El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
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—Si usted está aquí para cumplir con su deber, entonces —exclamó el hombre de mente cuidadosa, buscando febrilmente alguna posible infracción por parte de su pequeño grupo de sirvientes—, por favor, tome asiento y diga su asunto, pero de la manera más breve posible. Me duele la garganta y ando bajo de fuerzas —habló con menos acritud. La dignidad del visitante empezaba a impresionarlo vagamente de una manera que no entendía.
La corpulenta figura de azul volvió a inclinar la cabeza, pero no hizo nada por continuar.
—Me imagino que viene de la comisaría X… —agregó Parnacute, mencionando el nombre de la comisaría a la vuelta de la esquina. Se hundió más en sus almohadas, consciente de que su fuerza se estaba agotando.
—Vengo de la jefatura —respondió el coloso con voz profunda.
El profesor sólo tenía la más vaga idea de lo que significaba la jefatura, pero la palabra transmitía una importancia que de algún modo no pasó desapercibida. Mientras tanto, su impaciencia crecía junto con su agotamiento.
—Debo solicitarle, oficial, que exponga su asunto cuanto antes —dijo con aspereza— o que regrese cuando esté en mejores condiciones de atenderlo. La semana que entra, sin duda…
—No hay más tiempo que el presente —respondió el otro, con una extraña selección de palabras que escapó de la atención de su perplejo escucha, mientras sacaba de un espacioso bolsillo en el faldón de su abrigo una libreta sujeta con un aro de metal brillante como el oro.
—¿Su nombre es Parnacute? —preguntó, consultando la libreta.
—Sí —respondió el otro, con la resignación que viene del agotamiento.
—¿Simon Parnacute?
—Por supuesto, sí.
—¿Y el pasado tres de abril —prosiguió, mirando con atención al enfermo por encima del cuaderno— usted, Simon Parnacute, entró en la tienda de Theodore Spinks en la calle P…, y ahí adquirió cierta criatura viva?
—Sí —respondió el profesor, que empezaba a sentirse acalorado ante el descubrimiento de su insensatez.
—¿Un pájaro?
—Un pájaro.
—¿Un mirlo?
—Un mirlo.
—¿Un mirlo cantor?
—Pues sí, era un mirlo cantor, si tanto necesita saberlo.
—¿En dinero usted pagó por este mirlo la suma de un chelín con seis peniques? —enfatizó el “con”, como lo había hecho el vendedor de pájaros.
—Uno con seis, sí.
—Pero en valor verdadero —dijo el policía, hablando con énfasis solemne—, ¿le costó bastante más?
—Puede ser —se retorció internamente ante el recuerdo.
Estaba asombrado, además, de que la visita tuviera que ver con él mismo y no con los sirvientes.
—¿Lo pagó con el corazón? —insistió el otro.
El profesor no respondió nada. Se sobresaltó. Casi se retorcía debajo de la sábana.
—¿Tengo razón? —preguntó el policía.
—Esos son los hechos, supongo —respondió en voz baja, sumamente desconcertado por el catecismo.
—¿Y usted llevó a este pájaro en una caja de cartón hasta los Jardines E… junto al río, y ahí lo puso en libertad y lo vio irse volando?
—Su declaración es correcta, me parece, en cada detalle. Pero francamente, ¡este absurdo interrogatorio, señor mío!
—¿Y su motivo para hacerlo —continuó el policía, ahogando con su voz los debilitados tonos del inválido— fue la liberación desinteresada de una criatura prisionera y atormentada? —Simon Parnacute levantó la mirada con la mayor sorpresa posible.
—Pienso que… ¡bueno, bueno!… tal vez así haya sido —murmuró avergonzado—. El canto extraordinario, porque era extraordinario, sabe, y verlo al pobre batiendo las alas me entristeció.
El policía corpulento guardó su libreta de pronto y se acercó a la cama, de modo que su cara entró en el círculo de luz de la lámpara.
—En ese caso —exclamó—, ¡usted es el hombre que quiero!
—¡Yo soy el hombre que quiere! —exclamó el profesor con un sobresalto incontenible.
—El hombre que estoy buscando —repitió el otro, sonriendo. Su voz de pronto se había vuelto suave y maravillosa, como el tañer de un gong de plata, y en su rostro había una expresión de ternura anhelante que lo volvía absolutamente hermoso. Resplandecía. Como salida de un cuadro, nunca había visto el profesor una expresión como ésa en ningún semblante humano, ni había oído labios humanos emitir semejantes tonos. Pensó, fugaz y confusamente, en una mujer, en la mujer que nunca había encontrado; en un sueño, un encantamiento como de música o de una visión sobre los sentidos.
“¡Me está buscando!”, pensó alarmado. “¿Y ahora qué hice? ¿De qué nueva excentricidad se me acusa?”
Ideas extrañas y desconcertantes, de contorno borroso y carácter descabellado, se agolparon en su mente.
Una sensación de frío atrapó su fiebre y la subyugó, bañándolo en sudor, haciéndolo temblar, pero no de miedo. Un nuevo y curioso deleite había empezado a pulsar las cuerdas de su corazón.
Luego una sospecha extravagante cruzó por su cerebro, pero no era una sospecha del todo injustificada.
—¿Quién es usted? —preguntó, levantando la vista—. ¿De verdad es sólo un policía? —el hombre se acercó de manera que parecía, de ser posible, aún más enorme que antes.
—Soy un policía mundial —respondió—, un guardián, quizá, más que un detective.
—¡Santo cielo! —gritó el profesor, pensando en la locura y en los crímenes cometidos por locura.
—Sí —prosiguió el otro en esos tonos serenos y musicales que en poco tiempo empezaron a tener un efecto tranquilizante sobre su escucha—, y es mi deber, entre muchos otros, tener vigilada a la gente excéntrica; encerrarla cuando es necesario y, cuando su sentencia ha expirado, liberarla.
”Además —agregó imponentemente—, como en el caso de usted, sacarlos de su jaula sin dolor… cuando se lo han ganado.
—Ah, Dios mío, ¡válgame! —exclamó Parnacute, que no estaba acostumbrado a usar interjecciones, pero tampoco podía pensar en nada más que