Lecciones del ayer para el presente. Benito Pérez Galdós

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Lecciones del ayer para el presente - Benito Pérez Galdós Autor

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y especialmente el carlista creyó cercano el triunfo de su ideal, propio para excitar la imaginación de pueblos visionarios alucinados por un ignorante idealismo.

      La audacia de estos partidos, el cinismo con que se coaligaron ante las urnas, esperando traer a las nuevas Cortes mayoría antidinástica era un peligro constante y cada vez más grave para aquella situación. Los más fanáticos escritores absolutistas o republicanos querían explotar el sentimiento público y la dignidad nacional por medio de ejemplos sacados de la historia propia o extraña con disimulada malevolencia. La opinión estaba vivamente excitada: se creía que una dinastía extranjera no protegida ni impuesta por poderosas naciones y solo apoyada en el frágil cimiento de una votación parlamentaria no podría vivir tres meses, y muchos se complacían en verla pasar sin odios ni simpatías como la brillante procesión de un teatro.

      Al mismo tiempo hasta ocurrieron acontecimientos que en tan anómalas circunstancias parecían providencialmente dispuestos para empeorar nuestra situación. En la gravísima enfermedad de la reina, detenida en Alacio, cuando se dirigía a España, vieron muchos algo más que el designio de la Providencia que pone fin cuando quiere a la existencia de las criaturas: suponían que la dinastía de Saboya estaba anatematizada en lo alto, y que por todos los medios divinos y humanos se acumulaban desdichas sobre esta tierra maldita.

      Restablecida la reina y viviendo ya entre nosotros, los partidos antidinásticos encontraron fácil coyuntura para excitar de nuevo el sentimiento público con frívolas patrioterías. El grupo moderado, impotente entonces para luchar en las urnas como el carlista y el republicano, acobardado, refugiado en los tocadores y en los salones, sin poseer otra elocuencia que la murmuración y sin otros medios para manifestarse que los de una solapada y astuta chismografía, halló en la inhumación de ciertos trajes españoles, pertenecientes a cierta época de desvergüenza o ignorancia que es página de rubor en nuestra historia, una fórmula de protesta contra la nueva dinastía. Pero aquella sátira de mal gusto produjo efecto bien distinto del que se proponían sus autores, los cuales no consiguieron sino poner en luz cosas que están mejor amparadas por la penumbra de la vida doméstica, y sugerir al público comparaciones nada favorables por cierto a personas y cosas justamente anatematizadas por la revolución.

      Abiertas las primeras Cortes de la nueva dinastía, se vio el espectáculo consolador que ofrecían todas las fuerzas liberales y constitucionales del país, unidas compactamente para resistir a los ataques del carlismo y del absolutismo reunidos por la común procacidad y la común osadía. Los partidarios de don Carlos habían traído a las Cortes un grupo fanático, en que se juntaban clérigos belicosos y rudos, como antiguos guerrilleros, y astutos seglares protegidos por el clericalismo y templados al rigor de la política militante y batalladora. A estos hombres se unía el bando republicano, en que tenían puesto de honor los hombres del socialismo y algunas fatídicas individualidades comunistas lanzadas a la representación nacional por los talleres de Cataluña y Valencia. Los agrestes clérigos de las montañas, los almibarados y maliciosos neocatólicos de las ciudades, los soñadores de la república federal y los detestables soldados de una escuela que más tarde había de reducir a pavesas los monumentos de la primera ciudad del mundo formaban juntos una fuerza formidable. Pero ¡cuán inútiles fueron las tentativas de la coalición contra una mayoría que representaba la libertad, el derecho y la fuerza nunca vencida de las ideas! La concordia de los partidos revolucionarios no ha sido nunca tan eficaz como lo fue entonces, ni ha puesto ante la vista de los pueblos agitados y divididos lecciones más útiles y elocuentes que las que entonces recibimos, para que algún tiempo después nos sirvieran de poderoso ejemplo.

      La conciliación salvó y afianzó la dinastía, combatida por tantos y tan diversos enemigos, atacada con armas de todas clases, desde el proceso político e histórico pronunciado por el tribuno, hasta la vil calumnia, proferida por gentes hechas a todas las torpezas.

      A pesar de los pronósticos enunciados a principios de aquel año sobre trastornos en distintos puntos de la Península, la paz física fue inalterable, y aunque la quietud moral no se realizó por la continua excitación que mantenían fracciones díscolas y bullangueras, el comercio y la industria sintieron los beneficios del orden, y los rendimientos de las rentas eventuales anunciaron un verdadero progreso en nuestro tráfico.

      La concordia de los partidos que hizo frente a tantos peligros, así interiores como exteriores, hubiera resuelto a su tiempo multitud de cuestiones que aún están pendientes, y que Dios sabe cuándo tendrán cumplida y satisfactoria solución. Hoy más que nunca conocemos, por echarlos de menos, los beneficios de aquella felicísima fraternidad de los hombres de la revolución, mediante la cual la nueva dinastía y las instituciones recientemente fundadas adquirieron un arraigo de que en vano ha querido suponerse único autor un pequeño grupo, excesivamente inquieto y bullicioso.

      Sí: los partidos republicano y carlista estaban ya quebrantados y heridos de muerte al advenimiento del por tantos títulos célebre Ministerio del 25 de junio. Los debates de las Cortes, y especialmente los que coincidieron con las salvajes jornadas de la Commune, habían reducido al primero a su actual estado de abatimiento o impotencia. Estos arrastraron en su caída a los ingenuos o maliciosos secuaces de don Carlos, y cuando la conciliación se rompió, no quedaba de la que fue temible y amenazadora hueste más que un puñado de hombres dispersos y desacreditados políticamente, movidos solo por un fin perturbador. Los unos por querer desacreditar al Parlamento, y los otros por abusar de él, habían mostrado demasiada despreocupación política y demasiado cinismo para no inspirar verdadero recelo y alarma a cuantos observaban con alguna atención la marcha de los negocios públicos.

      Cuando la conciliación se rompió, mil gravísimas cuestiones estaban arregladas, temerosos problemas habían hallado solución completa, y la negra nube de peligros y desastres que oscurecía el cielo de la dinastía se había disipado. Cierto es que la conciliación no resolvió otros asuntos importantísimos, aunque de un orden secundario si se los compara con aquellos; pero no lo hizo porque no se le dio tiempo para ello, y en el plazo relativamente breve de su fecunda existencia, hartos beneficios produjo, quebrantando los partidos antidinásticos, y fundando sobre la base más ancha posible una monarquía que tenía todos los inconvenientes de esta forma de gobierno, sin las ventajas de lo tradicional y hereditario.

      Pero aquel fuerte lazo que unió a los partidos se rompió de improviso sin motivo alguno que lo justificara. Las grandes resoluciones políticas han de tener una lógica más rigurosa que los demás hechos de la vida, porque de ellas pende a veces la vida o la muerte de las naciones. No deben ser determinadas por caprichos y genialidades pasajeras, por arrebatos de humor o displicencia que experimente algún hombre importante de los que más influyen en la política. Han de ser resultado oportuno y maduro de los acontecimientos, y no producto de la resolución irreflexiva de personas ligeras y voluntariosas. La conciliación se rompió inopinadamente porque así lo determinaron en sus altos designios los que debieran tener más interés en que se mantuviera. Desde entonces, ¡cuán distinto aspecto ofrece la política, y qué atroz turbación divide y desmenuza a los partidos revolucionarios! Como un error engendra ciento, desde que el Ministerio de conciliación cayó a impulsos de una propaganda bullanguera, por la cual hombres como Topete, Sagasta y Malcampo eran motejados de traidores y reaccionarios; desde que se creyó inútil y hasta perniciosa la cooperación de grupos respetables e inteligentes en la obra difícil del afianzamiento de las instituciones, se han sucedido varios Gabinetes efímeros, con escaso prestigio, condenados a causa de la división del Parlamento a vivir lo que viven las rosas, o a arrostrar los peligros y la responsabilidad de una disolución, seguida de nuevas elecciones.

      El Partido Progresista, que era el núcleo de la fuerza revolucionaria, que formaba la base de la mayoría constitucional y parecía el lazo de unión entre la democracia monárquica y el grupo conservador, se divide, dando origen a dos bandos que hoy, después de crudísimas recriminaciones, se odian con tal vehemencia que nadie creería que les separa una simple cuestión de personas. Algunos ilusos, más atentos al nombre que a la esencia de las cosas, juzgaron que esta división crearía los dos grandes

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