96 grados. Eusebio Ruvalcaba

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96 grados - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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llegó corriendo a avisarme. Fui y la recogí del piso. Con lágrimas en los ojos. Lloré como un niño. Los convictos preferían volver la vista hacia otro lado. No había modo de pararme el llanto.

      Decidí enterrarla a espaldas del centro escolar. Hay un pequeño prado donde solía llevarla para que hiciera sus necesidades. Le encantaba su paseo. ¿Pero de qué pudo haber muerto?, me preguntaba yo. No tenía enfermedad alguna. Sólo vinieron a mi mente los cambios en su modo de ser. Se había vuelto más juguetona. Terriblemente más inquieta. Brincaba y brincaba. No parecía agotarse, aunque, insisto, ya no era una chiquilla. Y al revés. De pronto parecía hundirse en un cansancio infinito.

      Resolví asearla antes de sepultarla. Nadie más conmigo. Sólo ella y yo. Me percaté de mi torpeza para manipularla. El nulo contacto con animales había pulverizado mi carrera de veterinario. Sin embargo lo hice. Me propuse hacerlo. Tomé una pequeña toalla. La remojé en agua cristalina y enjugué el hocico de mi perra.

      Estaba limpiándola cuando advertí que había una especie de talco cristalino en los belfos. ¿Qué diablos era aquello? Extendí mi dedo índice y probé aquella sustancia blanca. Era un derivado de la cocaína. Ni una centésima de gramo. Pero ahí estaba. Sentí que alguien me sorrajaba un batazo en la cabeza. ¿Así que eso era? Por eso su carácter había cambiado. Proseguí la limpieza y localicé lo que sin querer andaba buscando. La puse patas arriba y descubrí su vagina ensangrentada. Poblada de costras aún frescas. De pronto todo adquirió una claridad inusitada. Había alguien entre los convictos —¿entre los custodios?— de una maldad fuera de toda proporción. ¿Uno o varios? Imposible saberlo. ¿Cuánto tiempo llevaban abusando de Dolly? Una pregunta que jamás tendría respuesta.

      La enterré como Dios manda. Grabé su epitafio en una cruz de madera: Aquí yace Dolly (1976-1991), quien le dio una lección de vida a la humanidad.

      Cada semana le llevo una flor.

      ¿Y a quién echarle la culpa sino a mí? Debí haberme dado cuenta a tiempo. Debí haberlo previsto. La razón por la que estoy aquí ha pasado a segundo plano. No tiene ninguna importancia.

      96 grados

      Y si mi mujer me quiere matar? No sería nada difícil. Le he sido infiel un millón de veces, y soy un alcohólico irredento. Me puede enterrar mi navaja de cazador, o cualquier cuchillo de cocina, o deshacerme la cabeza a martillazos cuando esté dormido.

      Si no me mata ella, yo la mato.

      Bebo sin que se percate. Nada más para no tener encima sus gritos. Quisiera saber si se da cuenta. Seguro que sí. Sólo una copa.

      Cualquier cosa que beba siempre habrá de estar helada. Porque sigo mis reglas. El congelador lo tengo atiborrado de botellas. Los pleitos con mi mujer son constantes. No porque deje yo de beber, sino porque odia que invada sus espacios, que van desde el congelador hasta la recámara —donde tengo alguna botella de reserva—, y más allá, hasta el garage mismo. La casa toda. De la que se ha ido apropiando como una rata de su madriguera.

      He envejecido. Lo que quiero decir es que mi rostro, de ser blanco y aduraznado, se ha tornado rubicundo, chapeado como un tomate. No me importa gran cosa, porque a pesar de esta cara que revela ser portadora de un alma proclive a los excesos, a pesar de eso, las mujeres se siguen acercando a mí. Desde luego eso mi esposa no lo soporta. Cuando vamos a comer a un restaurante, lo primero que hace es pasar lista a la concurrencia. Pobre de mí si hay alguna mujer guapa a la redonda, porque entonces me obliga a que me cambie de lugar. Esto no me ocasiona mayor problema, lo que no aguanto es que apenas pido mi aperitivo derrama encima de mí sus insultos y procacidades, y delante del capitán para acabarla de amolar. Generalmente los hombres son empáticos, y todo tienen menos sorna en los labios; quizás en la cocina se burlen de mí, pero su solidaridad me hace sentir bien. Estoy seguro que muchos de ellos viven situaciones semejantes.

      Me he vuelto, pues, maestro en el arte del engaño. Que no se de cuenta. Si hubiera tenido hijos, les habría podido enseñar eso. Pero me voy a morir en blanco. Sin hijos, cualquier cosa se la acaba llevando el diablo. Hay que tener una gran meta en la vida, que sustituya la carencia de hijos. Como yo ahora. Que he decidido mi golpe maestro, algo que me saque del abatimiento en el que se ha convertido mi vida.

      Matar a mi esposa. Dame fuerzas, Dios mío.

      No soporto su dictadura. Todos los días se esmera en destruirme. Soy como su sparring, que conmigo se desquita de todas sus frustraciones, su ira, su estulticia.

      La mataré porque de no hacerlo acabará corriéndome de mi propia casa. Es una arpía. Mi única pasión es ver su cuello cercenado por mi navaja de cazador. Pero esta pasión me tiene sumido en la más terrible desesperación. Ya no duermo. No como bien. Escucho su voz, sus risotadas burlándose de mí apenas intento conciliar el sueño, o cuando quiero ver la televisión, o de plano no hacer nada. Incluso he pensado que ella es la culpable de mis achaques: calambres, chasquidos en la mandíbula, reumas. Entre más tiempo pasa, más se agudizan mis males. Con ella muerta, volvería a ser un hombre vigoroso.

      Naturalmente que me pregunto cómo matarla. Como ya lo dije, partiéndole el cuello en dos. Sorprenderla de espaldas y sesgar su yugular. Como ella lo haría conmigo si no estuviera yo más alto. He reflexionado los peros de este crimen. En primer lugar, que la policía daría conmigo en forma instantánea: si huyo, por huir, y si no huyo porque no sería capaz de resistir un interrogatorio; me botaría de la risa a las primeras de cambio: ¿cómo podría mantener la sangre fría? Nada más de recordar la sangre escurriéndole a borbotones mientras me estuvieran interrogando, sería imposible conservar el control. Ni siquiera tendrían necesidad de preguntarme ¿usted la mató?

      También podría estrangularla, o llenar de agua la tina y ahogarla. Pero aquí el problema es que tendría que mirarla de frente, y esa mirada se constituiría en mi pesadilla. Estoy seguro. La odio a muerte. Ha hecho de mí un guiñapo, pero no quiero que su muerte se convierta en un símbolo de terror para mí. Que me quite el sueño. Soy un cobarde, y de ninguna manera soportaré sus ojos mientras pasan de la vida a la muerte. Dicen que esa expresión es diabólica. Y que si eres cobarde mejor ni lo hagas. ¿Que me acompañen hasta el último día de mi vida? Jamás. Por cierto, hace siglos que no he visto mi navaja. Necesito pulirla. Sacarle filo. Cachondearla. ¿Dónde estará? ¿Y si ella la tomó? ¿Si me quiere hacer lo mismo? No le daré la espalda.

      Ya escuché el motor de su automóvil. Lo está metiendo al garage. ¿Y mi navaja?

      Bajo el cielo gris

      Me paladeo la comida en la fonda de doña Lidia. Trabajo en la Secretaría de Hacienda. Mi jornada es de nueve de la mañana a seis de la tarde, con una hora para comer. Cosa que hago a las dos. Mi centro de trabajo está rodeado de fondas. Las he probado todas. Sin duda, la mejor es la de doña Lidia. El único problema es el cupo. Siempre está lleno. Híper lleno. Así que es de lo más común que un desconocido ocupe un lugar en tu mesa. Luego de musitar un vulgar conpermiso, ¿puedo?

      Digo que es de lo más común, pero yo aborrezco que eso me pase a mí. Como ayer. Empezaba a comer, cuando escuché la voz de alguien: disculpe, ¿el señor se puede sentar aquí? Preguntó como cualquier cosa. Y como cualquier cosa yo dije sí. ¿Me ayuda, por favor?, pidió el hombre que estaba a punto de sentarse. El otro ya se había ido. Ayudarlo a qué, maldije para mis adentros. Interrumpí mi crema de calabaza y me volví a mirarlo. Diablos. Se trataba de un ciego. No podía creerlo. Pero en efecto iba a sentarse. Nunca lo había visto en los alrededores. Caminando por ahí. Entrando a la Secretaría.

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