El conde de montecristo. Alexandre Dumas

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El conde de montecristo - Alexandre Dumas

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¿dónde está el capitán?

      -Por lo que al capitán se refiere, señor Morrel, se ha quedado enfermo en Palma, pero si Dios quiere, aquello no será nada, y dentro de pocos días le veréis volver tan bueno y sano como vos y como yo.

      -Está bien… Hablad ahora, Penelón.

      Penelón mudó la mascada de tabaco del carrillo derecho al carrillo izquierdo, púsose la mano sobre la boca, volvió la cabeza para arrojar a la antesala una gran dosis de saliva negruzca, adelantó una pierna y contoneándose dijo:

      -Poco antes del naufragio, señor Morrel, estábamos así como quien dice entre el cabo Blanco y el cabo Bojador, con una buena brisa sudsudoeste tras ocho días de calma y contraventeo, cuando el capitán Gaumard se me arrima, porque yo estaba en el timón, y me dice: «Compadre Penelón, ¿qué me dices de aquellas nubes que se van formando allá abajo?»

      »Justamente yo las atisbaba en aquel momento.

      -¿Lo que yo os digo, capitán? Pues creo que suben más de prisa que lo que deben y que son más negras que lo que conviene a nubes de buena intención.

      -Yo también opino lo mismo -me respondió el capitán-, y voy a tomar mis precauciones. Tenemos muchas velas para el viento que correrá pronto… ¡Atención! ¡Eh! ¡Cerrad las escotillas! ¡Halad los foques!

      »Ya era tiempo. No bien se había ejecutado la orden, cuando el aire se nos echó encima, poniendo al buque de costado.

      -Bueno -dijo el capitán-, todavía tenemos mucha vela. ¡Carga la grande!

      -Seis minutos más tarde estaba cargada la vela mayor, y navegábamos con la mesana, las gavias y los juanetes.

      -¿Qué es eso, compadre Penelón? -me dijo el capitán-. ¿Por qué mueves la cabeza?

      -Porque en vuestro lugar, es un decir, yo no haría tan poca cosa.

      -Me parece que tienes razón, perro viejo -me contestó-; vamos a tener una bocanada de aire.

      -¡Ah, capitán! -le respondí-. El que cambiara una bocanada de aire por aquello que pasa allá abajo, no saldría perdiendo, a buen seguro. Es una tempestad en regla, o yo soy un topo.

      »Es como si dijéramos que se veía venir el viento como se ve venir el polvo en Montedrón.

      Afortunadamente se las había cara a cara con un hombre bien templado.

      -¡Cada cual a su puesto! -gritó el capitán-. ¡Coged dos rizos a las gavias! ¡Largad las bolinas! ¡Brazas al aire! ¡Recoged las gavias! ¡Pasad los palanquines por las vergas!

      -Poco era eso aún para aquellos sitios -dijo el inglés-. En su lugar yo habría cogido cuatro rizos, y me habría deshecho de la mesana.

      Aquella voz firme, inesperada y sonora, estremeció a todo el mundo. El marino miró al que con tanto aplomo criticaba las maniobras de su capitán.

      -Hicimos otra cosa, caballero -le contestó con algún respeto-. Cargamos la mesana y pusimos el timón al viento, para dejarnos llevar de la borrasca. Diez minutos más tarde, cargadas también las gavias, navegábamos a palo seco.

      -Muy viejo era el buque para atreverse a tanto -dijo el inglés.

      -Eso fue precisamente lo que nos perdió. Hacía ya doce horas que andábamos de aquí para allá dados a los demonios, cuando el barco empezó a hacer agua.

      -Penelón, viejo mío -me dijo el capitán-, me parece que nos vamos a fondo. Dame el timón, y baja a la sentina.

      -Dile el timón, bajé en efecto… ya había tres pies de agua… Vuelvo a subir gritando: ¡A las bombas! ¡A las bombas! -aunque era ya un poco tarde. Pusimos manos a la obra, pero cuanta más agua sacábamos más entraba.

      »¡Ah! -dije al cabo de cuatro horas de trabajo-, puesto que nos vamos a fondo, dejémonos ir, que sólo una vez se muere.

      -¿De ese modo das el ejemplo, maese Penelón? -me dijo el capitán-. Espera, espera un poco.

      -Y se fue a su camarote a coger un par de pistolas y salió diciendo:

      -Al primero que se aparte de la bomba le pego un tiro.

      -Bien hecho -dijo el inglés.

      -Nada hay que reanime tanto como las buenas razones -prosiguió el marinero-, sin contar que en este intervalo el tiempo se había ido aclarando y calmándose el aire. Sin embargo, el agua no cesaba de subir, poco, es verdad, unas dos pulgadas por hora, pero subía. Dos pulgadas por hora, ya veis, parece cosa despreciable, pues a las doce horas suman veinticuatro pulgadas, y veinticuatro pulgadas hacen dos pies. Dos pies, con tres que ya teníamos, sumaban cinco… , ¿eh? ¿Si podrá pasar por hidrópico un buque que tiene en el estómago cinco pies de agua?

      -Vamos -dijo el capitán-, me parece que el señor Morrel no se quejará. Hemos hecho por salvar el barco cuanto estaba en nuestro poder. Pensemos ahora en salvar a los hombres. Muchachos, a la lancha,¡pronto!

      -Habéis de saber, mi amo -dijo Penelón-, nosotros queríamos mucho al Faraón, pero por mucho que el marinero quiera a su barco, quiere más a su pellejo. Conque no nos lo dijo dos veces. Y reparad que también el buque, lamentándose, parecía que nos dijese: «¡Idos pronto, pronto! » No se engañaba el pobre Faraón. Materialmente lo sentíamos hundirse bajo nuestros pies.

      »En un instante echamos la chalupa al mar, y nosotros saltamos a ella.

      »El capitán fue el último, o por mejor decir no lo fue, pues que no quería abandonar el navío. Yo, yo fui el que le cogí a brazo partido, y se lo eché a mis camaradas, saltando detrás de él. Ya era tiempo. No bien había yo saltado, cuando el puente se abrió con un ruido semejante al de las bordadas de un navío de a cuarenta y ocho.

      » Diez minutos después se hundió por delante, luego por detrás, púsose a dar vueltas como un perro que quiere morderse la cola, y por último… , ¡adiós, mundo… ! ¡Prrrrrrum… ! ¡Adiós, Faraón!

      »En cuanto a nosotros, estuvimos tres días sin comer ni beber… , como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién le tocaba servir de alimento a los otros, cuando vislumbramos a La Gironda. Le hicimos las señales consabidas, nos vio, se dirigió a nosotros y nos echó su chalupa y nos recogió. Este es el caso, señor Morrel, tal como ha pasado, a fe de marino, bajo la palabra de honor. ¿No es verdad, muchachos?

      Un murmullo general de aprobación manifestó que el orador reunía todos los sufragios, así por lo verdadero del fondo, como por lo pintoresco de la forma.

      -Bien, amigos míos -dijo el señor Morrel-, fuisteis valientes y muy bien me figuraba yo que no tendríais la culpa de esta desgracia, sino mi destino. Es voluntad de Dios y no culpa de los hombres. Decidme ahora, ¿cuánto se os debe de sueldo?

      -¡Bah!, no hablemos de eso, señor Morrel.

      -Al contrario, hablemos -repuso el naviero con una triste sonrisa.

      -Pues bien se nos deben tres meses -añadió Penelón.

      -Entregad doscientos francos a cada uno de esos valientes, Cocles. En otros tiempos, amigos míos -prosiguió Morrel-, hubiera yo añadido: Dad a cada uno doscientos francos de

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