El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas

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estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.

      -¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? -preguntó el del bote- ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?

      -Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel -respondió Edmundo-. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…

      -¿Y el cargamento? -preguntó con ansia el naviero.

      -Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…

      -¿Qué le ha sucedido? -preguntó el naviero, ya más tranquilo-. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?

      -Murió.

      -¿Cayó al mar?

      -No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.

      Volviéndose luego hacia la tripulación:

      -¡Hola! -dijo- Cada uno a su puesto, vamos a anclar.

      La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.

      Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.

      -Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? -continuó el naviero.

      -¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre… y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.

      -Es muy triste, ciertamente -prosiguió el joven con melancólica sonrisa- haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.

      -¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? -replicó el naviero, cada vez más tranquilo-; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento…

      -Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.

      Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:

      -Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.

      La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.

      -Amainad y cargad por todas partes.

      A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.

      -Si queréis subir ahora, señor Morrel -dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador-, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede El Faraón anclado y de luto.

      No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.

      El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.

      -¡Y bien!, señor Morrel -dijo Danglars-, ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto?

      -Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.

      -Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos -respondió Danglars.

      -Sin embargo -repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instant-, me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de menester lecciones de nadie.

      -¡Oh!, sí -dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado-; parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a Marsella.

      -Al tomar el mando del buque -repuso el naviero- cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería.

      -Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aquella demora fue puro capricho, deseos de bajar a tierra, no lo dudéis.

      -Dantés -dijo el naviero encarándose con el joven-, venid acá.

      -Disculpadme, señor Morrel -dijo Dantés-, voy en seguida.

      Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; a inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que esta última maniobra hubo concluido.

      -¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! -gritó en seguida-. ¡Iza el pabellón, cruza las vergas!

      -¿Lo veis? -observó Danglars-, ya se cree capitán.

      -Y de hecho lo es -contestó el naviero.

      -Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel.

      -¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? -repuso Morrel-. Es joven, ya lo sé, pero me parece que le sobra experiencia para ejercerlo…

      Una nube ensombreció la frente de Danglars.

      -Disculpadme, señor Morrel -dijo Dantés acercándose-, y puesto que ya hemos fondeado, aquí me tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad?

      Danglars hizo ademán de retirarse.

      -Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba.

      -Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órdenes del capitán Leclerc, que me entregó, al morir, un paquete para el mariscal Bertrand.

      -¿Pudisteis verlo, Edmundo?

      -¿A quién?

      -Al

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