Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa

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Azabache - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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había demostrado que el Océano Tenebroso podía atravesarse, y eso nadie sería capaz de negarlo, pero lo que Colón aún no había conseguido, pese a sus múltiples promesas, era fondear sus naves frente al palacio del Gran Kan, y era en esa tarea donde los portugueses pretendían adelantársele.

      Cuatro buques como el «Sao Bento» habían zarpado por tanto a hurtadillas de los más recónditos puertos de provincias, y sus peculiarísimos capitanes tan solo tenían una orden concreta que cumplir: hacer lo imposible por conseguir que la bandera de los Avis ondeara en primer lugar en las costas de Asia.

      ¿Pero a qué distancia se encontraban exactamente aquellas costas, y cómo salvar el inesperado obstáculo que significaban el cúmulo de islas, islotes e islillas que se atravesaban continuamente en el camino?

      Para el canario Cienfuegos la respuesta a tal pregunta parecía estar muy clara: dondequiera que se encontrase el Gran Kan tenía que ser muy lejos, dado que ni uno solo de los múltiples indígenas con los que había llegado a tomar contacto a lo largo de aquellos años había oído mencionar que en algún lugar del mundo existiesen poderosos reyes o enormes ciudades con palacios de oro, pero resultaba a todas luces evidente que, según le advirtiera la negra Azabache y lo refrendara el flaco Ganzúa, admitirlo ante el sanguinario capitán Eu significaría introducir por sí mismo la cabeza en el lazo de la soga.

      Con la primera claridad de un alba que lo sorprendió recostado en el tambucho de proa, el gomero tenía ya por tanto completamente diseñado en la cabeza el imaginario derrotero que el portugués venía buscando, y había llegado al firme convencimiento de que, según todos los indicios, no más de dos semanas de navegación debían separarlos de las costas de Cipango y el Catay.

      –Al fin y al cabo –se dijo–. ¿Quién soy yo para llevarle la contraria a un almirante…? Si él afirmaba que Cipango está cerca, es que lo está.

      –Oeste, Suroeste… –fue su firme respuesta por tanto cuando el piojoso capitán le interrogó sobre la ruta a seguir, evocando quizá con ello las indicaciones de los hermanos Pinzón, que siempre habían asegurado que tal rumbo era el más lógico y el que menos hacía sufrir a las naves durante la travesía del océano.

      –¿Oeste, Suroeste…? –repitió el gordinflón como en un eco sin dejar por ello de taladrarlo con sus porcinos ojillos–. ¿Estás seguro?

      –Si el mar y el viento se mantienen así, dentro de cuatro o cinco días emproaremos al Oeste para dar con una isla alta y muy verde que dejaremos por babor.

      Sucedió entonces una de las cosas más pintorescas de que el gomero tuviera nunca noticia, ya que el viejo marino, que presumía de haber pasado más de cuarenta años navegando, pareció desconcertarse de improviso, se miró las manos, consultó un tatuaje que lucía en el dorso de la diestra, y agitando repetidas veces la opuesta, repitió una y otra vez como en una especie de odiosa cantinela:

      –Babor es la izquierda. Babor es la izquierda. Babor es la izquierda… ¡Maldita sea mi alma! Me moriré sin saberlo. ¡Y tú; español de mierda! –le espetó con voz de trueno–, acostúmbrate a la idea de que en mi barco no hay babor ni estribor, sino izquierda y derecha… ¿Está claro?

      –Lo que usted mande, capitán.

      –¿Por dónde tendremos que dejar entonces la isla?

      El canario dudó, agitó la mano tal como el otro había hecho, y al fin repitió convencido:

      –Por la derecha.

      –¿Por la derecha? –balbuceó el portugués descompuesto y casi babeante–. ¿No acabas de decirme que por babor? Y babor es la izquierda. ¿O no?

      –Creo que tiene usted razón, capitán –se disculpó el canario–. Es que eso es algo que yo nunca he tenido tampoco demasiado claro y ahora, al dudar usted me ha hecho confundirme.

      –¡Está bien! Lárgate ahora… Y llama a Azafrán.

      –¿Azafrán o Azabache, señor…?

      –¡A la negra, joder! –explotó el otro–. ¡Y ándate con ojo, que por menos que eso he azotado a muchos!

      –Son cosas del viejo… –sentenció poco más tarde Tristán Madeira cuando Cienfuegos le comentó el curioso incidente–. Pero no te engañes; que confunda nombres no significa que sea estúpido: es que, simplemente, cuando algo se le atraviesa, se le atraganta hasta el final. Y cuida tu gañote porque si el derrotero que le has dado no concuerda con lo que aparezca por la proa eres hombre muerto.

      La recomendación iba en serio, el canario lo sabía y por ello se concentró en buscar una salida a la difícil situación en que sin duda se colocaría cuando una alta y verde isla no surgiera de la inmensidad del océano en el momento justo.

      Azabache acudió al caer el sol a consolarle.

      –¿Tienes miedo? –quiso saber.

      –Bastante –asintió convencido–. Ese bestia está deseando hacerme bailar con el que está ahí arriba.

      –Te lo advertí. Es un cerdo asesino. Se ha pasado toda la tarde buscando trufas, y ahora ronca como un búfalo. ¡Le odio!

      –Si todos le odian tanto, ¿por qué no se ponen de acuerdo y lo tiran al mar?

      –Porque es el capitán. Y el capitán de un barco portugués es como un dios.

      –Entiendo… ¿Y los botes? ¿No habría forma de robar uno y hacerse a la mar?

      –Están sujetos con cadenas y él guarda las llaves. También guarda las armas, su camarote es un auténtico polvorín, y jura que si un día descubriese el más mínimo conato de rebelión haría saltar el barco por los aires. –La muchacha arrugó la ancha nariz en un simpático ademán que repetía con frecuencia–. Y le creo capaz de hacerlo. Para él, aparte de su barco, nada existe, y la vida de los demás le tiene sin cuidado.

      –¿Qué podemos hacer?

      –Nada –fue la resignada respuesta–. Nada más que rezar para que Dios te ilumine y encuentres el rumbo justo.

      –A mí Dios no me ilumina ni con candil –se lamentó el gomero–. O me espabilo solo, o me jodo… –Se volvió a observar fijamente a la africana–. ¿Realmente estás decidida a dejar el barco y cambiar de vida?

      –Esto no es vida y malamente podría cambiarla –le hizo notar la otra–. Con tal de largarme estoy dispuesta a todo.

      Cienfuegos la observó, llegó al firme convencimiento de que decía la verdad, y tras rascarse la barba concluyó por señalar:

      –En ese caso, buscaremos la forma de acercarnos a tierra.

      –Más fácil te resultaría conseguir que una tortuga abandonase su caparazón –le hizo notar la negra–. El barco es su fortaleza y el mar su aliado. ¡Mira a sus hombres! Cuanto más adelgazan, más engorda; cuanto más tristes y desesperados están, más orondo y feliz se le ve, y cuantos más mueren, más vivo parece. Es como si se nutriese del mal ajeno, y jamás renunciará a todo eso.

      –Pues yo no estoy dispuesto a pasarme la vida a bordo de una pocilga flotante, comiendo galletas agusanadas y expuesto a que cualquier día me cuelguen.

      –¿Y

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