que nunca se quitaba; en los bigotes canos, peinados sobre las comisuras de los labios, disimulaba las encías sin dientes, tenía los carrillos pellejudos y los párpados como pellizcados.

      —¿Y se lo llevó adonde corresponde?... —interrogó desarrugando el ceño...

      —Señor...

      —¡Qué cuento es ése! ¡Alguien que se precia de ser amigo del Presidente de la República no abandona en la calle a un infeliz herido víctima de oculta mano!

      Un leve movimiento en la puerta del comedor le hizo volver la cabeza.

      —Pase, general...

      —Con el permiso del Señor Presidente... —¿Ya están listos, general?

      —Sí, Señor Presidente...

      —Vaya usted mismo, general; presente a la viuda mis condolencias y hágale entrega de esos trescientos pesos que le manda el Presidente de la República para que se ayude en los gastos del entierro.

      El general, que permanecía cuadrado, con el quepis en la diestra, sin parpadear, sin respirar casi, se inclinó, recogió el dinero de la mesa, giró sobre los talones y, minutos después, salió en automóvil con el féretro que encerraba el cuerpo de ese animal.

      Cara de Ángel se apresuró a explicar:

      —Pensé seguir con el herido hasta el hospital, pero luego me dije: “Con una orden del Señor Presidente lo atenderán mejor”.Y como venía para acá a su llamado y a manifestarle una vez más que no me pasa la muerte que villanos dieron por la espalda a nuestro Parrales Sonriente...

      —Ya daré la orden...

      —No otra cosí podía esperarse del que dicen que no debía gobernar este país...

      El Presidente saltó como picado.

      —¿Quiénes?

      —¡Yo, el primero, Señor Presidente, entre los muchos que profesamos la creencia de que un hombre como usted debería gobernar un pueblo como Francia, o la libre

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