El vértigo horizontal. Juan Villoro

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El vértigo horizontal - Juan Villoro

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si no existiera”.

      En la Ciudad de México, ciertos paisajes “periféricos” están casi en el centro. El aeropuerto es rodeado de unidades habitacionales y casitas dispersas que merecerían la descripción de Handke. Lo más extraño no es que esas ciudades dormitorio estén en una parte céntrica, sino que también lo esté el aeropuerto.

      ¿A qué sentido de pertenencia aspira el capitalino? La idea de lujo es hoy la de aislamiento, la gated community, la ciudadela autosuficiente e inexpugnable, sitiada por los bárbaros. La inseguridad y los procesos simultáneos de desurbanización y redensificación han producido esa extraña alternativa donde el bienestar significa estar al margen. Aunque el enclaustramiento se opone a la idea misma de “ciudad”, cada vez son más frecuentes los proyectos que pretenden sustraerse a la experiencia urbana compartida.

      En mi infancia, el concepto de orden urbano era representado por el mapa de París a vuelo de pájaro que teníamos en la pared, una cartografía donde los edificios aparecían dibujados como el escenario de un cuento de hadas. Esa concepción sigue dominando en lo fundamental la vida de la capital francesa. Desde hace siglos, los personajes literarios toman las mismas calles parisinas: en Los tres mosqueteros, D’Artagnan avanza por la rue de la Huchette por la que mucho tiempo después Horacio Oliveira avanzará en Rayuela.

      Crecí viendo ese mapa sin saber que el tiempo me depararía la oportunidad de extraviarme en la Ciudad Luz. Acaso para enaltecer los privilegios de un espacio caminable, París no siempre cuenta con taxis nocturnos, o al menos no contaba con ellos cuando ocurrió esta anécdota, hacia 2002. En aquella madrugada parisina, el transporte no era un servicio sino una anécdota. Se contaba que alguien, alguna vez, había detenido un providencial coche de alquiler. Acaso fue ése el motivo que años después inspiró la aparición del auto fantasma que comunica diversas zonas del tiempo en Medianoche en París, la película de Woody Allen.

      Pero la trama que deseo contar no tiene que ver con los problemas para encontrar un taxi, sino con la representación del espacio. Salí de una reunión a una hora inclemente y fracasé en conseguir transporte. Llovía y tuve que recorrer el casco histórico de punta a punta. Conocía las coordenadas básicas de mi ruta –hacia el este, al otro lado del río–, pero ignoraba el modo de atravesar los profusos bulevares. Además, quería hallar el camino más corto, a esa hora y con ese clima. ¿Qué dispositivo ponía a mi alcance el entorno? Afuera de cada estación del metro hay un mapa del barrio y otro, más preciso, de las calles aledañas. No me costó trabajo ir de estación en estación, de un mapa fragmentario a otro. Al cabo de hora y media llegué a la meta sin sentir por un momento que me había extraviado.

      Esta experiencia remite a la forma en que procuro entender mi ciudad. El ecocidio ha devastado el espacio, pero también el tiempo. Recordamos muchas cosas que ya no están ahí, pero aún conforman el mapa de nuestra memoria. Vivir en un sitio en incesante deconstrucción obliga a reconfigurar el recuerdo. Dependiendo de cada biografía, el pasado puede ser más intenso y decisivo que la transfigurada ciudad de todos los días.

      Perder una ciudad es un formidable recurso literario. En ocasiones, un novelista se aleja para recuperar su entorno con la agudeza que sólo concede la nostalgia. Después de abandonar Dublín, James Joyce pudo recorrerlo en la escritura. Otras veces, el desplazamiento es forzado por la historia del mundo o los avatares de una familia. Günter Grass dejó la Ciudad Libre de Danzig y Salman Rushdie emigró con los suyos de Bombay a Londres. Lo decisivo es que el desarraigo pide ser compensado con historias.

      El poeta polaco Adam Zagajewski nació en la ciudad de Lvov (Leópolis), que fue anexada por la Unión Soviética cuando él tenía cuatro meses. Su familia se trasladó a Gliwice, donde los sólidos muebles antiguos recordaban que el poblado había pertenecido a Alemania y los recientes mostraban la fragilidad con la que el socialismo polaco recompensaba al “hombre nuevo”.

      Posiblemente, la función más significativa de la paternidad consista en recordarles a los hijos lo que sucedió en sus primeros años de existencia, el tiempo fugado al que no accede la memoria. Zagajewski creció oyendo historias de la hermosa ciudad que habían tenido que abandonar, muy distinta al gris paisaje de Gliwice. La belleza se convirtió para él en el tesoro perdido que añoraba desde un suburbio donde la única construcción de relieve eran las gradas vacías del estadio de futbol.

      Algo cambió con su descubrimiento de la literatura. En un entorno que parecía no inspirar nada, Zagajewski encontró el esquivo fulgor de la dicha. “Intenta celebrar el mundo mutilado”, dice en uno de sus versos. En forma semejante, Milan Kundera se refirió a la “belleza por error” para definir el placer estético que deriva de las cosas que deberían repudiarlo.

      En Dos ciudades, su libro de memorias, Zagajewski profundiza en esta idea. Su esencial rito de paso consistió en descubrir que la flor azul de la poesía puede brotar en un sitio equivocado: “Una bicicleta, un cesto de mimbre, una mancha de luz en la pared” dejaron de ser “objetos catalogables” y se convirtieron en misterios “con mil significados secretos”. Las calles sin gracia que recorría hasta entonces adquirieron el aura que sus mayores conferían a Lvov, la otra ciudad. A partir de entonces entendió la misión del poeta, convocar la belleza donde no parece tener derecho de existencia: “Existe un sentido habitualmente oculto aunque asible en los momentos de máxima concentración en los que la conciencia ama el mundo. Captar este difícil sentido equivale a vivir una felicidad muy peculiar, perderlo conduce a la melancolía”.

      El habitante de la Ciudad de México no necesita ser deportado para perder su tierra natal. La urbe se ha transformado en tal forma que ofrece dos ciudades: una está hecha de los evanescentes relatos de la memoria colectiva; otra, de la devastadora expansión cotidiana.

      Vivimos en dos planos simultáneos, el del presente que nos consta y el del pasado que no deja de volver. El Eje 5 Sur, antes Eugenia, permite avanzar sobre las huellas que dejaron las palmeras y un nuevo Oxxo que vende quincalla comercial en una esquina se alza donde antes había una casona de principios del siglo XX. Lo que vemos no elimina del todo lo que veíamos en otro tiempo. Cada generación adapta su memoria a estas transformaciones.

      Zagajewski invita a celebrar el mundo mutilado y advierte que no hacerlo “conduce a la melancolía”. En la Ciudad de México el estímulo celebratorio puede venir de objetos mancillados de los que nos apropiamos entrañablemente: los zapatos que cuelgan de un cable de luz, un árbol cubierto con motas de colores que antes fueron chicles, un crepúsculo de rubor químico, las banquetas destrozadas por las raíces de los árboles, semejantes a los hielos rotos por un acorazado. La capital ha perdido toda posibilidad de ofrecer un discurso armónico, pero la gente y la naturaleza no se rinden; alguien decora una barda con un grafiti y la hierba crece en todas las grietas.

      La ciudad real produce otra ciudad, imposible de encontrar, que necesita ser imaginada para ser querida.

      Hay que reconocer que no todo cambio es negativo. En ocasiones se agradece el trabajo demoledor de la picota. Muchas de las zonas devastadas a lo largo de las últimas cinco décadas eran espantosas. Al final de Las batallas en el desierto, que recupera la colonia Roma en los años cincuenta, José Emilio Pacheco escribe: “De ese horror quién puede tener nostalgia”. No necesariamente el impulso memorioso está animado por la búsqueda de una Arcadia.

      Sea como fuere, el pasado dota de lógica retrospectiva la ciudad. En numerosas ocasiones, recordar lo que estuvo ahí explica el relato urbano, le da un principio y un fin, hace comprensible, y a veces tolerable, una ciudad en constante aniquilación. En forma paradójica, advertir esa pérdida y atesorarla como memoria nos permite sobrellevar mejor el desastre actual.

      En su libro Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald observa que la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial

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