El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood

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El valle perdido y otros relatos alucinantes - Algernon  Blackwood

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todavía, pero sonriendo al recordar aquellos detalles, un poco avergonzado de mi egoísmo masculino, pero a sabiendas de lo que Frances esperaba de mí—. La visita tiene ventajas, lo admito. Si estás decidida a que yo te acompañe, creo que podré soportarlo perfectamente.

      Dije todo aquello porque mi hermana no me contestaba. Vi sus ojos fatigados recorrer las fealdades de la calle Oakley y sentí que me hería una punzada. Tras una pausa durante la cual ella se quedó en silencio, añadí:

      —Mira: cuando le respondas, podrías insinuar que yo trabajo toda la mañana y que no soy un visitante muy social que digamos. Así le será más fácil entender, ¿no te parece?

      Me levanté con la idea de volver a mi pequeño despacho, donde me esclavizaba un absorbente ensayo sobre los valo­res estéticos comparativos entre los ciegos y los sordos. Pero Frances no hizo movimiento alguno. Mantuvo sus ojos grises sobre la triste perspectiva de la calle Oakley, donde la neblina del anochecer se alzaba sobre el río. Estaba por finalizar el mes de octubre. Podíamos oír los autobuses que cruzaban estruendosos el puente. La monotonía de la ca­lle an­cha y sin ningún carácter resultaba más deprimente que de costumbre. Esa atmósfera funeral permanecía aún bajo el sol de junio, pero en el otoño la melancolía se metía a cada una de las casas entre King’s Road y el Embankment. La calle corría hacia el pasado, en lugar de invitar a un futuro lleno de esperanza. Para mí, su fácil anchura ofrecía camino a mensajes rastreros que transmitían la depresión de los barrios pobres, tan numerosos y anónimos. Siempre consideré que principalmente por ahí entraba el invierno a Londres. Cada noviembre llegaba el mismo desfile de niebla, fango y oscuridad, que ondeaba sus antipáticos estandartes hasta que marzo los expulsaba. El único atributo amable era el viento del sur que a veces soplaba libremente por la calle y traía suaves sugerencias del mar. Yo guardaba para mi caletre esas lúgubres reflexiones, aunque nunca dejé de arrepentirme por elegir el pequeño departamento que nos atrajo por barato. Mirando el rostro impasible de mi hermana me di cuenta de que tal vez también ella sentía lo mismo que yo, aunque era demasiado valiente para lamentarse.

      —Además, Fanny —le dije, cruzando el cuarto para ponerle la mano sobre el hombro—, te vendrá muy bien a ti. Tus labores caseras te tienen agotada. Mabel es tu más vieja amiga y apenas la has visto desde la muerte de aquel

      —Estuvo fuera del país todo un año, Bill, y acaba de volver —interpuso mi hermana—. Un regreso inesperado, aunque jamás pensé que ella quisiera vivir en esa casa…

      Se detuvo abruptamente. Comprendí que tenía en mente otras cosas que prefería no mencionar.

      —Lo más probable —continuó al fin— es que Mabel tenga la intención de revivir sus viejos vínculos.

      —Y naturalmente tú eres el más importante —comenté. Dejé pasar en silencio la referencia disimulada a la casa. Implicaba iniciar una discusión sobre el difunto marido, entre otras cosas.

      —Siento que yo debo ir —retomó ella—, pero será mucho más agradable si tú también vienes. Sin mí, tú aquí te vas a hacer líos y comerás mal y se te olvidará ventilar la casa y… ¡oh, todo!

      Alzó los ojos riéndose.

      —Tu único problema será que no podrás ir al Museo Británico…

      —Pero allá hay una gran biblioteca —repuse— con todos los libros de referencia que pudiera necesitar. Yo estaba más bien pensando en ti. Podrías ponerte a pintar de nuevo; siempre vendes la mitad de los cuadros que haces. Te servirá de descanso, y en Sussex uno puede dar excelentes paseos. Por muchas razones, Fanny, te recomiendo que…

      En ese punto nos miramos a los ojos mientras yo tartamudeaba para esconder lo que ambos estábamos pensando. Mi hermana sentía una debilidad por diversas teorías “nuevas”, y Mabel, antes de casarse, perteneció a sociedades estúpidamente dedicadas a investigar la vida futura menospreciando la presente, y siempre apoyó esas tendencias indeseables de Frances. El temperamento de mi hermana, amable y fácil de impresionar, se abría a cada viento sobrenatural que soplara. A mí todo aquello me parecía deplorable, pues detestaba ese tipo de cosas. Principalmente aborrecí la influencia posterior del señor Franklyn sobre su esposa, pues sus sombrías doctrinas la capturaron en cuerpo y alma. Temí que también mi hermana cayera en ellas.

      —Ahora que está sola de nuevo…

      Me interrumpí. Fingir se volvió imposible, pues nos lo dijimos todo con los ojos. La verdad inevitable se derramó estúpidamente, aunque no fue expresada en un lenguaje definido. Mi hermana y yo nos reímos, volviendo la cara para mirar otras cosas en la habitación. Frances tomó un libro y examinó la portada como si descubriera en ella algo importante, mientras que yo saqué mi cajetilla y encendí un cigarro, aunque sin deseos de fumar. Ahí dejamos el tema. Salí del cuarto antes de que nuevas explicaciones causaran mayor tensión. Los desacuerdos evolucionan a discordias por las menores causas: adjetivos erróneos o cambios casuales de inflexión en la voz. Frances tenía el mismo derecho que yo a sus ideas sobre la vida. Una reflexión me dio consuelo: por lo menos logramos separarnos estando de acuerdo, y lo reconocimos mutuamente sin necesitar declaraciones.

      El acuerdo, por raro que parezca, reflejó la manera en que considerábamos a alguien ya difunto. Pues tanto a ella como a mí nos disgustaba sobremanera el marido, y durante los tres años que duró el matrimonio fuimos a su casa tan sólo en una ocasión: una visita de fin de semana, en la que llegamos el sábado por la tarde y nos marchamos el lunes después del desayuno. Atribuí en aquella ocasión la antipatía de mi hermana a celos naturales por perder a su vieja amiga, y me limité a declarar que el tipo no me agradaba. Pero ambos supimos que nuestras emociones reales se movían a mayores profundidades. Siendo una criatura leal y honorable, Fran­ces no dijo más, solamente que la casa y el terreno —la primera alterada y el otro aplanado— le causaban angustia en tanto que expresaban la personalidad de aquel hombre (“angustia” fue la palabra que ella utilizó), y no quiso ofrecer ninguna explicación adicional.

      El desagrado que nos producía su personalidad se justificaba hasta cierto punto, ya que mi hermana y yo compartíamos la noción artística de que un credo, una vez reducido a su verdadera medida y puesto a secar, era cosa fea, y que un dogma que el creyente debiera aceptar o perecer por toda una eternidad significaba una barbarie sustentada en la crueldad. Mi devoción abstracta por la belleza formaba las bases de mi rechazo, pero en el caso de mi hermana había que considerar otra vuelta de tuerca, pues gracias a las “nuevas” tendencias ella creía que todas las religiones presentaban aspectos de la verdad, y que nadie, ni siquiera la persona más vil, se libraría a largo plazo de entrar en el Cielo.

      Samuel Franklyn, el banquero adinerado, gozó de admiración y respeto universales. La novedad de su casamiento fue recibida con aplausos, aunque Mabel era quince años más joven que él. La novia disfrutaba por su parte de una herencia proveniente de empresas cerveceras; el relato de su conversión en una ceremonia evangelista, en la cual Samuel Franklyn predicó fervoroso sobre el Cielo y aterradoramente sobre el pecado y la perdición, tenía incluso un aspecto de genuino romance. Ella se identificó con una antorcha salvada del fuego. Ingresó en el Cielo impulsada por la minuciosa elocuencia de Franklyn; la salvación llegó justo a tiempo: sus palabras la rescataron del borde de aquel lago de fuego y azufre en el que el gusano no muere y el fuego no se apaga jamás. Ella lo consideró un héroe, se acogió suspirando a su abrazo santificador y aceptó la paz que él le brindaba con resignación y gratitud.

      Su marido fue un “hombre religioso” que combinaba triunfalmente sus grandes riquezas con la encantadora ocupación de salvar almas. Corpulento, alto, con grandes manos de dedos rojos y rechonchos, su dignidad, que apenas se libraba de ser pomposa, tenía algo de implacable. Sus ojos proyectaban certeza sin ningún remordimiento, sobre todo cuando predicaba.

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