Bajo sospecha. Сара Крейвен
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–¿No podría esperar hasta mañana? –Kate se arrodilló en el sofá y alargó un brazo para asirle la mano–. Te… te he echado de menos.
–He de salir pronto para Whitmead. Tengo que terminarlo hoy –se soltó la mano y pasó un dedo por la curva de la mejilla de ella–. Iré a toda velocidad.
–¿Es una promesa? –arrastró las palabras, mirándolo con ojos entornados.
–Compórtate –se inclinó y plantó un beso fugaz en su cabeza–. Te veré más tarde –recogió el maletín y se dirigió a su despacho, cerrando la puerta a su espalda.
Kate permaneció un momento donde estaba con la mirada en el vacío, luego recogió las copas de vino y las llevó a la cocina para lavarlas. Pudo ver su reflejo en la ventana encima del fregadero, pálida, la boca tensa y los ojos muy abiertos.
«Parezco… asustada», pensó aturdida. Pero no había nada de lo que asustarse, ¿verdad?
Sin duda no había sido un encuentro ideal. La reacción de Ryan a su regreso súbito no fue la que Kate había esperado. Aunque él siempre se preocupaba cuando el libro en el que trabajaba llegaba a una página determinada. En circunstancias normales, ella no lo habría vuelto a considerar.
Pero la vida ya no era normal. La carta anónima lo había cambiado todo. Esas ocho palabras habían eliminado las certezas. Y habían introducido el miedo que veía en sus ojos.
Ryan dijo que había estado investigando. Pero, ¿para qué clase de investigación se vestiría con chaqueta y corbata? Y la comida que había mencionado… ¿la tomó solo?
«¿Por qué no se lo pregunto?», reflexionó Kate, enroscando un mechón de pelo alrededor de un dedo en un gesto de la infancia. «¿Por qué no averiguo exactamente dónde ha estado? Y que incluso mencione el nombre del restaurante. ¿Quizá se debe a que no deseo oír las respuestas? ¿Porque tengo miedo de lo que puedo descubrir?» Experimentó un escalofrío y le dio la espalda a la cara tensa que la miraba desde el cristal.
Puede que Ryan no se sintiera desbordado al verla, pero ya no eran recién casados, por el amor del cielo. Eso no hacía que fuera culpable de nada. Y tampoco había un motivo real para que él cambiara sus planes. Ambos eran adultos con sus respectivas vidas.
Y tampoco quería ir a ver a la familia de Ryan el domingo. No quería encontrarse con Sally y Ben y sus hijos ni oír las comparaciones. «Sé sincera. No deseas otra pelea en el viaje de vuelta».
Y tampoco debía ser intransigente con los padres de Ryan, ni siquiera en pensamiento, añadió con pesar. Porque los dos le caían bien… aunque la calidez, el encanto y la energía desbordante de la señora Lassiter la hicieran sentirse incómoda en ocasiones.
Sencillamente, no estaba acostumbrada al abierto afecto de la familia, a la franqueza en los temas personales. Su educación había sido muy diferente.
Suspiró y regresó al salón y durante un instante miró la puerta cerrada del despacho de Ryan. No había nada en el mundo que pudiera impedirle atravesar el espacio que los separaba.
Podría abrir esa puerta, entrar y preguntarle cuánto iba a tardar. Ya lo había hecho otras veces, y en muchas primero había dejado la ropa que llevaba tirada en el suelo.
Pero a pesar de que la boca se le curvó en una sonrisa reminiscente, sabía que esa noche no lo iba a hacer.
Cuando antes le rodeó la cintura con los brazos, él la abrazó, pero sin pasión. No hubo intimidad en su contacto. En el pasado la habría pegado a su cuerpo, habría buscado su boca y sus manos habrían redescubierto todas las rutas dulces y sensuales hacia su deseo mutuo.
Nunca antes se había ofrecido y sido rechazada.
«Aunque no fue un rechazo real», se tranquilizó rápidamente. Después de todo, había dicho después, ¿no?
Pero, aunque ya era después, sabía que no iba a correr el riesgo. Dejaría que fuera él quien esa noche estableciera los parámetros.
Subió al dormitorio. En la cómoda encontró el camisón que por impulso compró el mes pasado y que aún no había estrenado. Lo extendió y lo observó con satisfacción.
Era de satén color crema, de sencillez clásica, con el corpiño muy revelador bajo las tiras de los hombros y la parte inferior para que exhibiera una ceñida caída.
«Era seductor», pensó. Nunca se presentaría una ocasión mejor para probar su efecto.
Se lo puso, se soltó el pelo sobre los hombros y añadió un toque de Patou’s Joy en el cuello, las muñecas y los pechos.
Luego, dejando una lámpara tenue encendida, se echó sobre la cama para esperarlo.
«Y veremos si mañana se va temprano a Whitmead», pensó con una sonrisa. «O si tendrá que llamar a sus padres para informarles de que no podrá ir. Qué pena».
No dejó de girar la cabeza hacia las escaleras, con cada sentido alerta ante cualquier sonido o señal de movimiento. Pero no hubo nada. Ryan había dicho que no tardaría, pero el tiempo se hizo interminable.
Recordó la respiración profunda que había aprendido en sus clases de yoga en la universidad y su efecto balsámico. Se dejó hundir en el colchón y mientras inhalaba contó en silencio, contuvo el aliento y luego lo soltó poco a poco.
Gradualmente sintió que la tensión interior se mitigaba, pero al mismo tiempo empezó a sentir pesados los párpados.
«Dormir», pensó somnolienta. «No debo dormirme. Tengo que esperar… esperar a Ryan…»
Fue el frío lo que la despertó. Se sentó con un escalofrío, y girar la cabeza le reveló que seguía sola. El reloj le indicó que era más allá de la medianoche. Salió de la cama, se puso la bata y bajó al salón.
Ryan estaba dormido en uno de los sofás. La televisión zumbaba con la pantalla en blanco.
Kate la apagó antes de inclinarse sobre su marido para moverle el hombro con delicadeza.
–Ryan –susurró–. Cariño, no puedes quedarte aquí. Ven a la cama… por favor.
Él musitó algo ininteligible, pero no se movió, ni siquiera cuando ella lo sacudió con más fuerza.
Aguardó un momento más, luego, con gesto derrotado, volvió al dormitorio. Incluso bajo las sábanas, la cama grande era fría y nada invitadora.
«Bueno», pensó, «se quedó dormido ante el televisor. Sucede. No es nada importante».
Y de pronto descubrió que tenía muchas ganas de llorar. Porque sí era importante.
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