96 grados. Eusebio Ruvalcaba

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96 grados - Eusebio Ruvalcaba Cõnspicuos

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llamar a la mesera?, ¿es mesera verdad, o mesero?

      No contesté nada. Pero sí le hice la seña a la mesera de que se aproximara.

      Se aproximó. Y le tomó la orden al ciego.

      —¿Hay pan? —preguntó. Pero cometió la imprudencia de buscarlo él mismo. Su mano tropezó con la salsera. La viscosa masa roja se regó estrepitosamente embarrando todo alrededor. ¡Carajo!, exclamé yo.

      Él se disculpó cien veces. Perdón, perdón, tiré la salsa, ¿verdad? Sí, repliqué. Con un tono de voz muy lejano de la amabilidad. Ya, ya, alcancé a decir.

      —Aquí está su sopa de verduras—le dijo la mesera. Indicándole exactamente dónde la había dejado. Apenas se asombró cuando vio la salsa derramada. La limpió enseguida. De muy buen modo.

      Él tomó la cuchara y la hundió en la sopa. Dio un gran sorbo. Está rica, sentenció. Mientras un hilillo de caldo resbalaba por sus comisuras.

      —Mejor directamente del plato —se dijo a sí mismo.

      Entonces, y con sumo cuidado, sacó la cuchara, tomó el plato como si fuera una jícara, y se lo llevó a la boca. Esta vez el sorbo fue estridente. Si con la cuchara se escurrió un hilillo de caldo, ahora su boca semejó un torrente. Me sorprendió su tolerancia a la sopa, que según yo estaba hirviendo.

      Los presentes en torno se volteaban a vernos. Algunos se apiadaban. Otros no podían evitar la risa. De pronto, una señora —tan obesa que apenas cabía en su silla— se puso de pie en una mesa vecina. Traía una servilleta en la mano. Se fue acercando como si fuera la estrella de un desfile. Llegó hasta nosotros y le limpió la boca. Me miró con odio.

      —Ya, mi niño, ya —le dijo. Quien le agradeció el gesto con palabras empalagosas.

      —¿A poco cuesta mucho trabajo hacer esto?, ¿no se da cuenta que este hombre es discapacitado? Pero hay un Dios —dijo con un tono de reclamación tan ensordecedor que todo mundo se volvió a mirarme. No podían evitar la ira. Si hubiéramos estado en una plaza de la Nueva España, me habrían quemado vivo.

      La señora, moviendo cadenciosamente su gordura, regresó a su mesa. Me dio asco el pollo en chile morita que habitualmente era mi platillo favorito. Parecía que estaba comiendo un estropajo.

      —Quiero pollo en chile morita —ordenó el ciego en cuanto la mesera le dio a escoger lo que seguía. Se relamió los labios. Y sonrió.

      El abuelo

      Siempre he detestado la música clásica. Ojalá que a nadie se le ocurra ponerla ahorita. Con mi abuelo en su caja. Con mi padre que dijo ahorita regreso y no ha vuelto. A pesar de que es su papá el que estamos velando. Con mi mamá que no para de fumar. Con mis hermanos que nomás andan de aquí para allá como almas en pena, más bien dicho como despistados. Porque no se ven para nada apesadumbrados.

      Cómo no tener presente a mi abuelo toda la vida, que tocó el contrabajo en la Orquesta Sinfónica Nacional. Digo, que toda su vida la pasó como un animal de carga, transportando ese horrible instrumento; y eso que tenía oportunidad de dejarlo en Bellas Artes, pero ante el temor de perderlo él prefería cargar con él a todos lados. Eso lo enjorobó. Allá él. Y conste que cuando se jubiló nos transmitía su tristeza a todos sus descendientes. “No puedo estar sin tocar”, decía. Y mi padre, que por fortuna había elegido la carrera de corporativo en una empresa de zapatos, se reía de él a hurtadillas. Risitas que nos contagió a todos. Nadie tomó jamás en serio a mi abuelo, y yo creo que ni en su trabajo porque cada vez que lo acompañábamos a un concierto —que en toda la vida fueron contadas veces, no más de cinco, porque le regalaban los boletos— lo veíamos parado allá atrás, sosteniendo dificultosamente su instrumento. De verdad que siempre daba la sensación de que se le iba a caer.

      En cambio veíamos feliz de la vida a su amigo Sebastián Alcocer, también ya anciano, aunque no tanto como mi abuelo, pero que reflejaba optimismo y esperanza. Mi abuelo lo llevaba a comer a la casa cuando menos una vez al mes. Llegaba don Sebastián, y lo primero que hacía era dejar su sombrero y su violín en la mesa del comedor. Porque era mariachi. Había tocado toda su vida en una cantina del centro histórico. Cada vez el contraste entre él y mi abuelo era más marcado. No porque don Sebastián se fuera haciendo más jovial, sino porque mi abuelo se iba haciendo más viejo. Más y más viejo. Don Sebastián se le quedaba viendo y le decía ahora que te jubilen te incorporas a mi mariachi. Pero yo no soy mariachi, decía mi abuelo. Yo he estado en los grandes conciertos de la Sinfónica Nacional. Es como si fuera nieto de Beethoven. ¡Qué nieto ni qué nada! Esos grandes maestros suenan muy bonito pero no te llenan las tripas ni te pagan la renta. Tú lo que necesitas es hincharte las bolsas de dinero. Y reventarte hasta el vómito. Vas a tocar el violín en mi mariachi. No importa si sabes tocarlo o no. Allí aprendes. Nada hay más simple que el violín. ¿A mis 70 años?, preguntaba él, con los ojos tan tristes como los de un perro moribundo.

      Pero todo eso fue faramalla. Cuando finalmente mi abuelo se jubiló, Sebastián Alcocer jamás le dijo vente al mariachi. Siquiera para que te entretengas. Nada de eso. A veces hasta llegué a pensar que lo del mariachi era pura mentira. Que don Sebastián se traía algo entre manos que nunca supe a ciencia cierta de qué se trataba.

      La jubilación fue más bien como una mala racha que nos cayó a todos. Porque de la noche a la mañana mi abuelo no salió más de la casa. Y se la pasaba oyendo sus discos todo el día. Se compró una silla de ruedas para no cansarse de las caminatas. De ir de su recámara al baño, o de la cocina a la sala. Teníamos que mover los muebles para que no se tropezara. Mi mamá se ponía cada vez más furiosa, y mi padre decidió ir lo menos posible a la casa. Si antes faltaba, con mi abuelo en esas circunstancias terminó por ausentarse casi por completo. Y para acabarla de amolar, Beethoven hasta en la sopa. Yo me escondía todo el tiempo, porque apenas se acababa un disco mi abuelo me ordenaba que pusiera otro.

      Estoy seguro que ya ni siquiera mi abuelo invitaba a comer a su amigo de toda la vida. Se había hecho una costumbre que fuera. En la casa vivíamos mi papá, mi madre —que no hacía nada más que fumar y ver la televisión—, mi abuelo y yo, Carlos Agustín, el más chico de la familia. Mis otros hermanos —dos hombres y una mujer— ya se habían ido. Hacía mucho. La casa estaba en la colonia Portales, y, según mi papá, nos iríamos de ahí en cuanto recibiera un préstamo de la empresa; que nunca llegó —aunque una amiga le dijo a mi madre que mi papá le había puesto casa a una mujer descarriada, que la podía llevar para que la conociera, aunque fuera nomás la fachada; mi madre prefirió guardar silencio y dejar que las cosas siguieran como hasta ese momento. Sus razones tendría.

      Muchas veces, cantidad de veces, mi abuelo quiso que me gustara la música clásica. Compraba una cantidad increíble de discos, a ver si así. Ven, Carlos Agustín, me decía. Escucha esta música, te va a gustar. Las notas son ideas. Los pasajes musicales son como los párrafos de las novelas. Y provienen del corazón. Todo está concentrado ahí. La música está por encima de la literatura y de todas las ciencias y artes. Y me contaba la vida de los compositores que a él le gustaban, para que a mí me gustaran. Qué flojera me daba todo eso.

      Nunca logró que nadie tolerara esa música. A la única que pudo más o menos convencer fue a mi mamá. Que pareció entusiasmarse. Pero que también se dio vuelta en U cuando se enteró del chisme de mi papá. No volvió a aceptar las invitaciones de mi abuelo para sentarse a escuchar al aburrido de Mozart. Como si mi papá hubiera tenido la culpa de algo. Como

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