Lecciones del ayer para el presente. Benito Pérez Galdós
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En cualquier país donde estas imperaran en igualdad de circunstancias, el dualismo de este partido intermedio y que parece por sus principios y el carácter de sus hombres hecho para facilitar fecundísimas transacciones habría traído la creación de los dos grupos constitucionales; pero aquí donde no imperan las ideas, sino las pasiones, que están siempre por encima de aquellas, envenenando los más generosos sentimientos y corrompiendo los más nobles propósitos, esta desmembración no podría traer sino el espantoso desorden moral en que vivimos.
Los hombres se agrupan por las ideas: estas, como la misteriosa cohesión que enlaza, confunde y endurece las moléculas de un cuerpo sólido, forman los partidos, colectividades que deben su fuerza a la unidad del pensamiento de los muchos individuos que las forman, a la unidad de su propósito, a la unidad de sus medios.
Cuando los hombres se agrupan por resentimientos; cuando antiguos rencores, o la fuerza de palabras consagradas, les sirve de enlace, las colectividades, más propiamente llamadas entonces bandos que partidos, son un remedo de la fuerza material, ciega y bruta, con la diferencia de que esta puede ser eficaz algunas veces cortando el nudo de complicadísimas y peligrosas cuestiones, mientras aquellas solo sirven para despertar en los hombres innobles ambiciones, para avivar la repugnante envidia, para producir inmorales elevaciones y desastrosas caldas, para someter lo más caro y lo más sagrado que hay en el mundo, que es la suerte de la nación, a la tremenda prueba de una constante y abominable intriga, único ejercicio de los espíritus turbados y cegados por la pasión.
El estado actual de la política demuestra que la desmembración de los partidos ha producido sus naturales frutos. Épocas de confusión hemos visto aquí; pero ninguna ha igualado a la presente. Caminan los hombres sin norte ni guía por senderos desconocidos: la tribuna, cuando existe, y la prensa, siempre, no son otra cosa que un pugilato de estériles altercados, en que se disputa cuál de nuestras novísimas e improvisadas eminencias ha de ser elevada para caer al siguiente día. Ambiciones, no ya insensatas, sino ridículas, surgen cada semana del seno de las fracciones más conocidas por la poca elevación de sus vuelos intelectuales; y personas de un mérito relativo, celebradas antes por su modestia, suelen excitar cierta satisfacción mezclada de burla por su tendencia a afectar el tono y la gravedad de importantes hombres de Estado. Y nadie debe culparles por esto, zahiriéndoles con mayor correctivo que el de una delicada ironía; porque el nivel personal de la política ha bajado tanto, que pocos existen ya sin derecho a gobernar el mundo.
Al mismo tiempo, en los círculos donde más calurosamente se habla siempre de los asuntos públicos, no es fácil que los oídos más finos y delicados escuchen frase alguna relativa a principios de gobierno, ni siquiera referentes a procedimientos de gobierno. Siempre tuvieron allí desmedida importancia los nombramientos de funcionarios subalternos; pero jamás como ahora ha preocupado las agitadas almas de los políticos de todos tamaños la elección de tres o cuatro empleados que parecen llevar escritas en sus regateadas credenciales la vida o la muerte de la nación. Recordamos con orgullo los tiempos no lejanos en que los partidos, deseando prestarse mutuos apoyos, discutían los puntos en que habían de hacer alguna transacción, aquellos en que podían convenir, y, por último, las afinidades que les daban garantía de amistad y concordia: hoy las cosas pasan de distinta manera, y solo por medio de un ingenioso tráfico de gobernadores, que recuerda los primeros ensayos del comercio humano, se arreglan y se desbaratan las situaciones. Es cosa que verdaderamente repugna oír por todas partes narraciones tan curiosas como pintorescas de este singular y nuevo procedimiento que han inventado nuestros hombres políticos para entenderse. Nadie puede vislumbrar qué principios van a ser aplicados, qué ideas van a dominar, qué tendencias llevarán la palma, qué regla de conducta será practicada en este sistema bizantino, por el cual todo asunto útil está naturalmente imposibilitado de tener solución. Nada se percibe en este atronador vocerío de la política actual más que los alaridos de los que suben inesperadamente, el stridor dentum de los que caen y el rumor de las cien voces de la pasión y de la envidia. En vano algunas individualidades generosas pugnan por sacar alguna luz de esta tenebrosa confusión; en vano se lucha porque tantas fuerzas subdivididas y encontradas tengan una vigorosa resultante que nos lleve a alguna parte. Oscuro está el presente y oscuro el porvenir. Si la inteligencia no recobra su imperio, si un repentino y vigoroso renacimiento de las ideas no sofoca la ambición desenfrenada, la vulgaridad engreída y el compadrazgo incorregible, si la chismografía de café y la atmósfera moral de determinados círculos, reuniones o pandillas no dejan de ser alma de la política, esta caminará por senderos cada vez más tortuosos y oscuros para llevarnos a un extremo de desastres, antes con bastante previsión evitados.
La cuestión financiera presenta cada vez síntomas más pavorosos; la cuestión de Cuba se ofrece como un complicado problema a todos los hombres celosos de la integridad nacional, y a pesar de eso hay personas que por lo menos aparentemente dan cierta importancia a estos asuntos, y como no sea para emplearlos con astucia a guisa de armas ofensivas, en contiendas que se preparan y luchas que se desean.
Esta confusión que ahora impera, trayendo a la política los vicios que principalmente la afean, haciéndola antipática y aborrecible a la gente pacífica y honrada de nuestras ciudades, es causa de que muchos hombres de reconocida importancia y refractarios por su dignidad y antecedentes a estas pequeñas luchas de la vanidad vuelvan la espalda a los asuntos públicos, retirándose a la soledad de sus hogares y temiendo que solo por ser espectadores pasivos ha de caberles parte ínfima de responsabilidad en lo que hoy pasa. Contemplando desde alguna distancia este mísero hormigueo de pequeñas eminencias, movidas por todos los impulsos del pandillaje, de la vanidad y del rencor, vienen al pensamiento consideraciones generales sobre las cosas de nuestro país, el más anómalo, el más singular y el más contradictorio de todos los países de la tierra.
Dirigiendo la mirada a las altas regiones del poder, allí donde reside quien ejerce las escabrosas funciones constitucionales que regulan y facilitan la gestión política, se ven la rectitud y la sinceridad hermanadas con todas las virtudes domésticas, entre las cuales descuella aquella modestia natural y sencilla que hace más grandes a los grandes y más fuertes a los fuertes. La opinión pública, indecisa y recelosa al principio, ha puesto sobre la frente de las augustas personas que ocupan el trono la corona que no se marchita nunca, la que no se alcanza ni se pierde con las mudables veleidades del secreto hado que da y quita los tronos en la moderna Europa.
Ya no existen otros obstáculos tradicionales que los que creemos nosotros mismos con nuestra condición inquieta y díscola, entorpeciendo todos los caminos, desbaratando hoy como niños impacientes lo que hemos hecho ayer, dejándonos arrastrar por los primeros impulsos de una sensibilidad rebelde y desenfrenada, como los adolescentes mal educados, a quienes ninguna regla enseña ni amaestra ninguna experiencia. Si movidos por rápida inspiración damos un día un paso recto y útil, luego nos despeñamos unos sobre otros por simas desconocidas. Raro es en nuestra historia el caso en que intentemos aprovechar una conquista hecha en favor de la libertad y contra el despotismo. La serenidad no se adquiere aquí nunca, la razón se nubla, el vulgo sube, sube sin cesar a cada nuevo eclipse de las ideas: las graves resoluciones se someten al criterio del vano capricho o de los rencores de hombres que no conciben su enaltecimiento sino sobre la humillación de los demás; surgen las vanidades de tercera fila, forcejeando con desesperado empuje para llegar a la cumbre. En esta confusión vertiginosa, la inteligencia, los principios, todo lo bueno y lo útil desaparece y se hunde; la política y los políticos infunden menosprecio a las personas honradas e imparciales, y huyendo todos de tocar con sus manos lo que les parece que las ha de manchar, queda la suerte del país al arbitrio de ambiciosas y desprestigiadas pandillas que convierten aquella tan sagrada cosa en objeto de vil granjería.
No puede una sociedad vivir así mucho tiempo sofocada y ahogada; al fin