Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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40. Humo de canela

       41. Fuera del bosque

       42. Bardos y cuencos rotos

       43. El Sendero Glacial

       44. Una tumba entre las nubes

       45. Una canción para el soñador

       46. Liberación

       47. Manos nuevas, amigos viejos

       48. El laberinto de piedra y fuego

       49. La inmortalidad

       50. La Batalla de las Bandas

       51. El Vástago del Otoño

       52. De pura y tonta suerte

       53. Una última vez

       Epílogo. En casa

       Agradecimientos

       Nuestros autores y libros en Gamon

       Nicholas Eames

      Sinopsis

       Manifiesto Gamon

       Para mamá, que siempre creyó.Para Rose, que siempre lo supo.Y para papá, que nunca sabrá cuánto.

      1

      Dado el tamaño de su sombra, se podría pensar que Clay Cooper parecía un hombre mucho más grande de lo que era en realidad. Sin duda resultaba más corpulento que la mayoría, con hombros anchos y un pecho que parecía un barril surcado por una banda de metal. Tenía las manos tan grandes que la mayoría de las jarras parecían tacitas de té cuando las sostenía, y la mandíbula que ocultaba debajo de la descuidada barba color café era prominente y afilada como la punta de una pala. Pero su sombra recortada contra el sol del ocaso se extendía detrás de él como un recordatorio tenaz del hombre que solía ser: enigmático, monumental y también un tanto monstruoso.

      Después de terminar el día de trabajo, Clay se arrastró por el transitado sendero de camino a Coverdale, al tiempo que dedicaba sonrisas y saludaba con la cabeza a los que también volvían a casa antes del anochecer. Vestía el tabardo verde de guardia sobre un desgastado jubón de cuero y portaba una espada mellada en una vieja vaina a la cadera. El escudo, también mellado, lleno de marcas y arañado por el impacto de hachas, flechas y garras a lo largo de los años, le colgaba de la espalda. Y el yelmo... bueno, Clay había perdido el que le había dado el sargento la semana anterior, al igual que había extraviado el del mes anterior, y otros cada par de meses, desde el día que firmó para alistarse a la guardia de la ciudad, hacía ya diez años.

      Un yelmo solo servía para reducir la visión y la capacidad de audición, y encima lo hacía parecer a uno un tonto. Eso no era para Clay Cooper, y se acabó.

      —¡Clay! ¡Oye, Clay! —Pip se le acercó al trote. El joven también llevaba el tabardo verde de la guardia y el ridículo yelmo para la cabeza escondido bajo el brazo—. Acabo de terminar el turno en la puerta meridional —dijo, animado—. ¿Y tú?

      —En la septentrional.

      —Genial. —El chico le dedicó una sonrisa y asintió con la cabeza, como si Clay hubiese dicho algo sorprendente en lugar de haber murmurado no más que tres palabras—. ¿Algo interesante ahí fuera?

      Clay se encogió de hombros.

      —Montañas.

      —¡Ja! Montañas, dice él. Genial. Oye, ¿te has enterado de que Ryk Yarsson vio a un centauro en los alrededores de la granja de los Tassel?

      —Seguro que era un alce.

      El chico le dedicó una mirada cargada de escepticismo, como si el hecho de que Ryk hubiese visto un alce en lugar de un centauro fuese algo muy improbable.

      —Bueno, da igual. ¿Vienes a Cabeza del Rey a tomar algo?

      —No debería —respondió Clay—. Ginny me espera en casa y... —Hizo una pausa mientras se le ocurría alguna otra excusa.

      —Vamos —le incitó Pip—. Solo una y te vas.

      Clay gruñó y miró el sol con ojos entrecerrados para sopesar el enfado de Ginny contra el agrio sabor de una cerveza bajándole por la garganta.

      —Bien —accedió—. Solo una.

      Al fin y al cabo, había sido muy duro pasarse todo el día mirando al norte.

      Cabeza del Rey estaba abarrotado; y las largas mesas, llenas de gente que charlaba y cuchicheaba tanto como bebía. Pip se abrió camino hasta la barra, mientras Clay buscaba un lugar en el que sentarse lo más alejado posible del escenario.

      Las conversaciones que oía a su alrededor eran las habituales: el clima y la guerra, temas que no resultaban muy prometedores. Había tenido lugar una gran batalla al oeste en los Confines, y los murmullos parecían indicar que no había acabado del todo bien. Un ejército republicano de unos veinte mil efectivos respaldado por varios cientos de bandas de mercenarios había sido masacrado por la Horda del Corazón de la Tierra Salvaje. Los pocos sobrevivientes se habían retirado a la ciudad de Castia, donde ahora estaban asediados y obligados a enfrentarse a la hambruna y la enfermedad, mientras el enemigo se atiborraba de los cadáveres que había fuera de las murallas. Se hablaba de eso y de que esa mañana algunos habían encontrado algo de escarcha en el suelo, algo bastante poco común a principios de otoño, ¿no?

      Pip volvió con dos jarras y unos amigos que Clay no conocía y cuyos nombres olvidó tan pronto como se los dijeron. Parecían buenos tipos, ojo, pero él era malo para retener nombres.

      —¿Estabas en una banda, entonces? —preguntó uno. Tenía el pelo largo y pelirrojo, y un rostro demasiado adolescente, lleno de pecas y grandes espinillas.

      Clay le dio un gran sorbo a la jarra, la dejó sobre la mesa y miró a Pip, quien al menos tuvo la decencia de dedicarle una mirada cargada de vergüenza. Finalmente, Clay asintió.

      Se quedaron mirando el uno al otro, y luego el de las pecas se inclinó sobre la mesa.

      —Pip dice que defendieron el Paso de la Llama Helada durante tres días contra mil muertos vivientes.

      —Bueno, los conté y eran novecientos noventa y nueve —corrigió Clay—. Pero se podría decir que sí.

      —También dice que acabaron con Akatung el Temible —agregó el otro, cuyo intento de dejarse la barba le había hecho acabar con una pelusa que sería el hazmerreír de casi todas las abuelas.

      Clay le dio otro sorbo a la cerveza y negó con la cabeza.

      —Solo lo dejamos herido, aunque luego me enteré de que murió en su guarida. En paz. Mientras

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