El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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su guía diera vueltas y vueltas alrededor de él, riendo por lo bajo mientras volaba. Era una risita curiosa, argéntea… pero sonaba como si le llegara desde una distancia mucho mayor que antes. Le llegaba, por decirlo así, a través de barreras.

      La imagen de la tienda para aficionados a los pájaros le volvió a llegar vívidamente. Vio los ojitos implorantes y asustados; oyó el golpeteo incesante de los pies apresados, las alas pegando contra los barrotes y los suaves cuerpos empujando en vano para salir. Vio la cara colorada de Theodore Spinks, el propietario, regodeándose ante la escena de vida cautiva que le daba los medios para vivir: los medios para disfrutar su pequeña medida de libertad. Vio a la gaviota decaída en su rincón, y al búho con los ojos llenos del polvo de la calle, sus orejas emplumadas crispándose… y entonces volvió a pensar en los seres humanos enjaulados del mundo —hombres, mujeres y niños— y un dolor, como el dolor de un universo entero, le quemó el alma y encendió su corazón de anhelo… de liberarlos a todos al instante.

      Y, al no poder encontrar palabras para expresar lo que sentía, volvió a encontrar alivio en su extraño e impetuoso canto.

      Simon Parnacute, profesor de Economía Política, ¡cantó en mitad del cielo! Pero ése fue su último recuerdo vívido. A partir de ahí, todo se fue poniendo un poco borroso. Todo cambió rápidamente como en un sueño cuando el cuerpo se acerca al momento de despertar. Él trató de sujetarlo y detenerlo, de retrasar el momento en que debía terminar, pero ese poder estaba más allá de él. Se sentía pesado y cansado, y volaba más cerca del suelo; los intervalos entre las curvas de vuelo se hicieron más y más pequeños, el ímpetu más y más débil mientras él a cada momento se volvía más denso y estúpido. Su curso por los campos del sur de Inglaterra, en su camino a casa que ya era casi trabajoso, se volvió una serie de saltos largos y bajos más que un vuelo propiamente dicho. Más y más seguido se veía obligado a tocar tierra para adquirir el impulso necesario. El policía corpulento parecía haberse fundido repentinamente en el azul de la noche.

      Luego oyó que se abría una puerta en el cielo sobre su cabeza. Una estrella bajó y se acercó demasiado, y lo deslumbró. Instintivamente gritó pidiendo ayuda a su amigo, el policía mundial.

      —Ya es hora de su sopa —fue la única respuesta que ob­tuvo.

      No parecía ser la respuesta correcta, ni tampoco la voz correcta. Un terror de estar perdido permanentemente lo invadió, y volvió a gritar, más fuerte que antes.

      —Y primero la medicina —soltó la voz estridente y aguda desde el espacio infinito.

      No era la voz del policía para nada. Ahora lo sabía, y entendía. Una sensación de agotamiento, de repulsión nauseabunda y hastío se apoderó de él. Volteó hacia arriba. El cielo se había vuelto blanco; vio cortinas y paredes y una lámpara brillante con una pantalla roja. Ésta era la estrella que por poco lo había cegado: ¡sólo una lámpara en el cuarto de un enfermo! Y, de pie en el otro extremo de la habitación, vio la figura de la enfermera de cofia y delantal.

      Bajo él yacía su cuerpo en la cama. Su sensación de repugnancia y hastío se volvió un horror absoluto. Pero se hundió exhausto en él: en su jaula.

      —Tome esta sopa, señor, después de la medicina, y luego quizá podrá dormir otro poco —le decía la enfermera con amable autoridad, encorvada sobre él.

      IV

      EL PROGRESO DEL PROFESOR PARNACUTE hacia la recuperación fue lento y tedioso, pues la enfermedad había sido severa y lo había dejado con el corazón peligrosamente debilitado.

      Y por la noche aún se deleitaba con los sueños de vuelo. Sólo que, para entonces, ya había aprendido a volar solo. Su amigo fantas­ma, el corpulento policía mundial, ya no lo acom­pañaba.

      Y su principal ocupación en estas tediosas horas de convalecencia fue curiosa y, a juicio de la enfermera, no muy apropiada para un inválido, pues se pasaba el tiempo en cálculos interminables, repasando detenidamente la lista de sus pocas inversiones y sumando incontables veces el total de sus ahorros de casi cuarenta años. La cama estaba cubierta de papeles y documentos; siempre se perdían los lápices entre las sábanas, y cada vez que la enfermera recogía toda la parafernalia y la ponía a un lado, él esperaba a que ella saliera del cuarto y se arrastraba hasta la mesa y se lo llevaba todo otra vez a la cama.

      Finalmente, ella dejó de pelearse con él y cedió, pues su inquietud crecía y no se podía dormir hasta que sus amados papeles y lápices estaban desparramados sobre el cubrecama, donde los podía alcanzar al instante.

      Hasta el menos observador podía ver que el profesor estaba tramando los detalles preliminares de un plan profundo.

      Y su primer visitante, en cuanto le dieron permiso de recibir gente, fue un caballero con piel de pergamino y ojos duros, secos y fisgones que había venido a solicitud expresa: un abogado, de la firma de los señores Costa y Delay.

      —Averiguaré el precio de la tienda y el inventario y le informaré del resultado en la primera oportunidad, profesor Parnacute —dijo el hombre de leyes con su áspera voz profesional, cuando finalmente se despidió y salió del cuarto del enfermo con el rostro inexpresivo de aquel a quien las excentricidades de la naturaleza humana nunca podrían resultarle nuevas ni sorprendentes.

      —Gracias; estaré ansioso por saberlo —respondió el otro, volteándose en su sillón largo para guardar sus papeles y, al mismo tiempo, para defenderse de los regaños de la bondadosa enfermera.

      ”Ya sabía yo que iba a tener que pagarlo —murmuró, pensando en su pecado original—; pero espero —aquí volvió a consul­tar sus cifras en lápiz—, creo que puedo lograrlo… apenas. Aunque con los consolidados tan bajos… —Otra vez cayó en cavilaciones—. Aun así, siempre puedo subarrendar la tienda, desde luego, como sugieren —concluyó con un suspiro, volviéndose para recurrir a la desconcertada enfermera y percatándose por primera vez de que ella había salido del cuarto.

      Cayó en reflexiones profundas. Finalmente, la “lista adjunta” de los abogados le llamó la atención entre las almohadas, y empezó a examinarla sin energía. Estaba escrita a máquina y abarcaba varios folios. Estaba dividida en secciones tituladas “Lote 1, Lote 2, Lote 3” y así sucesivamente. Empezó a leer lentamente medio en voz alta para sí mismo; luego con creciente emoción:

      50 pardillos, garantizados, no recién traídos del campo, todos enjaulados.

      10 pardillos cantores salvajes.

      10 zorzales machos grandes, en plenitud de canto.

      5 jilgueros de peral, con mancha brillante y cuadrada, bien definida y descubierta.

      4 alondras totovías de Devonshire, canto completo garanti­zado; enjauladas tres meses.

      El profesor se enderezó y apretó el papel con fuerza. Su rostro lucía una expresión afligida, intensa. Un movimiento convulso de los dedos, automático tal vez, arrugó la hoja de papel y por poco la rompe por el medio. Siguió leyendo, apartando las cobijas y almohadas como si lo oprimieran. Su respiración se aceleró un poco.

      5 tordos machos, plumaje completo, magníficos cantores.

      1 mirlo cantor, jaula de exhibición y cesto; espléndido silbador, pájaro selecto.

      1 hermosa alondra cantora, grande

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