El color de su piel (versión latinoamericana). John Vercher

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El color de su piel (versión latinoamericana) - John Vercher

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blanda, que balanceó sobre su boca abierta mientras se dejaba caer sobre un sillón verde vómito. Sobre la mesa de café de cristal frente a él había una pistola 45 junto a una pipa de agua. Aaron señaló el arma.

      —¿Es la mía? —preguntó.

      Cort asintió y tomó una profunda bocanada de la pipa de agua. Aaron levantó el arma y la inspeccionó antes de guardarla en la parte trasera de su pantalón, a la altura de la cintura, como si fuera algo que siempre había hecho. Descorrió las cortinas de una ventana y contempló la calle abajo. Cort exhaló una nube de humo y tosió de manera intermitente mientras volvía a subir el volumen del episodio de Yo! MTV Raps. Aaron giró y lo miró con enojo.

      —¿Qué carajo estás mirando, eh, loco? —preguntó Cort.

      —“¿Eh, loco?” —dijo Aaron y luego se rio, fastidiado—. ¿Qué crees que diría tu tío Hank si te escuchara hablar así? ¿Y viendo esta basura?

      —Sí, bueno, el muy idiota sigue encerrado. Así que no puede decir una mierda.

      Aaron caminó hasta el sillón y quedó de pie sobre Cort.

      —Vuelve a decir algo sobre él. —Aaron se llevó una mano hacia atrás y tomó la pistola—. Anda.

      —Dios, Aaron —susurró Bobby; las palabras se le atascaban en la garganta seca.

      Cort alzó la vista hacia Aaron y luego se volvió hacia Bobby, quien movió la cabeza en su dirección. La expresión ruda de Cort cedió.

      —De acuerdo, hermano —reculó—. No quise… quiero decir, está todo bien.

      —Bien —aseguró Aaron—. Apaga esa mierda y dime dónde está el baño.

      Cort hizo un gesto. Bobby observó cómo las botas pesadas de Aaron resonaban por el corto pasillo y desaparecían en una habitación a la derecha.

      —Como digas, hermano —masculló Cort para sí mismo cuando Aaron estuvo fuera del alcance del oído.

      Los efectos de sonido como disparos de pistola de un informativo de noticias de MTV estallaron en el televisor detrás de Bobby y lo sobresaltaron. Tabitha Soren informó sobre lo acontecido ese día en el juicio de O.J. El detective Fuhrman había sido interrogado por utilizar términos racistas en su trabajo en un intento de los abogados de la defensa por establecer un caso de conspiración. El cabeza rapada meneó la cabeza con una mueca de desdén y le dio un golpe a Bobby en el muslo.

      —¿Te crees esta basura? —preguntó—. No hay manera de que no lo haya hecho. Mira sus ojos. No tienen blanco, son toda oscuridad. Como… como los de un… —Miró fijamente la pantalla, con párpados pesados. Bobby se inclinó hacia adelante para ver si se había quedado dormido y luego aventuró el final de la oración.

      —¿Tiburón? —sugirió.

      Cort abrió grandes los ojos y chasqueó los dedos.

      —Ah, mierda, sí, eso es. Estaba pensando en un chimpancé, pero un tiburón. Mierda, claro. De todas maneras, espero que todavía ahorquen a la gente en California. ¿No te parece?

      Bobby no sentía los pies, ni las manos, los brazos ni las piernas. No podía sentir su cara. Por un minuto, tuvo la sensación de no estar ahí. Quizás no estaba. Tal vez había patinado en la nieve y había chocado la camioneta y nada de esto estaba sucediendo. De hecho, ahora mismo podría estar en una cama de hospital mientras su cerebro en coma inventaba todo el asunto. Ni intento de homicidio. Ni cómplice de intento de homicidio. Solo muerte cerebral. El sonido intenso del bajo volvió a retumbar desde el televisor. Cort movió la cabeza y cantó la letra de Warning, de Biggie Small. Luego miró sobre su hombro hacia el pasillo por el que había desaparecido Aaron y volvió a bajar el volumen. Bobby recuperó de pronto la sensibilidad en sus extremidades y caminó por el pasillo en busca de Aaron mientras el agua en la pipa burbujeaba a sus espaldas.

      Aaron se enjuagó la espuma de las manos. El drenaje era lento y el agua se convertía en una sopa roja y blanca antes de escurrirse. Se inspeccionó las uñas. Bobby no se había dado cuenta de que las tenía tan largas. Recordó un programa que había visto en el que los presos se dejaban las uñas largas y se las limaban en punta. Se estremeció.

      —¿Estás bien? —preguntó Aaron.

      —¿Dónde estamos? ¿Quién es ese tipo?

      Aaron siseó entre dientes.

      —Un pendejo. No tiene dignidad. Si no fuera por su tío lo molería a palos. Se lo debo. Por eso me estoy quedando un tiempo con él.

      —¿Qué le debes al tío? —inquirió Bobby. Aunque quería saber, temía la respuesta.

      —Nada. Todo —respondió Aaron—. Todo depende de quién pregunte. Él me introdujo en la hermandad. Me mantuvo a salvo.

      —¿La hermandad? —repitió Bobby en voz más alta—. ¿Te escuchas? No puedo creerlo. ¿Con quién estoy hablando? Tengo que salir de aquí.

      —¿Y adónde vas a ir, Bobby?

      Aaron se echó agua en la cara y buscó una toalla, pero no había nada en el toallero. Cuando tomó el dobladillo de su camiseta para llevárselo a la cara, vio las manchas de sangre de cuando había limpiado el inhalador de Bobby. Se quitó la camiseta y se secó la cara con una parte limpia. Su pecho y su espalda estaban cubiertos de acné y Bobby supuso que alguien adentro le había conseguido esteroides. Aaron se volvió para hacer pis. Tenía el número 88 tatuado en ambos omóplatos y marcas de cigarrillos entre los granos de la espalda que formaban cicatrices redondas y en relieve. Alguien lo había usado de cenicero.

      Cuando se volteó, los ojos de Bobby se dirigieron a la gran esvástica en su esternón; los brazos de la cruz se doblaban en el pecho. Aaron caminó hacia él y Bobby retrocedió hasta chocar contra la pared en el estrecho pasillo. Aaron se apoyó contra el vano de la puerta. Su expresión se suavizó.

      —Escucha, lamento haberme ido al carajo allá abajo. Sé que estás asustado, pero aquí estás a salvo. Siempre estás a salvo cuando yo estoy cerca. Te debo al menos eso. Descansaremos un poco y resolveremos las cosas en la mañana. Te prometo, todo estará bien. Ahora ve a comer algo de pizza antes de que ese idiota se la termine. —Bobby abrió la boca para protestar pero Aaron le dio una palmada en la mejilla, pasó junto a él y caminó hacia otra puerta al final del pasillo.

      Por un instante, Bobby se sintió furioso, mucho más furioso que asustado. Cuando Aaron le dio la palmada en la mejilla, había tenido ganas de tomarlo del cuello y gritarle en la cara. Había querido apretárselo hasta encontrar la enorme nuez de Adán que solía subir y bajar en el cuello escuálido de ese chico a quien Bobby siempre tenía que calmar cuando la hierba lo inducía a un perpetuo estado de paranoia. Nunca había sido al revés. Por supuesto, Aaron estaba borracho, pero debajo de toda esa calma escalofriante, tenía que estar ese mismo chico aterrado.

      Pero no estaba ahí. Sus ojos eran tan fríos como su color azul hielo. Aaron llevaba menos de veinticuatro horas fuera de la cárcel y casi había matado a alguien. Ahora quería pizza. La prisión había creado al Aaron de Prisión, y el Aaron de Prisión hacía lo que pensaba que tenía que hacer, supuestamente, para proteger a ambos. O lo disfrutaba, o no le importaba tener que volver si los atrapaban, o alguna versión retorcida de ambas. La idea hizo que Bobby volviera a sentir pánico.

      Regresó

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