El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher страница 5

Автор:
Серия:
Издательство:
El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher

Скачать книгу

gracioso —replicó Bobby y deslizó el dinero a través del mostrador.

      —Marica hijo de puta —dijo el chico a Aaron.

      Aaron se rio. Alguien arrastró una silla por el suelo. El chico apareció justo detrás de ellos. Era más alto que Aaron, pero flaco. Su rostro era delgado, la piel se veía tensa sobre los huesos.

      El corazón de Bobby latía con fuerza y sentía la conocida presión de un ataque de asma inminente que llenaba los espacios en su pecho.

      —¿Dije algo gracioso? —preguntó el muchacho en la nuca de Aaron. Aaron se volvió con la comida en la mano y lo miró—. ¿Qué? —insistió el chico—. Sí, sé qué significan esos tatuajes y no, no te tengo miedo. Tienen suerte de que mi amigo esté dormido. —Hizo crujir sus hombros hacia Aaron.

      Aaron no se inmutó y le sonrió.

      —Discúlpanos, por favor —dijo.

      Esquivó al chico y Bobby lo siguió de cerca. “Gracias a Dios”. Se dirigieron hacia la puerta.

      —Eso pensé —gritó el chico—. Lárguense de aquí.

      Tan cerca. Estaban casi afuera.

      Aaron tenía la mano sobre la manija de la puerta. La soltó y se volvió. Puso su lengua detrás de su labio superior y empezó a hacer sonidos de mono mientras le mostraba el dedo medio al chico. Bobby lo empujó afuera, pero ya había oído los pasos detrás de ellos.

      Aaron caminó y Bobby lo empujó otra vez para que se diera prisa hacia la camioneta. Aaron dio unos pasos corriendo y luego bajó la velocidad para llevarse un puñado de papas fritas a la boca. La puerta de O se abrió con fuerza y golpeó contra la pared.

      —Así que te gusta bromear, ¿eh? —exclamó el muchacho.

      Corrió hacia ellos. Bobby trató de apresurarse, pero la acera estaba resbaladiza y estuvo a punto de caerse. El chico lo alcanzó y lo tomó del cuello del abrigo. Bobby gritó para llamar a Aaron, quien ahora corría hacia la camioneta. Sintió pánico ante la repentina cobardía de Aaron y la posibilidad de que lo dejara allí para que le dieran una paliza o algo peor. Logró soltarse y corrió hacia el lado del conductor de la camioneta. Entró de un salto y cerró la puerta. El chico comenzó a golpear su ventana. Bobby arrancó el motor, listo para pisar el acelerador a fondo, cuando se volvió y vio que Aaron no estaba allí: lo único que había era la caja de pizza y las papas fritas desparramadas en el asiento. Levantó la vista y vio que Aaron cruzaba frente a las luces, en dirección al chico, que se alejó de la ventana de Bobby y le hizo un gesto desafiante a Aaron. Bobby le gritó a Aaron que se detuviera. Que regresara y se subiera a la camioneta. Entonces vio el ladrillo en su mano.

      El ladrillo se estrelló contra el hueso con un chasquido y el chico se desplomó como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos. Bobby oyó el ruido de la cabeza al golpear sobre la acera. Se agarró a la puerta, su aliento empañaba la ventana. Se retiró para limpiar el cristal.

      El rostro pálido del chico estaba atravesado por líneas profundas; de pronto, abrió la boca, jadeó y quedó en silencio. Entonces la sangre comenzó a brotar de cada corte. Sus botas agitaban la nieve, derritiéndola y ensuciándola mientras se retorcía. Lanzó un gemido, débil al principio, luego más fuerte, como una sirena al acercarse. Sus brazos temblaban en tanto intentaba desesperadamente levantarse del pavimento. Bobby intentó abrir su puerta, pero la había cerrado con seguro por el pánico. Mientras encontraba el interruptor y jalaba de la manija, Aaron abrió la puerta del pasajero. Bobby se sobresaltó. Aaron dejó caer el ladrillo en el suelo frente a él.

      —Vamos, vamos, vamos —dijo.

      Aaron respiraba con agitación, pero su voz era tranquila. Su aliento apestaba a cerveza. Bobby se olvidó de que ya había arrancado la camioneta y el motor protestó cuando volvió a girar la llave.

      Los neumáticos chirriaron cuando doblaron la esquina para tomar la avenida Forbes. Aaron apretó la rodilla de Bobby.

      —Más despacio.

      Aaron se estiró para mirar por la ventana trasera mientras Bobby lo hacía por el espejo retrovisor. La estación de policía al otro lado de la calle solía dejar un coche patrulla estacionado afuera como elemento disuasorio. Cuando pasaron frente a él, el coche no se movió. No se encendieron las luces. Ni la sirena. Bobby echó un último vistazo hacia atrás y vio que la puerta de Hot Dog Original se abría antes de que las luces de neón desaparecieran de la vista.

      —Por Dios, Aaron, ¿qué mierda hiciste? —le reprochó. Su respiración se había tornado más corta y le ardía el pecho; el asma formaba como un cinturón de púas alrededor de sus vías respiratorias, sus extremos afilados se incrustaban en sus pulmones. Cuanto más profundo intentaba inhalar, más le costaba respirar. Resolló y buscó en el bolsillo delantero de su abrigo el inhalador, pero se le cayó al suelo. Aaron lo recogió y se lo entregó. La sangre en sus dedos manchó la carcasa de plástico y Bobby se preguntó si sería de Aaron o del chico. Se quedó mirando el inhalador en la mano extendida. Aaron vio la sangre y la limpió con el dobladillo de su camiseta blanca.

      —Mierda —masculló—. Lo siento. Carajo, también te ensucié los pantalones.

      Cuando se lo ofreció de nuevo, la visión periférica de Bobby ya había comenzado a oscurecerse. Tomó el inhalador y dio una bocanada profunda. Aaron abrió la guantera y tomó un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno a Bobby y empujó el encendedor en la consola. Bobby lo aceptó y lo apretó entre sus labios secos.

      —Carajo, hermano —exclamó—. ¿Qué hiciste? ¿Qué hiciste?

      —Te vas a pasar. Dobla aquí.

      El encendedor saltó. Aaron y Bobby se estiraron para tomarlo al mismo tiempo, pero Aaron dejó que Bobby lo hiciera. Tal vez si lo apretaba contra la mejilla de Aaron, o mejor, contra un ojo, algo suave y doloroso, lo que fuera que le diera el tiempo suficiente para escapar, saltaría de la camioneta y dejaría que se estrellara contra un poste mientras él desaparecía en la noche. Podía esconderse en la Catedral de San Pablo y llamar a la policía.

      ¿Y decirles qué?

      Decirles que se había fugado y había dejado a un chico tirado muriéndose y que, por cierto, el loco que lo había hecho estaba demasiado borracho para alejarse de la escena del crimen conduciendo, así que ¿adivinen quién se encargó de eso por él? Lo encerrarían a él también y terminaría como Aaron el día en que lo había visitado, o tal vez peor, con el cráneo hecho pedazos como ese chico que acababan de dejar retorciéndose en la acera.

      “Ese chico. Dios santo, era el hijo de alguien. Dieciocho. Diecinueve, ¿tal vez? No viviría para celebrar su próximo cumpleaños. Quizás ni siquiera esté vivo mañana”.

      Bobby imaginó a la madre. La policía que golpeaba a su puerta para decirle que alguien le había partido la cabeza con un ladrillo a su hijo y lo había dejado morir en la calle. Pensó en su propia madre, Isabel, imaginó su llanto desconsolado, pero lo único que podía oír era el gimoteo del chico. Tanto el llanto imaginado de Isabel como los gemidos reales del chico sonaban a “por qué”.

      —Te pasaste —dijo Aaron. Bobby parpadeó para contener una lágrima—. Toma la próxima a la izquierda.

      Bobby acercó el encendedor a su cigarrillo con mano temblorosa. Aaron le envolvió

Скачать книгу