Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames

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Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana) - Nicholas Eames La banda

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miedo”, quiso decir, pero fue incapaz.

      Por suerte, Gabriel siguió hablando:

      —Dile a Ginny que el estofado estaba delicioso. Y saluda a tu hija de parte del tío Gabe. O despídete de ella de mi parte, lo que consideres oportuno.

      “Ofrécele unas botas o al menos una capa”, discurrió una parte de Clay. “Agua o vino para el camino que tiene por delante”. Pero no dijo nada, se quedó allí sentado mientras su amigo abría la puerta. Sintió la brisa helada y oyó el agitar de las ramas de los árboles del exterior, el eco de los cientos de grillos que poblaban la hierba alta.

      Griff alzó la vista desde su alfombra y, después de comprobar que Gabe se marchaba, volvió a quedarse dormido al instante.

      Gabriel titubeó en el umbral de la puerta y miró hacia atrás.

      “Ha llegado el momento”, pensó Clay. “La súplica final. El comentario mordaz con el que querrá dejar claro que él sí se habría sacrificado en caso de encontrarse en su situación”.

      Después de Vellichor, las palabras siempre habían sido el arma más poderosa de Gabe. En el pasado había sido el líder de la banda. La voz del grupo.

      —Eres un buen hombre, Clay Cooper —fue lo único que dijo antes de atravesar el umbral y cerrar la puerta tras de sí.

      Fueron palabras simples y amables, no el puñal ni la estocada que esperaba.

      Pero también muy dolorosas.

      Su hija insistió en enseñarle las ranas en cuanto entró por la puerta. Las soltó sobre la mesa antes de que su madre pudiese impedírselo. Una de las cuatro, un bicharraco enorme y amarillo con unos bultos que parecían alas que no habían empezado a crecer, intentó escapar. Saltó al suelo, pero se quedó muy quieta cuando Griff se acercó a ella entre ladridos. Tally la levantó y la riñó con un golpecito en la cabeza antes de volver a colocarla junto a las demás. Esta vez se quedó en su sitio, demasiado aturdida y asustada para moverse.

      —Limpia la mesa antes de acostarte, jovencita —advirtió Ginny.

      Su hija se encogió de hombros.

      —Claro. Papá, ¿a que no sabes cuántas ranas he encontrado?

      —¿Cuántas? —preguntó Clay.

      —¡No! ¡Adivina!

      Miró las cuatro ranas que había sobre la mesa.

      —Pues... ¿una?

      —¡No! ¡Más de una!

      —Mmm... ¿Cincuenta?

      Tally soltó una carcajada y empujó con la mano a una que empezaba a acercarse al borde de la mesa.

      —¡Cincuenta no! Cuatro, tonto. ¿Es que no sabes contar?

      Luego se dedicó a presentarle a sus prisioneros anfibios uno a uno, con el orgullo propio de una vendedora que enseña sementales premiados. Le dijo el nombre que les había puesto y las particularidades de cada uno. Atrapó la rana enorme y amarilla con las dos manos y se la acercó para que la viese mejor.

      —Esta se llama Blas. Es amarilla y mamá dice que tendrá alas cuando crezca. La tomé para el tío Gabriel —dijo y miró a su alrededor, como si acabara de darse cuenta de que el tío Gabriel ya no estaba—. ¿Dónde está? ¿Se ha ido a dormir?

      Clay miró a Ginny de reojo por un instante.

      —Se ha ido. Te manda saludos.

      Su hija frunció el ceño.

      —¿Va a volver?

      “Lo más probable es que no”, pensó.

      —Espero que sí —respondió.

      Tally se quedó pensando un rato sin quitarle el ojo de encima a la rana que tenía en las manos. Luego le dedicó una amplia sonrisa.

      —¡Seguro que Blas ya tendrá alas! —anunció, y las gibas del lomo del animal se agitaron como respuesta.

      Ginny se acercó y acarició el pelo de Tally y el de Clay al mismo tiempo.

      —Vamos, dragoncilla, hora de irse a la cama. Tus amigas te esperarán fuera mientras duermes.

      —Pero, mamá, así me quedaré sin ellas.

      —Y estoy segura de que mañana volverás a encontrarlas —dijo su madre—. Algo me dice que se alegrarán mucho de verte.

      Clay rio, y Ginny miró a la niña con una sonrisa en el rostro.

      —Sí que se alegrarán —aseguró la niña. Tomó las ranas una a una y las llevó fuera, para luego despedirse de ellas con un beso en la cabeza antes de soltarlas. Ginny arrugó el gesto con cada beso, y Clay se alegró de que ninguna se convirtiera en príncipe. Ya había tenido suficiente compañía y se había acabado el estofado.

      Tally se marchó para lavarse después de limpiar a fondo la mesa. Griff se escabulló detrás de ella. Ginny se sentó a la mesa y estrechó una de las grandes manos de Clay con las suyas.

      —Cuéntame —dijo.

      Y él se lo contó.

      Tally dormía. El farol que había junto a su cama estaba cubierto por una plancha de metal en la que había agujeros hechos con forma de estrellas, por lo que proyectaba una constelación por todas las paredes de la habitación. El pelo que resplandecía a la luz tenue era una mezcla de las hebras doradas heredadas de su madre y del castaño oscuro y anodino que había sacado de su padre. Había insistido en que su padre le contase un cuento antes de dormir. Quería uno de dragones, pero los dragones estaban prohibidos porque le daban pesadillas. Tally se lo pidió de todos modos. Era una niña valiente. Clay le ofreció uno de sirenas y un hidraco, y mientras lo contaba se dio cuenta de que aquella criatura era tan temible que en realidad era lo mismo que hablarle de siete dragones a la vez. Esperó que su pequeña no se despertara entre gritos.

      La historia que le describió era cierta en su mayor parte, aunque la adornó un poco (le dijo que había sido él quien asestó el golpe definitivo al hidraco, cuando en realidad había sido Ganelon) y también obvió algunos detalles que su hija de nueve años y, por consiguiente, su madre, no tenían por qué saber. No hacía falta decir que las sirenas habían quedado muy agradecidas después de la batalla, lo que explicaba por qué Clay conocía tan a fondo su misteriosa y deseada anatomía. Aunque lo cierto era que nunca había llegado a comprenderla a pesar de todo.

      Dejó de hablar al sentir que la respiración de Tally se volvía más regular. Se había quedado sentado mirando su carita, sus mejillas sonrosadas y su nariz perfecta como la porcelana, maravillado de que alguien como él, con la obvia contribución de Ginny, hubiese sido capaz de engendrar algo tan extraordinariamente bello. No pudo evitar extender la mano y tomar la de la niña. Los dedos de Tally se estrecharon alrededor de los suyos por instinto, y Clay sonrió.

      De improviso, abrió los ojos.

      —Papi.

      —¿Sí, angelito?

      —¿Rosy

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