El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
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La última oración estaba tachada con tinta, pero la pude leer, pues las letras eran demasiado grandes para taparlas del todo.
“Aquel hombre poseía una voluntad indoblegable bajo su aceitosa bondad que hacía pasar por espiritualidad, con una personalidad fuerte, y no dudo que en otro siglo nos habría enviado tan contento a ti y a mí a la hoguera… por nuestro propio bien. ¿No te extraña que ella no hable nunca de él, ni siquiera conmigo?”
De nuevo había tachado esto último, pero sin la intención de impedir su lectura; probablemente porque era una repetición.
“De él no queda más recordatorio en la casa que una copia grande del retrato de presentación de las escaleras del Instituto Multitécnico de Peckham. Ya sabes, el de tamaño natural, con una mano gorda cargada de anillos apoyada en una Biblia gruesa, y la otra metida entre los botones del abrigo. Está colgado en el comedor y domina nuestras comidas. Ojalá Mabel lo quitara de ahí. Creo que le gustaría hacer eso, pero no se atreve. No hay una sola fotografía de él, ni siquiera en la recámara. Aquí está también la señora Marsh; te acordarás de ella, el ama de llaves de él, la esposa de aquel hombre que metieron a la cárcel por asesinar a un bebé, o algo parecido. ¡Tú comentaste que ella le había robado y justificaba el crimen aduciendo la historia del administrador injusto que aparece en la Biblia! ¡Cuánto nos reímos aquella vez! Ella también es la misma de siempre, deslizándose por toda la casa y apareciendo cuando menos te lo esperas.”
Más reminiscencias ocupaban las siguientes dos hojas de su carta, y sin ninguna puntuación añadía instrucciones acerca de la caldera para calentar mi despacho en el departamento, seguidas por lo que debía decirle yo a la cocinera, y pedidos de cosas que olvidó al empacar y deseaba que le enviara: dos blusas, con descripciones tan largas y contradictorias que me hicieron suspirar mientras las leía, “a menos que puedas venir pronto y no te importe traérmelas tú mismo; no la de color malva que me pongo a veces por las tardes, sino la azul claro con encaje en el cuello y pliegues por delante. No sé si estén en el armario de mi recámara o en el cajón. Pregúntale a Annie si tienes dudas. Muchísimas gracias. Mándame un telegrama, no lo olvides, y te iremos a recoger en un automóvil a la hora que sea. No sé si me quede el mes entero yo sola. Todo depende”.
Ahí terminaba la carta, con las cursivas fuera de control hacia el final, repitiendo que a Mabel le encantaría mi visita por mi propia persona, pero también por tener a un “hombre en la casa”, y que no necesitaba más que telegrafiar los datos del tren y la hora… La carta, que me llegó con el segundo correo del día, me interrumpió cuando me hallaba absorto trabajando, y tras leerla y confirmar que nada de lo que me decía requería de mi atención inmediata, la hice a un lado y proseguí con mis notas y lecturas. Pasados cinco minutos, sin embargo, la carta volvió a requerir atención. Ese elemento inquietante al que se alude al decir “leer entre líneas” me revoloteaba en la mente. Se desvaneció mi interés en los estados balcánicos, el artículo político que me “encomendaron”. Algo indeterminado me inquietaba perturbadoramente. Al principio quise persistir en mi trabajo y forzarme a la concentración, pero no tardé en percibir que un estrato de nuevas impresiones flotaba entre el artículo y mi atención. Era algo similar a una sombra, pero que se disipaba tan pronto la inspeccionaba. En un par de ocasiones alcé la mirada esperando encontrar a alguien más en la habitación, pensando que Annie habría abierto la puerta sin hacer ruido y esperaba mis instrucciones. Oí el estruendo de los autobuses que cruzaban el puente. La calle Oakley entró en mis percepciones. Montenegro y el Adriático azul se disolvieron en la neblina de octubre a lo largo del deprimente Embankment que imitaba la ribera de un río, y varias oraciones de la carta saltaban ante mis ojos y me picaban la curiosidad. Después de releerla cuidadosamente llamé a Annie y le dije que encontrara las blusas y las pusiera en un paquete para echar al correo, y por fin le mostré la descripción escrita, y resentí la sonrisa de superioridad que acompañó su rápida interrupción:
—Yo las conozco, señor —dijo y salió.
No obstante, poco me preocupaban las dichosas blusas. Me exasperaba en cambio esa lectura “entre líneas” que puso fin a mi trabajo y me eludía de manera muy irritante. En tales casos, lo único valioso es la impresión inicial, pues si se empieza a analizar se corre el riesgo de que la imaginación elabore toda suerte de falsas interpretaciones. Mientras más meditaba en ello, más aumentaba mi confusión. Creí que la carta quería referirse a algo más, pero que sus ocho hojas tan sólo se limitaban a sugerirlo. Llegaba al borde de hacer una revelación y en ese punto se detenía. Algo que me provocaba inquietud ocupaba la mente de mi corresponsal. Sin embargo, el estudio de las oraciones no me aclaró nada o, mejor dicho, contribuyó a aumentar la confusión, pues, aunque mi inquietud no cesaba, la primera impresión acabó por desvanecerse en el aire. Por fin cerré mis libros y fui a la biblioteca del Museo Británico para hacer una consulta de otro tipo. Tal vez eso me ayudaría a discernir las cosas, llevando a la mente por una dirección distinta. Almorcé cerca de la casa, en el Express Dairy de la calle Oxford, y le avisé a Annie que a las cinco llegaría a casa para tomar el té.
Y fue tomando el té, fatigado en cuerpo y alma después de cinco horas de respirar el aire rancio de la Rotonda, que mi mente logró sacar a la luz la impresión original, vívida y clara; la revelación no llegó acompañada de ninguna prueba; era sólo un presentimiento, pero muy convincente. La mente de Frances se encontraba perturbada. Eché de menos su buen sentido del orden; estaba inquieta, incluso tal vez asustada. Algo respecto a esa casa la angustiaba, y tenía necesidad de mi presencia. A menos que yo acudiera, se echaría a perder su tiempo de reposo, las vacaciones que tanto necesitaba, de hecho. Le faltaba egoísmo para decirlo con esas mismas palabras, pero yo lo adiviné a lo largo de toda la carta. Vi con toda claridad que la señora Franklyn y, en consecuencia, también Frances, necesitaba tener “un hombre en la casa”. La desagradable frase “un hombre en la casa” sugería algo que ella no se atrevía a declarar abiertamente. Esas dos mujeres viviendo en aquella enorme barraca solitaria tenían miedo.
El mensaje implícito incidió en mi sentido del deber, mi afecto, mi altruismo, como quiera que se llame esa emoción compuesta, y también en mi vanidad. Quise actuar rápidamente a fin de evitar que nuevas reflexiones torcieran mi claro y decente juicio.
—Annie —dije cuando ella respondió al timbre—, no necesita enviar esas blusas por el correo. Las llevaré personalmente mañana, cuando me vaya. Estaré fuera una o dos semanas, tal vez más.
Consulté la guía de ferrocarril y me apuré a telegrafiar antes de que se modificara mi opinión, siempre susceptible a cambios.
No obstante, durante la noche ningún deseo se presentó para alterar mi decisión. Iba a hacer lo correcto, lo que se necesitaba. Sentí incluso prisa por llegar a las Torres lo más pronto posible. Elegí un tren que salía temprano por la tarde.
III
UN TELEGRAMA ME INDICÓ que me bajara en un pueblo