El conde de montecristo. Alexandre Dumas
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El conde de montecristo - Alexandre Dumas страница 80
El posadero se contuvo.
-Sin embargo, ¿qué? -le preguntó el abate.
-Estoy seguro de que no es feliz -dijo Caderousse.
-¿Y por qué lo creéis así?
-Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrióseme que no dejarían de ayudarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por mediación de su ayuda de cámara.
-¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?
-No, pero la señora de Morrel sí que me vio.
-¿Cómo?
-Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.
-¿Y el señor de Villefort? -inquirió el abate.
-Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.
-Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?
-No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y olvidado de Dios, como veis.
-Os equivocáis, amigo -dijo el abate-. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.
Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.
-Tomad, amigo mío -dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.
-¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! -exclamó Caderousse-. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?
-El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.
-¡Oh, señor! -dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro-. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!
-Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio…
Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.
El abate se sonrió.
-En cambio -repuso-, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.
Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.
Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.
-¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo -exclamó Caderousse-. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.
-¡Vaya! -dijo para sí el abate-. Según eso tú lo hubieras hecho.
Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.
-¡Ah! -dijo de repente-, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?
-Esperad, señor abate -respondió Caderousse-, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.
-Bien -repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad-. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.
Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.
Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.
-¿Es cierto lo que he oído? -le dijo.
-¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? -respondió Caderousse loco de júbilo.
-Sí.
-Ciertísimo, y si no, míralo.
La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:
-¡Si fuera falso… !
Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.
-¡Falso… ! -murmuró-. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?
-Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.
Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.
-¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.
-¿Cómo?
-Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.
Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.
-¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero… , pero no es ningún tesoro.
Capítulo 5 Los registros de cárceles
Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.
-Caballero -le dijo-, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma