El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
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Pasaron diez días de una estancia común y corriente antes de toparme cara a cara con una rareza que desafiaba cualquier intento de captura. “Hay algo aquí que jamás sucede”, fue la oración pronunciada por mi mente, “y por tal razón ninguno se atreve a mencionar el tema.” Al mirar por la ventana a las vulgares aves negras, con los dedos de las patas flexionados, picoteando en busca de sus gusanos, entendí con claridad que aun ellas, lo mismo que cada cosa, ya fuese grande o pequeña, en la casa y su terreno, quedaba bajo el signo de lo raro, y lo raro tenía el efecto de deformarla. En su totalidad, la vida ahí se reducía a una atmósfera castrada, sin crecimiento ni poder. Los dones de Dios nada significaban; se ignoraba Su amor por la alegría, en el jardín no se cantaba ni se danzaba. Su contenido era el odio. Mi mente se apresuró a concluir: “la Sombra es una manifestación del odio, y el odio es el Diablo”. Supe que llegaba en parte a la verdad y tuve miedo.
Dejé los libros y salí: vi un cielo nublado, pero el día no tenía nada de triste. La luz filtrada por las nubes le daba un tono cálido, casi veraniego. Sin embargo, contemplé el territorio al desnudo, pues por fin entendí. El odio significa pelea, y entre ambas fuerzas se teje la capa con que se viste el terror. Yo no poseía creencias religiosas ni compartía las series de dogmas denominadas credos, así que podía observar el asunto desde fuera, con objetividad. Absorbí, sin embargo, lo suficiente para considerar (elogiándome) compasivamente a los otros, de alma menos aventurera. El retrato del comedor acechaba en todas partes, se escondía detrás de cada árbol, me observaba desde la fea punta de las torres burguesas, y se notaba la huella pesada de su mano sobre cada lecho de flores. “No se puede hacer esto, no se puede hacer aquello”, vi escrito en el aire. “Prohibido salir de los senderos angostos”, dijeron los barandales de rígido hierro negro. “No se puede andar aquí”, manifestaban todos los prados. “Usa los escalones”, “No cortes las flores, no hagas ruido de risas, cantos o bailes”, prohibían letreros sobre la rosaleda. Y la declaración corriente de “Los infractores serán procesados” se modificaba en mensajes que aparecían sobre las araucarias y los acebos: “Los infractores serán destruidos”. Al final de cada terraza se erguían implacables agentes policiacos, carceleros, verdugos, quienes cantaban: “Ven con nosotros o quedarás eternamente entre los malditos”.
Me congratulé por haber descubierto esa obvia explicación del ambiente carcelario que exudaban las Torres. No se me ocurrió que la pesada influencia póstuma del viejo Samuel Franklyn fuese insuficiente como solución. La viuda, con su esfuerzo por “tratar de ordenar”, intentaba olvidar el miedo y el credo deprimente que adoptó por obligación. Frances, con su mente delicada, no hablaba del asunto, pues se refería a la influencia de un hombre a quien su amiga había amado. Me sentí más ligero, se me quitó una carga de encima. Recordé una máxima que leí no sé dónde: “Asociar lo desconocido a lo conocido significa entender”. Experimenté un gran alivio; al fin podría hablarle a Frances, y aun a mi anfitriona, sobre el tema sin riesgo de dar pasos en falso. Pues tenía la llave en la mano, y podría incluso ayudar a disipar la Sombra, a “tratar de ordenar”. ¡Quizás así se justificaba haber sido invitados por tanto tiempo!
Riéndome, quizá de mí mismo, entré en la casa. “¡Tal vez la perspectiva del artista, sin dogmas duros y sencillos, sea igual de estrecha que las demás! ¡La humanidad es algo tan pequeño! ¿Por qué no será posible que exista una combinación verdadera de todos los puntos de vista?”
A pesar de mi gran descubrimiento sobre poner las cosas en su sitio, me dominó con mucha fuerza el sentimiento de “inestabilidad”. Y de pronto me encontré con Frances, que bajaba por las escaleras con un portafolios de bocetos bajo el brazo.
Desde su llegada estuvo trabajando mucho, pero me di cuenta abruptamente de que no me había mostrado nada de lo que llevaba hecho. Me pareció raro, poco natural. La manera en que quiso pasar junto a mí confirmó mi sospecha inicial: sus trabajos no estaban a la altura que debían.
—¡Un momento! —le dije entre risas—. Es la hora de exponer tus cosas. No he visto nada de lo que has hecho desde que llegaste; tú, que siempre me enseñas todo. Eso me parece una atrocidad degradante.
Mi risa quedó congelada. Hizo un gesto de astucia tratando de pasar a mi lado, y casi decidí dejarla pasar, pues me afectó ver la expresión en su cara: incómoda, avergonzada, sonrojándose y empalideciendo, y me hizo pensar en un niño que es sorprendido en alguna travesura secreta. Casi expresaba miedo.
—¿Es porque todavía no están terminados? —pregunté con mayor seriedad—. ¿O son demasiado buenos para que yo los entienda?
Mi crítica pictórica, según solía decirme, resultaba a veces burda e ignorante. Añadí:
—Me los dejarás ver más adelante, ¿verdad?
Sin embargo, Frances no quiso tomar esa salida que le ofrecía yo. Cambió de opinión y sacó el portafolios que llevaba bajo el brazo.
—Si de verdad lo deseas, Bill, puedes verlos —dijo en voz queda, en un tono que evocaba a una nana que habla con un niño recién salido de la infancia primera—. Tienes edad suficiente para contemplar el horror y la fealdad… aunque no te lo aconsejo.
—Quiero verlos —repuse, y me di vuelta para bajar junto a ella, pero me dijo:
—Mejor sube conmigo a mi cuarto, ahí nadie nos molestará.
Creí que iba de camino a mostrar sus obras a la anfitriona, y no deseaba que las viéramos al mismo tiempo. Mi mente comenzó a trabajar con furia.
—Mabel me pidió que los hiciera —explicó en un tono de voz que expresaba un horror sumiso, después de cerrar la puerta—. De hecho, me lo suplicó. Ya sabes que es muy persistente a pesar de ser tan callada. Tuve… no tuve más remedio que hacerlos.
Se sonrojó y abrió el portafolios sobre la mesa al lado de la ventana, y se puso tras de mí mientras yo iba pasando los bocetos, cuyos temas comprendían el terreno, los árboles y el jardín. Al comenzar mi inspección no hallé ningún motivo por el cual pudiera ofenderse el sentido de modestia de mi hermana. Mi atención se desvió por un instante, pues otra pieza del rompecabezas caía en su sitio, definiendo con mayor exactitud aquello que yo nombré “la Sombra”. Me acordé de que la señora Franklyn, en la biblioteca, me sugirió que quizá podría escribir algo sobre el lugar; yo supuse entonces que no se trataba más que de otro de sus comentarios banales y no le puse más atención. Sin embargo, entendí de pronto que hablaba en serio. Deseaba las interpretaciones expresadas por nuestros “talentos” respectivos en pinturas y escritos. Eso revelaba los motivos de su invitación. Nos dejaba solos a propósito.
—Me gustaría romper todo —susurró Frances detrás de mí, temblando—. Sólo que prometí…
Se interrumpió un momento.
—¿Le prometiste que no los romperías? —pregunté, con los ojos adheridos a los bocetos y sintiendo una rara angustia.
—Le prometí que antes se los enseñaría a ella —terminó, en voz tan baja que apenas la pude escuchar.
Carezco de comprensión intuitiva e inmediata del valor de las obras pictóricas. Todos creen que sus juicios son acertados, pero yo no me considero mejor espectador que cualquier persona común y corriente. Con frecuencia Frances me encontraba culpable de errores y de una gran ignorancia. Sólo puedo decir que examiné los bocetos con asombro y repulsión. Me parecieron atroces. Sentí vergüenza por mi hermana, quien con algún pretexto se movió al otro lado de la habitación y no los examinó junto a mí. Su talento era mediocre, pero conocía momentos de inspiración. Es decir, momentos