Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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Hueca? —murmuró Pelusa con los ojos como platos—. Un momento. ¿El asedio de Colina Hueca? Entonces, la banda en la que estabas era...

      —Saga —interrumpió Pecas con asombro—. Estabas en Saga.

      —Fue hace mucho tiempo —respondió Clay mientras rascaba un nudo de la retorcida mesa de madera que tenía delante—. Pero creo que se llamaba así.

      —¡Vaya! —exclamó Pecas.

      —Es una broma, ¿verdad? —murmuró Pelusa.

      —Es que... guau —repitió Pecas.

      —Vamos, estás bromeando —repitió Pelusa, que al parecer quería tener la última palabra a la hora de expresar su asombro.

      Clay no respondió. Se limitó a darle otro sorbo a la cerveza y a encogerse de hombros.

      —¿Entonces conoces a Gabe el Radiante? —preguntó Pecas.

      —Conozco a Gabriel, sí —dijo Clay, y otra vez se encogió de hombros.

      —¡Gabriel! —exclamó Pip. Y derramó un poco la bebida al levantar las manos con entusiasmo—. ¡Gabriel, dice él! Genial.

      —¿Y a Ganelon? —preguntó Pelusa—. ¿Y a Arcandius Moog? ¿Y a Matrick Skulldrummer?

      —Ah, y a... —Pecas retorció el gesto mientras se estrujaba el cerebro para acordarse; algo que no le sentaba muy bien a su rostro, determinó Clay. El tipo era feo como una nube de tormenta en una boda—. ¿De quién nos estamos olvidando?

      —De Clay Cooper.

      Pelusa se acarició la barbilla mientras rumiaba el nombre:

      —Clay Cooper... Oh —dijo con un tono avergonzado—, claro.

      Pecas tardó un poco más en llegar a la misma conclusión, pero luego se dio un palmetazo en la frente y rio.

      —¡Dioses! Qué tonto soy.

      “Me apuesto lo que sea a que los dioses ya lo saben”, pensó Clay.

      Pip notó lo incómodo de la situación y los interrumpió.

      —Clay, ¿nos contarías alguna de tus batallas? Como cuando fuiste por ese nigromante de Oddsford. O cuando rescataste a esa princesa de... de aquel lugar. ¿Te acuerdas?

      “¿Qué princesa?”, se preguntó Clay. Lo cierto era que habían rescatado a varias princesas. Y también habían matado a una docena de nigromantes. ¿Quién llevaba la cuenta de esas tonterías? Tampoco es que le importase mucho, porque no estaba de humor para contar historias. Ni para ponerse a desenterrar lo que tanto le había costado tapar y que luego se había esforzado aún más en olvidar.

      —Lo siento, chico —le dijo a Pip antes de terminar la cerveza—. Listo. La que te había prometido. —Le dejó unas monedas de cobre por la bebida y esbozó lo que esperaba que fuese un último adiós a Pecas y a Pelusa.

      Se abrió paso hasta la puerta y dio un largo suspiro cuando salió a la fría tranquilidad del exterior. Le dolía el cuerpo de estar sentado, por lo que estiró la espalda y el cuello y alzó la mirada hacia las primeras estrellas que empezaban a divisarse en el firmamento.

      Recordó que el cielo nocturno lo hacía sentirse pequeño. Insignificante. Y que por eso había intentado alcanzar la grandeza, con la idea de poder algún día mirar la vasta extensión de estrellas sin sentirse abrumado por su esplendor. Pero no había funcionado. Apartó la mirada del cielo del atardecer y empezó a caminar de regreso a casa.

      Intercambió unas palabras con los guardias de la puerta occidental. Les preguntó si sabían algo sobre ese centauro que alguien había visto cerca de la granja de los Tassel; también qué tal había ido esa batalla del oeste, y sobre esos pobres diablos que habían quedado atrapados en Castia. Cosas turbias. Muy turbias.

      Siguió el camino con cuidado de no torcerse el tobillo en los surcos. Los grillos cantaban en la hierba alta que crecía a ambos lados del sendero; la brisa soplaba en los árboles que se alzaban sobre él y su murmullo era como el de la marea. Se detuvo a un lado del camino, junto a una capilla dedicada al Señor del Estío del Verano y tiró una insulsa moneda de cobre a los pies de la estatua. Después de unos pasos más y de un momento de titubeo, volvió atrás y tiró otra. Fuera de la ciudad el ambiente estaba mucho más oscuro, y Clay reprimió las ganas de volver a mirar al cielo.

      “Será mejor que mantengas los pies en la tierra y dejes atrás el pasado”, pensó. “No te va mal y tienes lo que querías, ¿no es así, Cooper? Una hija, una esposa, una vida tranquila”. Llevaba una vida honrada. Una vida cómoda.

      Casi le pareció oír cómo Gabriel se burlaba de él. ¿Honrada? Las cosas honradas son aburridas, habría dicho su viejo amigo. La comodidad es anodina. Pero Gabriel se había casado mucho antes que él. Hasta había tenido una hija que a estas alturas ya sería toda una mujer.

      Y vio al fantasma de Gabe en un rincón de su mente, dedicándole una sonrisa con esa apariencia joven, fiera y gloriosa de antaño:

      —Fuimos grandes como gigantes —dijo—. Famosos. Y ahora...

      —Ahora no somos más que unos ancianos cansados —murmuró Clay a la soledad de la noche. ¿Qué tenía eso de malo? En su época se había topado con gigantes de verdad, y casi todos eran idiotas.

      A pesar del razonamiento anterior, el fantasma de Gabriel lo siguió durante la vuelta a casa, lo adelantó mientras le guiñaba un ojo, lo saludó al acercarse a la valla del vecino y se quedó agazapado como un mendigo a la entrada de su hogar. Pero el Gabriel que Clay veía ahora no tenía nada de joven, no parecía particularmente fiero y lucía tan glorioso como un viejo tablón de madera atravesado por un clavo oxidado. De hecho, tenía un aspecto terrible. Se levantó y sonrió al ver que él se acercaba. Clay nunca había visto a un hombre con el semblante tan triste en toda su vida.

      La aparición pronunció su nombre, un sonido que a Clay le resultó tan real como el canto de los grillos y como el susurro de la brisa agitando los árboles del camino. Y luego se le quebró la sonrisa y Gabriel —un Gabriel real y corpóreo— se derrumbó en sus brazos y empezó a llorarle en el hombro, mientras se aferraba a él como un niño que tiene miedo de la oscuridad.

      —Clay —dijo—. Necesito tu ayuda... Por favor.

      2

      Entraron después de que Gabriel se recuperara. Ginny se alejó de los fogones con los dientes muy apretados. Griff se acercó entre brincos, sin dejar de agitar su cola rechoncha. Le dedicó a Clay un olfateo somero y luego empezó a oler la pierna de Gabe como si fuese un árbol lleno de orín, algo que no estaba muy lejos de la realidad.

      Sin duda su viejo amigo se encontraba en un estado lamentable. El pelo y la barba eran una maraña y sus ropas, unos andrajos mugrientos. Tenía las botas llenas de agujeros, y del cuero estropeado de la parte delantera sobresalían unos dedos gordos y sucios. No dejaba de mover y retorcer las manos y de jalar abstraído del dobladillo de su túnica. Pero lo peor de todo eran sus ojos. Los tenía hundidos en un rostro macilento, impasible y turbado, como si, mirase donde mirase, solo viera cosas que no deseara ver.

      —Griff,

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