Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa

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Azabache - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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suerte la mía! ¿Qué clase de bestia es esa que ahorca a la gente por diversión?

      –El borracho más astuto que he conocido. Y el más gordo. Y sucio. ¡Un asco! A veces me obliga a sentarme en su butaca, se arrodilla metiendo la cabeza entre mis muslos, y se pone a gruñír y a rezongar durante horas. Parece un cerdo intentando comerse una trufa demasiado profunda.

      –¡Qué horror! ¿Y tú qué haces?

      –Despiojarle.

      –¿Cómo has dicho…? –inquirió el canario temiendo haber oído mal–. ¿Despiojarle?

      Azabache asintió con un leve encogimiento de hombros:

      –No siempre lo consigo –replicó con naturalidad– porque a veces no me deja que le quite la gorra. El muy puerco no se la quita ni para dormir. –Le tiró de la barba–. Olvídate del capitán, que ya tendrás tiempo de conocerle, y cuéntame tu historia. Recuerda que te juegas el gañote…

      Cienfuegos estudió detenidamente el extraño espécimen humano que se había cruzado en su camino, y aunque le costaba un gran esfuerzo hacerse a la idea de que se trataba de una mujer negra, puesto que continuaba pareciéndole tan solo un escuálido grumete demasiado sucio, llegó a la conclusión de que mostraba un sincero interés por protegerle, por lo que dedicó la siguiente hora a hacerle un somero recuento de las mil vicisitudes que le habían acaecido desde el malhadado día en que tuvo la pésima ocurrencia de colarse como polizón en la nao capitana del almirante Colón, allá en La Gomera.

      –¡Diantres! –no pudo por menos que exclamar Azabache al finalizar el relato–. ¡Y yo que creía haber pasado calamidades…! ¡Qué vida tan perra!

      –No lo sabes tú bien –se lamentó el isleño–. Y por lo visto mi suerte no ha cambiado. ¿Por qué tiene tu capitán tanta afición a ahorcar a la gente?

      –Desconfía de todos… –musitó la negra en voz muy baja–. El «Sao Bento» ha sido enviado por el rey de Portugal para intentar averiguar el derrotero de los navíos españoles hacia el Cipango y Catay, parece ser que eso está en contra de un acuerdo firmado entre los dos países, y de ahí el secreto. Hay varios españoles renegados a bordo, algunos que incluso acompañaron a Colón en su primer viaje, pero nunca se sabe si están a favor o en contra. Eu los necesita, pero no se fía de ellos.

      –Tal vez conozca a alguno… –apuntó el gomero–. ¿Sabes si me han reconocido?

      –¿Reconocerte? –se asombró Azabache–. Cuando te subieron a bordo parecías un pollo desplumado… –Meditó unos instantes y, por último, señaló convencida–: No creo que sea buena idea que le cuentes al gordo todo lo que sabes, pero tampoco lo es que finjas que no sabes nada. Si te considera una boca inútil, te echará a los peces… Si quieres vivir el mayor tiempo posible, lo mejor que puedes hacer es convencerle de que conoces la ruta hacia la corte del Gran Kan.

      –¡Pero eso es absurdo! –protestó el canario–. No existe tal ruta. Por aquí no hay más que un conjunto de islas e islotes poblados por salvajes que jamás han oído hablar del Gran Kan.

      –Cuéntale eso al capitán y a las dos horas estarás muerto –sentenció la negra–. Se librará de ti y pondrá proa a Lisboa, a apuntarse la gloria de confirmar que el camino más corto hacia el Cipango tiene que seguir siendo África, como asegura Vasco de Gama…

      –¡Sabes muchas cosas! –se maravilló Cienfuegos–¿Quién te las ha enseñado?

      –La necesidad –le hizo notar ella–. Llevo cuatro años sin poner pie en tierra y he aprendido a tener las orejas abiertas y la boca cerrada. Ya hablo español y portugués mejor que el dahomeyano, y si no me espabilara hace tiempo que estaría en las tripas de los tiburones o pasando de mano en mano por toda la tripulación. –Se puso en pie–. Y ahora debo irme; es la hora de cenar del gordo. Le diré que continúas inconsciente, pero dedica la noche a pensar en cuanto te he dicho –le tiró con afecto de la barba–. Tal vez consigamos ayudarnos mutuamente. Estoy hasta los rizos de este sucio barco.

      Abandonó la diminuta estancia cerrando a sus espaldas y el gomero Cienfuegos permaneció tumbado cara a las carcomidas tablas del techo, meditando sobre su difícil situación.

      Una vez más tenía problemas.

      Una vez más se encontraba metido en un embrollo, y tras mucho darle vueltas llegó a la conclusión de que negros y portugueses era cuanto necesitaba para acabar de complicar su ya de por sí azarosa existencia.

      No había bastado al parecer con los feroces caníbales que pretendían devorarle, los salvajes guerreros que arrasaban a sangre y fuego el Fuerte de la Natividad, las sucias trapacerías de un ambicioso almirante, las maldades de un grupo de desertores españoles, los celos de un indio marica o el desmedido apetito de unos tristes lagartos convertidos en gigantescos caimanes… Por si todo ello fuera poco, se les añadía ahora una negra loca y unos espías portugueses mitad traficantes de esclavos, mitad piratas.

      –¡Voy progresando! –admitió–. Ahora tan solo me enfrento a un piojoso gordinflón al que le divierte ahorcar a la gente.

      Pero al día siguiente pudo comprobar que el piojoso gordinflón era en verdad mucho más peligroso que la mayoría de los enemigos a que se hubiera tenido que enfrentar hasta el presente, puesto que tras su bonachona apariencia de marrano satisfecho, ocultaba un retorcido espíritu y una aguzada inteligencia que parecía ir siempre diez pasos por delante de su interlocutor.

      –¡Vaya, vaya, vaya…! –fue lo primero que dijo en una mezcla de español, portugués y gallego, que sonaba falsamente amistoso–. ¡De modo que aquí tenemos a un cangrejito resucitado! ¿Cómo te encuentras, hijo?

      –Jodido.

      –¡Lógico! Eso de andar a la deriva no es bueno para la salud… ¿Adónde ibas?

      –En busca del Gran Kan.

      Un leve chisporroteo en los diminutos ojillos color de mar del capitán Euclides Boteiro evidenciaron que el tema le interesaba vivamente, aunque no por ello movió un solo músculo.

      –En busca del Gran Kan… –repitió con estudiada parsimonia–. Difícil empeño para intentarlo en una simple canoa.

      –Visto el resultado, sí –admitió Cienfuegos.

      La respuesta, por lo simple, pareció tener la virtud de desconcertar al portugués por unas décimas de segundo, pero, casi de inmediato, inquirió, aparentando no darle demasiada importancia al tema:

      –¿Y qué te hizo creer que podrías conseguirlo?

      –Rumores.

      –¿Rumores…? ¿Qué clase de rumores?

      –Lo que cuentan los salvajes: hablan de un señor muy poderoso, grandes ciudades con techos de oro y bosques inmensos de árboles de la canela.

      El voluminoso trasero del capitán Eu se agitó inquieto en el amplio butacón de su hediondo camarote, al tiempo que aprovechaba para rascarse groseramente la entrepierna, en la que destacaba, a través del amplio pantalón, un inmenso testículo del tamaño de un coco.

      –¿De modo que ciudades de oro y bosques de canela…? –repitió meditabundo y como rumiando las palabras–. ¿Y hacia dónde queda eso?

      –Bueno…

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