El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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apenas quedaban sugeridos, sin nunca ir más lejos. Implicaban habilidad y poder pecaminosos, hacían sugerencias abominables, dejando casi todo a la imaginación. Encontrar esa especie de significados en un jardín burgués e inter­pretarlos con tanta delicadeza y certidumbre presentaba ciertos simbolismos siniestros, incluso diabólicos. La delicadeza la aportaba la pintora, pero el punto de vista correspondía a otra persona. La palabra que se me ocurrió no fue la burda descripción de lo “impuro”, sino una obra que se manifestaba contra la pureza, algo mucho más fundamental: la antipureza.

      Fui pasando los bocetos uno por uno, como pasa un niño las páginas de un libro prohibido, temeroso de ser sorprendido.

      —¿Qué hace Mabel con ellos? —le pregunté en voz baja al acercarme al final—. ¿Los guarda?

      —Toma notas en un cuaderno y después los destruye —fue la respuesta desde el otro lado del cuarto, con un suspiro de alivio—. Me alegro de que los hayas visto, Bill. Quería enseñártelos, pero me daba miedo. ¿Me entiendes?

      —Entiendo —repliqué, aunque la pregunta no necesitaba respuesta. Lo único que logré entender fue que la mentalidad de Mabel era igual de dulce y pura que la de mi hermana, y que tendría buenas razones para actuar de tal manera. ¡Destruía los bocetos, pero antes tomaba notas! Constituían una interpretación del lugar que ella buscaba. Como hermano sentí un poco de resentimiento, pues Frances desperdiciaba tiempo y talento cuando podría estar haciendo obras que podría vender. Naturalmente, también sentí otras cosas…

      —Mabel insiste absolutamente en pagarme cinco guineas por cada uno.

      Me quedé estúpidamente sin palabras durante un mo­mento.

      —Debo aceptar o irme —prosiguió tranquilamente, aunque se puso un poco pálida—. Lo he intentado todo. Al tercer día después de mi llegada tuvimos toda una escena, cuando le mostré mi primer boceto. Quería escribirte sobre esto, pero no pude decidirme…

      —Entonces, ¿no es intencional de tu parte? Perdón por preguntar, querida Frances —balbuceé sin saber qué decir o pensar, mientras recordaba la sensación de “leer entre líneas” en su carta—. Quiero decir, tú haces los bocetos a tu manera habitual y… el resultado aparece por su cuenta, por decirlo así.

      Asintió, abriendo las manos como los franceses.

      —No necesitamos quedarnos con el dinero, Bill. Podemos regalarlo, pero… debo aceptarlo o irme de aquí.

      Volvió a encogerse de hombros. Se sentó en una silla frente a mí y se puso a mirar la alfombra.

      —¿Dices que se produjo una escena? —continué—. ¿Ella insistió?

      —Me rogó que continuara —repuso mi hermana en voz muy baja—. Ella cree que… es decir, tiene la idea o teoría de que algo anda mal con este lugar.

      Frances se interrumpió tartamudeando. Sabía que yo no apoyaba teorías sin fundamento.

      —Es por algo que siente, entonces —le ayudé, con más que curiosidad.

      —Oh, sabes a qué me refiero, Bill —dijo, desesperada—. Que el lugar se halla saturado por alguna influencia que ella es demasiado estúpida y positiva para interpretar. Trata de volverse más negativa y receptiva, como ella dice, pero por supuesto no puede. ¿No has notado lo aburrida e impersonal que parece, como si no tuviera ningún carácter? Piensa que con ese método le llegarán impresiones, pero no sucede así…

      —Es natural.

      —Por eso lo intenta a través de mí, o de nosotros, lo que ella denomina temperamento artístico, que es más impresionable. Afirma que mientras no tenga la más completa certeza sobre esta influencia, no podrá enfrentarla, sacarla de aquí. “Poner la casa en orden”, es la frase que ella usa.

      Al recordar mis propias impresiones me sentí más indulgente de lo normal. Traté de quitar el tono de impaciencia a mi voz:

      —Y dicha influencia, ¿qué es? ¿De quién sale?

      Pronunciamos el pronombre juntos, pues yo también respondí a mi propia pregunta:

      —De él.

      Ambos indicamos con la cabeza el suelo, pues el comedor quedaba directamente bajo la habitación.

      Se me hundió el corazón, al mismo tiempo que mi curiosidad se esfumaba, dando lugar al aburrimiento. La vulgaridad de una casa embrujada era lo último que podría parecerme interesante. La idea me exasperaba, con sus insinuaciones de imaginación, nervios exacerbados, histeria y cosas por el estilo. La decepción se mezclaba con mis otras emociones. Jamás podría ver ciertas figuras o sentir “presencias”, intercambiando día tras día incidentes extraños; eso me causaba una forma persistente de fatiga.

      —En realidad, Frances —añadí después de una breve pausa—, esa explicación es demasiado improbable. Las maldiciones corresponden a los cuentos de la primera época victoriana.

      Tan sólo por hallarme persuadido de que existía algo que valía la pena descubrir, pero ciertamente no eso, me guardé de sugerir que termináramos nuestra estancia de inmediato, o tan pronto como pudiéramos, sin ser groseros.

      —No se trata de casas embrujadas en este caso; tiene que haber otras causas —concluí con vehemencia, y puse de golpe la mano encima de su odioso portafolios.

      No obstante, la réplica de mi hermana volvió a despertar mi curiosidad.

      —Eso es lo que esperaba que dijeras. Mabel dice exactamente lo mismo. Él forma parte de ello, pero hay algo más, mucho más fuerte y complicado.

      Parecía aludir a los bocetos, y aunque capté lo que ella deseaba inferir no quise decir nada, pues no deseaba hablar de eso con ella en aquel momento, ni en ningún otro, en realidad.

      Me limité a mirarla y escuchar lo que me decía. Hacer preguntas no serviría de nada, desde luego. Era mejor dejar que ella se expresara en sus propias palabras.

      —Él es una influencia, la más reciente —continuó ella hablando con lentitud y mucha calma—, pero por debajo hay varias capas más profundas. Si tan sólo se tratara de él, algo sucedería. Pero nunca pasa nada. Esas cosas lo impiden o lo estorban, como si lucharan entre sí por ganar predominio.

      Eso mismo había sentido yo; la idea era en realidad horrible. Me estremecí.

      —Es lo más feo de todo, que nunca pase nada —continuó ella—, sólo la apariencia de que está a punto de suceder, siempre en la orilla seca de una consecuencia que jamás se materializa. Es una tortura. Mabel está en las últimas. Cuando me rogó… mis sentimientos en torno a los bocetos… quiero decir…

      Volvió a interrumpirse tartamudeando, igual que un momento antes. La paré abruptamente; yo la había juzgado demasiado pronto. El raro simbolismo de sus pinturas, pagano, pero sin ninguna inocencia, era resultado de una mezcla. No fingí entender, pero por lo menos pude ser paciente y quise discutir. Hablamos un poco más, pero de otros temas, sin aludir a nuestra anfitriona ni a las pinturas ni a teorías descabelladas ni tampoco a él. Sin embargo, las emocio­nes que Frances lograba mantener reprimidas, escondidas entre sus frases, lo mismo que entre líneas en su carta, volvieron a estallar y la sacudieron de pies a cabeza:

      —En tal caso,

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