El vértigo horizontal. Juan Villoro
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El vértigo horizontal - Juan Villoro страница 14
Desde que un confuso patriotismo me alejó del beisbol, cada 13 de septiembre me imaginaba como Niño Héroe, sin atreverme a justificar esa trágica fama. Tres días después, el fervor patrio proseguía en el desfile militar. Mi abuela paterna tenía un administrador, don Pancho Gándara, que cada 16 de septiembre conseguía espléndidos lugares para presenciar el despliegue de las fuerzas armadas. Llegábamos con una hora de anticipación. Como el Fausto de Goethe, aquel acto tenía su prólogo en el cielo: antes de la llegada de las tropas, diminutos aviones de guerra hacían ensordecedoras maniobras y lanzaban humo tricolor.
México no contaba con un equipamiento militar sobresaliente. El público podía reconocer tanques y fusiles de la Segunda Guerra Mundial. Un ejército de segunda mano.
Las llamadas de larga distancia comenzaban a estar de moda y se decía que Estados Unidos era tan poderoso que nos podía derrotar por teléfono: “Allá vamos”, eso bastaba para que nos rindiéramos. En el desfile, los modestos jeeps del Ejército Mexicano confirmaban que carecíamos de argumentos bélicos para recuperar otro territorio que no fuera el Chamizal.
El gran momento del 16 era la llegada de los cadetes del Colegio Militar. Marchaban como si flotaran sobre el pavimento, los brazos coordinados en una coreografía perfecta –el izquierdo trazaba una impecable diagonal y el derecho sostenía el fusil como si no pesara nada–. Sus uniformes eran de un negro impecable con vivos morados. Para perfeccionar su imagen, incluían un batallón de cetrería con halcones encapuchados. Aclamábamos a los cadetes con el fervor que merecen los Niños Héroes.
La parte más peculiar del desfile ocurría con la llegada del último contingente, que no tenía que ver con la milicia. Una delegación de charros y chinas poblanas montaba briosos alazanes. La dramaturgia cívica sugería que nuestra arma secreta era el folclor: “Si no los impresionaron las bazookas, ahí les va el jaripeo”. Nuestra definitiva retaguardia estaba integrada por rancheros en traje de gala. El mensaje final era entrañable: podíamos ser derrotados, pero no dejaríamos de bailar el jarabe tapatío.
Cuando aquella azafata colombiana encomió nuestro nacionalismo, me vinieron a la mente imágenes de otro tiempo. Recordé mi pasión por los Niños Héroes, mi conflictivo romance con el beisbol y el Ejército respaldado por una delegación de charros.
Lo que fracasa como ideología, triunfa como nostalgia.
CEREMONIAS: EL GRITO
El cura Hidalgo inició la gesta de Independencia con una actividad que definiría una de las principales costumbres de la nación que estaba proponiendo. Tocó la campana de Dolores y lanzó alaridos para soliviantar al pueblo. No todos los paisanos saben que proponía seguir dependiendo del rey de España con un gobierno local más autónomo. Lo que sí saben es que ese padre fundador abrió la boca para proferir lo que hoy determina nuestra principal ceremonia patria: el Grito.
Después de celebrar el Bicentenario de la Independencia en 2010, ¿qué estado de salud guarda nuestra identidad? Cuando gritamos “¡Viva México!” no pensamos en reconquistar Texas ni en expulsar a los argentinos que ocupan puestos en las pasarelas de la moda o en la selección nacional; preservamos la mexicana costumbre de estar juntos (y de preferencia apretujados).
Aunque las banderas tricolores hayan sido hechas en Hong Kong, representan talismanes de la autenticidad y sirven de salvoconducto para lanzar cuetes, comer esquites, tomar las plazas: el lábaro patrio es un password para todo. Un mexicano con bandera tiene la misma relación ante la norma que un piloto de Fórmula 1 ante el exceso de velocidad.
El 15 de septiembre la vida pública se interrumpe por frenesí. Un día después vendrá el esforzado desfile, pero esa noche ser patriota significa ir al Zócalo, aplastar un cascarón de huevo relleno de confeti en la nuca de tu compadre y que él sonría, agradecido por el fraterno golpe.
El suceso se instala en el alma de cada quien sin que importen las noticias recientes, la conducta del producto interno bruto, los precios del petróleo o la actuación del presidente. No se festeja el estado de la patria, sino el gozo de gritar su nombre.
Por definición, todo país es fundado por amateurs. Los nuestros se sublevaron por precipitación. La conjura de Querétaro fue descubierta y el cura Miguel Hidalgo se vio obligado a llamar a la rebelión con modestos recursos publicitarios: la campana de la iglesia, un estandarte de la Virgen y la fuerza de su garganta. En recuerdo de ese arrebato, el 15 de septiembre el presidente en turno grita los nombres de los héroes de la Independencia y agrega alguno con el que se identifica especialmente (Juárez y Cárdenas son los refuerzos más comunes).
Como en tantos sucesos históricos, el sentido profundo del Grito estaba en el futuro. Hidalgo pretendía liberar al país del yugo del virrey, pero no de Fernando VII, y proponía la fe católica como una religión de Estado. El 15 de septiembre no gritamos por esa independencia. Tampoco gritamos por otra corregida desde el presente. Gritamos porque nos gusta gritar.
De manera paradójica, el México posrevolucionario, manifiestamente jacobino, no ha dejado de buscar un pacto oculto con la Virgen de Guadalupe que Hidalgo llevaba en su estandarte. “No todos somos católicos, pero todos somos guadalupanos”, dice el dicho. El impugnado rescate bancario (conocido como Fobaproa), que salvaría de la bancarrota a los financieros mexicanos y dejaría noventa y cinco por ciento de la banca en manos extranjeras, se aprobó en el Congreso en la madrugada del 12 de diciembre de 1999, día de la Virgen de Guadalupe. Lo mismo ocurrió en 2013 con la privatización de la industria petrolera. Dos decisiones que ponían los bienes nacionales al servicio del capital extranjero buscaron el manto protector de la Virgen. Hidalgo fue menos contradictorio al buscar la Independencia con la protección de la Corona.
Cuando el presidente exclama: “¡Vivan los héroes que nos dieron patria!”, suena como un actor ante un público que no oye bien. Esta retórica ajena a la emoción se perfeccionó en septiembre de 2013, cuando Enrique Peña Nieto recitó por primera vez desde el balcón presidencial los nombres de los héroes en el tono de quien lee en teleprompter.
El día del Grito nos fundimos en un tejido articulado por el agua de horchata; las pepitas atenazadas entre el índice y el pulgar; los hules que pretenden cubrirnos a modo de impermeable y se convierten en una segunda piel; el agrio olor de la multitud matizado por vapores ricos en cilantro y epazote; las exclamaciones de “¡No empujen!”, seguidas de las de “¡Mé-xi-co, Mé-xi-co!” (que sirven para empujar); la olla providente de los tamales y el silbido náutico de los camotes; las demasiadas chelas; el urgente uso de suelo que permite orinar a la intemperie; la inconfundible presión de un palito de elote en las costillas; el zumbante rehilete tricolor; el merolico que anuncia “Llévese su máscara de Trump”; el esplendor de la piratería (en el ojo del huracán humano, alguien vende pilas para cámaras digitales o minicalcetines para proteger el iPod); el gran bazar de la quincalla y la bisutería; los muchos objetos –todos provisionales– que nos permiten reconocernos como parte de la tribu.
Al igual que las concentraciones celebratorias en el Ángel de la Independencia, la grey del 15 toma las calles, pero en este caso no llega animada por una insólita victoria deportiva o un esforzado empate (variante mexicana del triunfo). En la noche del Grito, la patria puede atravesar su peor momento o competir con Irak en índice de secuestros y periodistas