El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas

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otro carrillo su mascada de tabaco, y arrojando a la antesala otro salivazo, que fue a hacer compañía al primero-, en cuanto a eso…

      -¿A qué?

      -Al dinero…

      -Y bien, ¿qué?

      _-Que dicen los camaradas, señor Morrel, que por lo de ahora les bastan cincuenta francos a cada uno, que esperarán por lo demás.

      -¡Gracias, amigos míos, gracias! -exclamó el naviero, conmovido hasta el fondo del alma-. ¡Qué gran corazón tenéis todos! Pero tomad los doscientos francos, tomadlos, y si encontráis un buen empleo, aceptadlo, porque estáis sin ocupación.

      Esta última frase causó una impresión singular a aquellos dignos marineros, que se miraron unos a otros con aire de espanto. Falto de respiración el viejo, por poco se traga el tabaco, pero por fortuna acudió a tiempo con su mano a la garganta.

      -¿Cómo, señor Morrel, nos despedís? -murmuró con voz ahogada-. ¿Estáis descontento de nosotros?

      -No, hijos míos -contestó Morrel-, sino todo lo contrario. No os despido… , pero… ¿qué queréis?, ya no tengo barcos, ya no necesito marineros.

      -¿Que no tenéis barcos? -dijo Penelón-. Pues construiréis otros… , esperaremos. Gracias a Dios, ya sabemos lo que es esperar.

      -No tengo dinero para construir otros, Penelón -repuso Morrel con su melancólica sonrisa-; por lo tanto no puedo aceptar vuestra oferta, aunque me sea muy satisfactoria.

      -Pues si no tenéis dinero, no debéis pagarnos. Haremos como el pobre Faraón, navegar a palo seco.

      -Callad, callad, amigos míos -respondió Morrel con voz entrecortada por la emoción-. Os ruego que aceptéis ese dinero. Ya nos volveremos a ver en mejores circunstancias. Manuel, acompañadlos -añadió-, y haced que se cumplan mis deseos.

      -¿Volveremos a vernos, señor Morrel? -dijo Penelón.

      -Sí, amigos míos, por lo menos así lo espero. Id.

      E hizo una señal a Cocles, que salió delante, seguido de los marineros y de Manuel.

      -Ahora -dijo el armador a su mujer y a su hija-, dejadme solo un instante, que tengo que hablar con este caballero.

      Y con la mirada indicaba al comisionista de la casa de Thomson y French, que durante la escena había permanecido inmóvil y de pie en un rincón, sin tomar otra parte en ella que las palabras que ya hemos dicho.

      Las dos mujeres miraron al extranjero, de quien ya se habían olvidado completamente, y al retirarse la joven le dirigió una mirada de súplica, mirada a la que él contestó con una sonrisa que parecía imposible en aquel semblante de hielo.

      Los dos hombres quedaron a solas.

      -Ea, caballero -dijo Morrel dejándose caer de nuevo en su sillón-, ¡ya lo habéis visto! ¡Ya lo habéis oído! Nada tengo que añadir.

      -Ya he visto, caballero -respondió el inglés-, que os viene otra desgracia, tan inmerecida como las anteriores. Esto me afirma más y más en mi propósito de seros útil.

      -¡Oh, caballero! -murmuró Morrel.

      -Veamos -prosiguió el comisionista-. Yo soy uno de vuestros principales acreedores, ¿no es cierto?

      -Sois al menos el que posee créditos a plazo más corto.

      -¿Deseáis una prórroga para pagarme?

      -Una prórroga me podría salvar el honor, y por lo tanto la vida -repuso Morrel.

      -¿De cuánto tiempo la queréis?

      Morrel, vacilante, dijo:

      -De dos meses.

      -Os concedo tres -respondió el extranjero.

      -¿Pero creéis que la casa de Thomson y French… ?

      -Eso corre de mi cuenta. Hoy estamos a 5 de junio.

      -Sí.

      -Renovadme entonces todo ese papel para el 5 de septiembre a las once de la mañana. A esa hora vendré a buscaros. (El reloj marcaba en aquel momento las once de la mañana.)

      -Os esperaré, caballero -dijo Morrel-, y, o vos quedaréis pagado… , o muerto yo.

      Renováronse los pagarés, rompiéronse los antiguos, y el desgraciado naviero tuvo por lo menos tres meses de respiro para allegar sus últimos recursos.

      Acogió el inglés sus muestras de gratitud con la flema peculiar a los de su nación, y despidióse de Morrel, que le acompañó hasta la puerta, bendiciéndole.

      En la escalera encontró a Julia, que hizo como si bajara, pero que en realidad estaba esperándole.

      -¡Oh, caballero! -dijo juntando las manos.

      -Señorita -respondió el inglés-, si en alguna ocasión recibís una carta… firmada por… por Simbad el Marino… , efectuad al pie de la letra lo que os encargue, aunque os parezca extraño mi consejo.

      -Lo haré, caballero -respondió Julia.

      -¿Me prometéis hacerlo?

      -Os lo juro.

      -Bien. Adiós, entonces, señorita. Proseguid como hasta ahora, siendo tan buena hija, que confío que Dios os recompensará dándoos a Manuel por marido.

      Julia exhaló un grito imperceptible y púsose encarnada como una cereza, apoyándose en la pared para no caer.

      El inglés prosiguió su camino, haciéndole un ademán de despedida.

      En el patio halló a Penelón con un paquete de cien francos en cada mano, como dudando si debía llevárselos o no.

      -Seguidme, amigo mío, tengo que hablaros -le dijo.

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