Tierra fresca de su tumba. Giovanna Rivero

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Tierra fresca de su tumba - Giovanna Rivero Candaya Narrativa

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esa mejilla tantas veces lastimada. Esta vez se trata de ella. En todo caso, piensa Elise, conteniendo las ganas de llorar, es su mejilla, es su vientre, es su futuro agraviado, embarrado, sucio. Elise mira turbada a su padre, quiere que él le explique por qué ha citado al hermano Klassen a esa absurda reunión. Por favor, que le explique.

      Ajeno a esas ideas que pelean como aves carroñeras en la cabeza de Elise, Walter Lowen mira fijamente a Joshua Klassen y le da la bienvenida. En plautdietsch le dice:

      —Qué bueno que has venido, hermano Joshua, hoy vamos a hacer negocios.

      Y Joshua Klassen sonríe y se atreve a sonreírle a Elise sin ceder ni por un segundo a bajar la vista hasta ese vientre en el que ha dejado una semilla indeseada. Pobre Elise, pobre Carolina.

      El indio también se acerca. Le extiende la mano al recién llegado.

      —Así que tú eres el Joshua —Sonríe el indio. Elise comienza a simpatizar con esa sonrisa, comienza a comprenderla. El lodo, los horribles edificios de ladrillo visto, esa naturaleza urbana de árboles amarillentos, ya no le parecen tan feos. Hay algo que el indio puede hacer por ella, por los Lowen, intuye Elise.

      —Este es el negocio —Comienza su explicación el indio, invitando a los menonitas a acercarse hasta el pozo de tierra todavía fresca–. No puedes levantar nada próspero, ni una humilde choza, si no pides perdón.

      —¿Perdón? —Enarca las cejas Joshua Klassen–. —¿Perdón a quién? —Mira furibundo, colorado, al hermano desertor, con el que quizás no ha debido reunirse ahora que toda la colonia se avergüenza de su cobardía. Huir, huir de su destino. ¡Vaya hijo de Dios!

      —A la Pachamama, pues, ¿a quién más va a ser? No es nomás pedirle solidez para el cimiento, ¿no? Hay que ofrendarle algún fruto, un feto de llama, unos caramelos, ¡algo! –Se ríe el indio con convulsiones de felicidad. Elise quiere volver a sentir eso, las cosquillas, los pulmones a punto de explotar porque la vida entera es demasiado brillante para soportarla en su desnudez.

      Joshua Klassen se contagia de la risa portentosa del indio. Elise lo ve temblar en esa risa prestada, embriagándose de algo, de un bienestar inmerecido, supone, tambaleando el enorme cuerpo al que su padre no ha sido capaz de enfrentarse, las manos velludas, todo lo de animal que el Señor ha permitido en nosotros. Elise lo odia. Quizás por eso no puede distinguir el destello de felicidad cuando los hechos se desencadenan perfectos en su violencia, súbitos y hermosos en su sencillez: el indio, todavía riendo, empuja a Joshua Klassen al pozo hondísimo, mientras Walter Lowen, desertando una vez más de su propia salvación, se sube de un salto al tractor y comienza a devolver a las fauces de la obra lo que le han usurpado durante toda esa jornada. Montón a montón, la tierra va cubriendo los gritos, primero iracundos, incrédulos, luego desmadejados, de Joshua Klassen

      —Sacrificio es —dice el indio, mientras rocía su hoja de resina apetitosa sobre esa improvisada chullpa–. Tranquila estarás, Pachamama —parece que reza–. Sacrificio es —dice.

      Elise no sabe qué significa esa palabra en español, “sacrificio”, pero no es su conciencia la que necesita entender, sino su corazón de chica. Ese corazón asustado que ahora la obliga, como un animal fiel, a estirar sus manos blancas y callosas y tomar puñados de tierra, con cuidadito, con furia, quebrándose las uñas. Mira esos puñados como si fuera la primera vez que entra en contacto con la consistencia granulosa de su materia y los arroja sobre el promontorio como una ofrenda propia, un ramito de flores sucias y preciosas. Por ella, por Leah Welkel y por Carolina. También por Carolina.

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