El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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un precario lugar para descansar en la base del cañón de una chimenea, enjugándose la frente.

      A su alrededor, el mar de tejados y chimeneas londinenses se extendía como un océano negro, pero aquí, como un oasis en el desierto, había una azotea de extensión limitada, y no muy alta comparada con otras, convertida en un perfecto jardín. Flores… pero, ¿para qué describirlas, cuando él mismo no sabía ni los nombres? Lo importante era que sus órdenes se habían cumplido a su entera satisfacción y que esa pequeña azotea era un mundo de colores vivos, moviéndose en el viento, perfumando el aire, recibiendo la luz del sol.

      Por todos lados, entre las macetas y cajas de flores, estaban las jaulas. Y en las jaulas los mirlos y los zorzales, las alondras y los pardillos, cantaban apasionadamente en un coro que era más exquisito, pensaba él, que cualquier cosa que hubiera oído en la vida. Y ahí en el rincón junto a la gran chime­nea, cuidadosamente resguardada del brillo del sol, estaba la jaula grande con los búhos.

      —Casi podría creer que han adivinado mi intención, después de todo —exclamó el profesor.

      Durante un largo rato se quedó ahí sentado, recargado en la chimenea, sin percatarse del cuello tiznado, escuchando el canto y deleitando sus ojos en el jardín de flores que lo rodeaba. Luego el sonido de una campana en la planta baja lo incitó repentinamente a la acción y volvió a bajar con dificultad hasta la puerta del recibidor.

      “Aquí vienen”, pensó, sumamente emocionado. “Válgame, espero no cometer ningún error.”

      Palpó su bolsillo y encontró su libreta, y luego abrió la puerta que daba a la calle.

      —¡Ah, sólo es usted! —exclamó, mientras su enfermera entraba con los brazos llenos de paquetes.

      —Sólo yo —rio ella—, pero traigo la limonada y las galle­tas. Los demás llegarán en cualquier momento. Ya pasa de las tres. Apenas hay tiempo para acomodar los vasos y los platos. Deben llegar unos cincuenta, de acuerdo con las cartas que recibió. Y tenga cuidado de no fatigarse.

      —¡Oh, yo estoy bien! —respondió él.

      La enfermera subió corriendo. Antes de que se oyera su primer paso en el piso de arriba, un landó de dos caballos se detuvo a la puerta y un lacayo se acercó sin demora a preguntar si el profesor Parnacute estaba en casa.

      —Estoy, en efecto —respondió el anciano, sonrojándose y riendo al mismo tiempo, y luego salió hasta el carruaje para recibir en persona a la niña y el niño que bajaron. Se inclinó tiesa y torpemente ante la hermosa dama, quien le agradeció su bondad con palabras que él no pudo oír bien, y luego condujo a sus invitados a la casa. Al principio estaban muy tímidos, y no sabían muy bien qué pensar de todo aquello, pero una vez dentro, el sentido de aventura del niño despertó al ver la tienda vacía, y el mostrador, y la extraña variedad de flores en el piso.

      Recordó la carta del profesor Parnacute que su padre les había leído hacía una semana.

      —Mi lote es el número 7, ¿verdad, profesor? —exclamó—. Voy a liberar una jaula de pardillos, y me tocan una cobaya y un lori-no-sé-qué de regalo, ¿no?

      El señor Parnacute, tembloroso y radiante, consultó su libreta presurosamente y respondió que estaba “perfectamente en lo cierto”.

      —Señorito Edwin Burton —leyó—; para liberar: lote 7. Para llevar: una cobaya y un lori escuamiverde.

      —Yo tengo el lote 8, por favor —dijo la vocecita de la niña, parada a su lado con los ojos desorbitados.

      —Ah, no me digas, querida —dijo él—. Sí, sí, creo que tienes razón —volvió a batallar con su libreta.

      ”Aquí está —agregó, leyendo otra vez en voz alta—. Señorita Angelina Burton… —se acercó la libreta para descifrar la escritura en la penumbra—; para liberar: lote 8. Ése es de alondras totovías, ¿sabes, querida? Para llevar: una tortuga angulada. Correcto, sí; es correcto.

      Llamó a la enfermera, que estaba arriba, para que les enseñara a los niños sus regalos, escondidos en cajas entre las flores —el escuamiverde y la tortuga—, y luego regresó a la puerta a recibir a sus demás invitados, que ahora empezaron a llegar en un flujo continuo. Hasta sumar veinte o treinta siguieron llegando, y no había uno solo que pareciera mucho mayor de doce. Y casi todos dejaron a sus mayores en la puerta y entraron sin acompañante.

      Poner en orden a esta variedad de jóvenes entre los pájaros y las flores fue una cuestión de cierta dificultad, pero aquí la enfermera salió al rescate del profesor con energía y experiencia, de modo que él pudo economizar fuerzas y los niños se acomodaron sin peligro para nadie.

      Y en esa pequeña azotea el espectáculo ciertamente era único. Ahí estaban todos parados, una extraordinaria mezcolanza de colores para los tejados del suroeste de Londres: los brillantes vestidos de las niñas, el plumaje de las aves, los azules y amarillos y escarlatas de las flores; mientras que el canto y las voces formaron un coro que trajo numerosas caras sorprendidas a las ventanas de los edificios más altos alrededor de ellos e hizo que la gente se detuviera, abajo en la calle, y se preguntara con expresión desconcertada de dónde rayos provenían esos sonidos en esa tranquila tarde de junio.

      —¡Listo! —gritó Simon Parnacute cuando todos los lotes habían sido colocados con cuidado junto a sus dueños—. En el momento en que dé la instrucción, ¡abran sus jaulas y dejen escapar a los prisioneros! Y apunten en dirección del parque.

      Los niños se agacharon a recoger sus jaulas. Las voces y el canto de cien gargantas diminutas cesaron. Se hizo silencio en la azotea y en esa extraña reunión. El sol se derramaba resplandeciente sobre todas las cosas y el rostro del profesor goteaba.

      —¡Una —gritó con la voz trémula de emoción—, dos, tres… y a volar!

      Se oyó el traqueteo de las puertitas que se abrían y los barrotes de alambre… y luego un repentino estallido de “Aaaahs” largos y medio contenidos. De inmediato siguió una conmoción de plumas aleteando, una rápida vibración del aire, y la pequeña horda de prisioneros salió disparada como una nube hacia el cielo, y un momento después con un gran zumbido de alas había desaparecido tras los muros más allá del bosque de chimeneas y se perdió de vista. Zorzales, mirlos, pardillos y pinzones desaparecieron en un instante, tanto que el ojo apenas los podía seguir. Sólo las gaviotas, perplejas por su libertad repentina, con las alas aún entumidas por la estrechez de su alojamiento, permanecieron unos minutos en la orilla de la azotea, mirando a su alrededor desconcertadas, hasta que ellas también descubrieron su libertad y zarpa­ron hacia el cielo abierto en busca de los esplendores del mar.

      Un segundo silencio, aún más profundo que el primero, se apoderó de todos por un momento, y luego los niños en el mismo acorde estallaron en alaridos de deleite y explicación, gritando, para el que quisiera escuchar, los detalles de cómo sus pájaros, respectivamente, habían volado; adónde se habían ido; cómo eran y qué pensaban, y un centenar de cosas más sobre dónde harían sus nidos y cuántos huevos pondrían.

      Y luego todos bajaron por sus regalos y los refrigerios. Uno por uno se acercaron al profesor; en la mano traían el boleto con el número de su “lote” y la descripción del animal que iban a recibir para darle un hogar. Los pocos que iban acompañados por adultos pasaron primero.

      —¿Los búhos, me parece? —dijo el pastor de cara rosada que había venido acompañando a varios niños aparte de los suyos, abriéndose camino por la azotea cuando la multitud

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