El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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un deseo ardiente de ser rico: un millonario; poderoso; un monarca autocrático. Después de una pausa regresó su atención con esfuerzo a la página escrita a máquina para seguir repasando los “lotes”:

      3 alondras macho; se oyen a casi 200 metros cuando cantan.

      —A casi doscientos metros cuando cantan —masculló el profesor en la única almohada que le quedaba.

      Siguió leyendo, dando patadas, un tanto furiosas para un hombre enfermo, contra el reposapiés de mimbre al final del sillón largo.

      1 alondra macho cantora, especial, selecta; enjaulada tres meses, garantizada; canta su nota salvaje.

      De pronto arrojó la lista a un lado. El sillón entero crujió y gimió con la violencia de su movimiento. Pateó tres veces seguidas el reposapiés de mimbre, y evidentemente se regocijó de ver que seguía suficientemente firme como para que valiera la pena volverlo a patear… más fuerte.

      —¡Ay, si tuviera todo el dinero del mundo! —exclamó para sí, dejando que sus ojos vagaran hasta la ventana y los espacios azules despejados entre las nubes—. ¡Todo el dinero del mundo! —repitió con creciente excitación. Vio una de las gaviotas de Londres volando en círculos muy, muy alto. La observó varios minutos, hasta que navegó frente a un tramo deslumbrante de nube blanca y se perdió de vista.

      “Canta su nota salvaje… enjaulada tres meses, garantizada… se oyen a casi doscientos metros.” Las frases ardían en su cerebro como flamas devastadoras.

      Y así seguía la lista. Estaba ojeando la última página cuando sus ojos se toparon de pronto con un artículo que describía un lote de:

      8 pardillos enjaulados cuatro meses; locos de canto.

      Soltó la lista, se levantó con dificultad de su sillón y dio pasos por el cuarto, mascullando para sí “locos de canto, locos de canto, locos de canto”. Sus mejillas hundidas estaban sonrojadas, sus ojos encendidos.

      —Enjaulados, enjaulados, enjaulados —repitió entre dientes, mientras sus pensamientos viajaron a ese vuelo acelerado sobre Europa, sobre mares y montañas.

      “¡Canta su nota salvaje!” Volvió a oír el silbido del viento alrededor de sus orejas cuando volaba por las zonas de aire caliente sobre las arenas del desierto.

      “¡Locos de canto!” Recordó la pasión de su propio grito: ese extraño arrebato lírico de su corazón cuando la magia de la libertad se apoderó de él y se remontó a voluntad por las ignotas regiones de la noche.

      Y luego vio otra vez al búho que parpadeaba, cegado por el polvo de la calle londinense, sus orejas emplumadas crispándose al oír que el viento pasaba suspirando por la puerta abierta de la sórdida tienda.

      Y otra vez el mirlo lo miró a la cara y derramó el embeleso de su canto primaveral.

      Y media hora después estaba tan exhausto por la inusitada emoción y el ejercicio que la enfermera se vio obligada a escribir ella la carta que él le dictó en respuesta a los abogados, los señores Costa y Delay de Southampton Row.

      Pero la carta se mandó esa misma tarde y el profesor, aún mascullando para sí algo sobre “tener que pagarlo”, se fue a acostar a la primera hora de oscuridad y se zambulló directamente en otro de sus deliciosos sueños de vuelo casi en el mismo momento en que cerró los ojos.

      V

      “ASÍ, NOS HEMOS ENCARGADO de todos los animales de acuerdo con sus instrucciones —decía la carta final de los abogados—; sírvase ver la lista adjunta de los artículos asignados, así como las direcciones rurales a las que han sido enviados. Puede usted tener la certeza de que ahora están en hogares donde serán bien cuidados.

      ”Aún conservamos los siguientes animales, a la espera de sus instrucciones:

      2 lagartos zonuros,

      1 tortuga angulada,

      2 pericos pálidos,

      2 lori escuamiverdes.

      ”A este respecto, nos permitimos aconsejar…

      ”Mientras tanto, los pájaros enjaulados que usted desea que liberen los niños se están cuidando satisfactoriamente; y las instalaciones estarán listas para que se tome posesión de ellas a partir del 1 de junio…”

      Y, con la ayuda de la enfermera, se puso entonces a remitir una serie de cartas a los papás de niños que conocía que vivían en el campo, anotando y tabulando las respuestas cuidadosamente, y haciendo pequeñas etiquetas blancas inscritas en letra clara con las palabras “Lote 1”, “Lote 2”, etc., precisamente como si se dedicara al negocio de los animales y estuviera preparando una venta.

      Pero la venta que tuvo lugar una quincena después, el 1 de junio, no fue una venta común y corriente.

      Era un día caluroso y brillante cuando Simon Parna­cute, aún debilitado e inestable por su reciente enfermedad, se dirigió a la tienda del aficionado a los pájaros “retirado”. La venta del local y el inventario, y el alto precio obtenido, habían causado conmoción entre la gente, pero esto el profesor lo ignoraba sublimemente, y cruzó la calle frente a un truculento ómnibus motorizado y se quedó de pie frente a la sórdida casa de ladrillo rojo de tres pisos.

      Sacó la llave que le habían enviado los señores Costa y Delay y abrió la puerta. El lugar se sentía fresco después del relumbre de la calle ardiente, y estaba deliciosamente silencioso. Recordó el coro de chillidos de pájaros que había reci­bido su última aparición. Ahora el silencio era elocuente.

      “Bien, bien”, dijo para sí, con una discreta sonrisa, al ver el mostrador temporal que se había construido a todo lo largo de la primera habitación para dejar abrigos y paquetes, “de verdad, muy bien.”

      Luego subió la escalera, con muchos esfuerzos, pues aún se agotaba con facilidad.

      No había prácticamente ningún mueble en la casa, ni una pulgada de alfombra en el piso y las escaleras, pero los cuartos estaban barridos y trapeados; todo estaba fresco y escrupulosamente limpio, y el inquilino al que pensaba alquilarle no tendría queja en ese sentido.

      En los cuartos del primer piso vio con gusto que las flores se habían acomodado por toda la duela como él había indicado. El aire era dulce y perfumado. Las ventanas del fondo —los marcos llenos de jarrones de rosas— daban a un pequeño tramo de jardín verde, y Parnacute se asomó para fuera y vio el cielo azul y las nubes blancas que lo cruzaban flotando, perezosas.

      —Bien, muy bien —volvió a exclamar, sentándose un momento en la escalera para tomar aire. La emoción y el calor del día lo habían fatigado. Y, al estar ahí sentado, se llevó la mano al oído y escuchó con atención. Un sonido de pájaros cantando le llegó tenuemente de la parte superior de la casa—. ¡Ah! —dijo, inhalando profundamente, el color volviendo a sus mejillas—. ¡Ah! Ya los oigo.

      El sonido del canto se acercó, como traído por el viento. Subió trabajosamente hasta el último piso y luego, después de descansar otra vez, trepó por una escalera vertical a tra­vés de un tragaluz abierto hasta la azotea. En el momento en que su rostro sudoroso asomó sobre las tejas,

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