Tierra fresca de su tumba. Giovanna Rivero

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Tierra fresca de su tumba - Giovanna Rivero Candaya Narrativa

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indio le causa gracia el acento fuertemente oriental del menonita, las palabras mutiladas por la respiración llena de oxígeno. ¿Cómo sería Walter Lowen de haber llevado a su familia a un pueblo montañoso? A El Alto, por ejemplo. Allí nada habría quedado impune. Los hombres se habrían alzado llenos de coraje y hambre de lobos, y las mujeres, esas peor, esas sí. Gasolina, kerosene, alcohol, palos, dinamita, piedras, lo que sea habrían agarrado para hacer justicia. Y el culpable, ¡ay del culpable!, convertido en inmensa antorcha de redención, habría clamado piedad hasta que se le reventara la garganta mientras las gentes le espetarían su delito. Pero estos menonitas cambas confían demasiado. A lo mucho, como este señor, el Walter Lowen, desertan, según dice, como si fuera soldado de la Guerra del Chaco. Pero la Pachamama no entierra así nomás el pasado. Ni aunque sean alemanes cambas, o de dónde serán pues, pero ni así se hace tres cruces al daño.

      —Yo primero pensé que habías desertado por el gobierno. Ahora ya no es posible tener tanta tierra para uno solito ni aunque seas un grupo grande como los menonitas —dice el indio—. En el Paraguay también les han expropiado. Antes, claro, ustedes los gringos de las sectas llegaban invitados por los gobiernos. El MNR ha sido el más abierto. El Víctor Paz Estenssoro, con su Revolución de la Reforma Agraria del 52, ha repartido tierras como si fuera chicha o singani. Toma, para ti, a los japoneses; toma, para ti, a los menonitas. Obreros en las minas, campesinos a sembrar, diciendo. Claro que eran tierras cerradas, ¿no? Bien duro les ha tocado a ustedes trabajar la tierra, doblegar la selva, abrir caminos, alzar sus casitas, ¿no? Pero si te das cuenta, señor Lowen, no hay mal que por bien no venga; así es nomás, ¿no? Lo que le ha pasado a tu hija te ha obligado a salir como alma que lleva el diablo —Ríe el indio de su ironía, contento de esa sagacidad cultural que le nace de algún lugar más profundo que su propio temperamento.

      —Ha sido una tragedia…

      —Disculpame, señor Lowen, pero es verdad. Has dejado tu Manitoba justo antes de que llegue el gobierno a parcelar esas tierras. Bien lindas deben ser esas tierras. Bien a tiempo has desertado, señor Lowen. Bienvenido a esta parte, señor Lowen —Ríe el indio, a tiempo de meterse otro bollo de ese oro verde maravilloso que a Elise le produce tanto deseo. No ser vaca y comer loca de alegría el pasto tierno de las praderas.

      VII

       “Serás mi mujer, Elise Lowen. Cuando yo quiera. Como esta noche. Hoy eres mi hembra. Yo entraré en ti en las noches, en tus sueños. Vendré siempre y me llevaré tu aliento. Qué tibio es tu aliento. Y el sabor de tu cuello”.

       –Elise, Elise, levántate, Elise.

      —¿Madre?

      —¿Con qué soñabas, Elise? Ya no sueñes así, hija mía. Olvida, olvida.

       –Madre…

       –Nos vamos, Elise. Ayúdame. Recoge la ropa. Mete nuestros zapatos en una caja.

      —¿Nos vamos? ¿Adónde?

       –Lejos, Elise. A Santa Cruz. Allá vas a parir.

      VIII

      Este es, dice Walter Lowen, señalando con su mentón rubio al hombre de overol azul que se acerca. El indio se mete otro bollo de coca, Elise también quisiera meterse algo a la boca, un bosque completo, hojas y flores, espinas incluso, para aquietarse ella y aquietar al bulto que ahora se ha ensañado con su pelvis golpeándola con terquedad, como si el cuerpito de la joven no fuera hogar suficiente para nadie, como una asfixia que crece adentro y afuera. Es que Elise ha reconocido al hombre del turbión. Es decir, no lo ha reconocido, no debería reconocerlo, no tendría cómo, pero el lunar de arroz de ese hombre le sirve como esos puntos desde los que se comienza un dibujo. Es su miedo el que completa los rasgos de aquella cara tan cerca de la suya. No confía en sus recuerdos y sin embargo todavía siente el aguijón que le parte el pecho y permite que un vendaval negro la atraviese, rasgándola como se rasga un corte de tela, de extremo a extremo, sin posibilidad de volver a zurcirse. Recuerda que ella dormía, cansada de acarrear los moldes de queso del galpón al comedor de la cabaña, pues el río descuajado por el turbión avanzaba como un demonio, un monstruo que se rompía en mil tentáculos de agua, metiéndose en los galpones. Las cabañas se salvaban porque estaban sostenidas por fortísimas estacas que los hombres de la comunidad habían anclado en las colinas, ayudándose unos a otros. Ella dormía, sí, cuando ese olor pestilente, esa mezcla de veneno, detergente y sudor, la tomó como un vaho, el vaho de azufre que el Pastor Jacob decía que el diablo dejaba al pasar.

       ¿Te gusta esto, Elise? ¿Lo habías hecho antes? Ni en sueños, ¿verdad?

      Walter Lowen tuvo que aceptar que su hijita, la virgen Elise Lowen, había sido la elegida del enemigo. Era una prueba para todos. Al principio, Elise no negó, no corrigió, no compartió sus sospechas. Luego se impuso la visión de Joshua Klassen rociándole el espray que usaba para dormir el ganado cuando lo intervenían, ya fuese para castrarlo, curarle los cascos o arrancarle terneros muertos. Fue él, dijo entonces Elise. Pero el rumor de que el diablo había instalado un reino temporal en Manitoba era ya una verdad inmensa, como verdad era la media luna de su pancita de niña.

       ¿Lo habías hecho antes?

      Pero allí está otra vez, Joshua Klassen. Allí, como un fantasma olfativo, la estela nefasta de ese espray narcotizante que esa noche aplastaba para siempre la dignidad de la cabaña Lowen.

      Serás mi mujer. Yo entraré en tus noches, en tu cuerpo, en tu cuello. Siempre. Entraré, Elise. Y toma la mano joven de Elise y con ella se rodea el miembro hinchado, la obliga a conocer, incluso en la inconsciencia vil, que es en ese áspid donde el diablo fermenta lo suyo. Hueles a ternero, Elise. Así me gusta. Así. Y tu llanto, Elise, cuánto me enciende. Anda, llórame en la oreja, ternerita Lowen.

      No, no es la conciencia de Elise la que recuerda a Joshua Klassen suspendiéndole el camisón, quitándole el calzón de hilo, ensalivando su vulva apretada, montándola como una vez ella misma lo había sorprendido, qué horror, haciéndoselo a la pobre vaca de los Welkel, a la que ella secretamente llamaba “Carolina”, como en un cuento canadiense que le había narrado la vieja Anna, advirtiéndole, eso sí, que era un agravio darles nombres a los animales porque el Señor los había puesto sobre la faz de la tierra para que el hombre los dominara. Y sí, Joshua Klassen había dominado a Carolina con la misma asquerosa lascivia con que la había tomado a ella en el sueño de azufre.

       Entraré en ti como he entrado en Carolina. Vas a mugir en mi oído, Elise Lowen.

      De modo que no entiende por qué su padre, Walter Lowen, la ha obligado a quedarse. ¿Acaso busca que ella pida perdón por su pecado, por la vergüenza, por la deserción? ¿Que aclare que no fue ella quien cayó en la terrible tentación, en la trampa hedionda de espray y baba, y que sus susurros le produjeron asco aun en la inconsciencia? No está bien que Elise sienta lo que siente, pero el relámpago de la abominación la hace desear ser hija del indio. Cuánto mejor protegida se habría sentido.

      Elise, sin embargo, se aferra a su última mansedumbre cuando Walter Lowen le pasa la mano por la espalda, sosteniéndole suavemente esa columna de muchachita que va cediendo, curvándose ante las demandas del útero crecido. Confía en él y en lo mucho que su padre la ama. Por otra parte, lo conoce muy bien y sabe que es capaz de dar la otra mejilla sin pestañear. Como cuando invitó a cenar en su propia mesa al ladrón que le había arrebatado la mochila con la ganancia de seis meses. Le pagó al viaje

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