El vértigo horizontal. Juan Villoro
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Antes de que yo pudiera responder, fue por una maleta, la llevó a mi cuarto y comenzó a empacar mis cosas. Dobló con cuidado las camisas y enrolló los calcetines sin que yo creyera que en verdad me estaba corriendo de la casa. Se trataba de mi madre, la mujer que yo adoraba al punto de creer, con granítica convicción, que su biografía aparecería en una de mis historietas favoritas, Vidas ejemplares, que narraba en forma melodramática los martirios de los santos.
La vi colocar mis pertenencias en la maleta que usábamos para ir a Veracruz, esperando que de un momento a otro suspendiera su absurda tarea. No lo hizo. De pronto, se dirigió a la cocina y regresó con el frasco de hierro. En las mañanas yo tomaba una cucharada de ese denso jarabe que supuestamente ayudaba a crecer. Cuando el frasco entró a la maleta, se produjo un efecto mágico: aquello era cierto. Si mi madre se tomaba el trabajo de empacar algo tan preciso, no podía estar jugando.
Fue la mejor y más dolorosa lección literaria de mi vida. Para que una escena resulte verosímil requiere de algo que no debería estar ahí y, sin embargo, está ahí. La mosca en la sopa. Esa presencia insólita y al mismo tiempo lógica otorga al hecho una singularidad que sólo puede ser creída.
Al ver el frasco en mi equipaje, me arrodillé, pedí perdón, juré no amar nunca a otra mujer. Pude seguir en casa.
Conté esta anécdota en El libro salvaje, como un homenaje a las enseñanzas literarias de mi madre y un tardío afán de superar el trauma de no amarla en exclusiva.
A partir de ese incidente, dejé de salir a la calle. Concebí entonces una fantasía negativa. Imaginaba que me fugaba y mis padres me extrañaban mucho. Durante años vivía en la oquedad de un ahuehuete en Chapultepec. Cuando ellos finalmente daban conmigo, yo era un mendigo balbuceante que había olvidado el español. Al contemplar mis taras lingüísticas, provocadas por el sufrimiento y la miseria –mi esforzado desaprendizaje en Chapultepec–, mis padres sentían una honda lástima por mí, pero, sobre todo, se sentían tremendamente culpables. Con deleitable detalle, imaginaba sus rostros arrepentidos. Mi ideal de vida consistía en arruinarme para hacerlos sufrir.
No tuve oportunidad de ejercer este masoquismo porque ellos alteraron el destino de otro modo. Ambos provenían de tradiciones separatistas: él de Cataluña, ella de Yucatán. No fue extraño que se separaran cuando yo tenía nueve años.
Dejamos la casa en Insurgentes Mixcoac y nos mudamos a un departamento en la colonia Del Valle. La familia quedó reducida a mi madre, mi hermana Carmen, dos años menor que yo, y a mí. Mi padre vivía bastante cerca, en el edificio Aule, en la esquina de Xola e Insurgentes. Él comía en casa dos veces por semana, dormía la siesta, y los domingos nos llevaba al zoológico o al cine, y a mí al futbol. Esta apariencia de normalidad no era suficiente en un entorno donde el divorcio se revestía del halo negro del fracaso y el escándalo. Ninguno de mis compañeros de escuela tenía padres divorciados, y entre los nuevos amigos de la cuadra sólo los Mondragón habían pasado por ese trance. Fue el primer motivo para acercarme a ellos.
Mi vida cambió para siempre al contacto con esa familia. Jorge tenía mi edad y eso facilitó la amistad. El mayor de los varones, Gustavo, era cuatro o cinco años más grande que nosotros, pero disfrutaba enormemente la compañía de los menores. Pasaba las tardes enseñándonos nuevas formas de dominar el balón o descubriéndonos grupos de rock. Entendí que la vida tenía sentido porque existían el futbol y la música. Poco después, los Mondragón me revelaron otro asombro. Estudiaban en el Colegio Tepeyac, en la colonia Lindavista, al norte de la ciudad, y un día me invitaron a un entrenamiento de los Frailes, el equipo de futbol americano. Gracias a esa travesía, entré al laberinto. Atravesamos el DF en camiones y tranvías. De un modo inexpresable pero cierto, sentí que esas calles, plazas, glorietas, avenidas, cines, tiendas, letreros luminosos y parques desconocidos eran míos. Mi familia estaba reducida al mínimo, estudiaba en el Colegio Alemán, donde no dominaba suficientes frases con cláusulas subordinadas para integrarme, y hablaba en forma rara. Estaba fuera de lugar. Sin embargo, la vastedad del territorio me hizo saber que ahí podía tener acomodo. Decidí ser de la ciudad, como si no lo fuera antes. Decidí amarla y despreciarla como sólo se ama y se desprecia lo que te pertenece. Decidí entenderla, con una mezcla de entusiasmo y estupor. Para un desorientado, el laberinto es una casa.
Recién mudado a la colonia Del Valle, pasé cada vez más tiempo en las calles en torno a la cerrada de San Borja, algo que a mi madre le resultaba conveniente, pues llegaba muy tarde del Hospital Psiquiátrico Infantil. A las siete u ocho de la noche, ella volvía a casa y no tenía la menor idea de dónde estaba yo. Eso no la alteraba en lo más mínimo. Al no encontrarme en el departamento, bajaba a la calle y le decía al primer conocido con el que se topaba:
–Si ves a Juan, dile que venga.
No era necesaria otra búsqueda. Más temprano que tarde, el mensajero daba conmigo:
–Que ya vayas a tu casa –decía.
No hacía falta buscar a la gente para encontrarla. Todos estábamos ahí, en un microcosmos contenido. La inseguridad existía en la mente, no en las calles.
Algo me quedó para siempre de esa época. Camino por la ciudad sin rumbo fijo y sin pensar en la hora del regreso, confiando en que algún conocido me avise de pronto que debo volver a casa.
PERSONAJES DE LA CIUDAD: EL CHILANGO
Resulta fácil definir al chilango como “numeroso”. Desde un punto de vista demográfico, es alguien que sobra.
Lo más interesante de la palabra chilango es su confusa etimología. Era una voz peyorativa que ahora usamos con orgullo, del mismo modo en que nos referíamos afectuosamente al DF como el Defectuoso.
De acuerdo con Gabriel Zaid, el gentilicio chilango proviene del maya xilaan, que significa ‘desgreñado’. Se comenzó a usar en Veracruz para definir a los criminales que eran enviados a la capital para recibir proceso y posteriormente iban a dar a la cárcel de San Juan de Ulúa. Se trata, pues, de delincuentes juzgados en la ciudad que vuelven a provincia.
Otras hipótesis asocian el nombre con un atado de chiles, alguien fuereño e incluso con un pez rojo. Lo cierto es que hoy en día muy pocos se preocupan por el sentido original del término, que no deriva de una acepción geográfica. ¿Dónde comienzan y dónde acaban los chilangos? Los nacidos en Ecatepec, Atizapán, Ciudad Satélite y otras regiones del Estado de México tienen su orgullo regional, pero no se ofenden si los asimilan a la multiplicidad de desgreñados del Valle de Anáhuac (ser regionalista en esta inmensidad disminuye las posibilidades de participación).
Aquí sólo vale la pena lo que sucede en multitud. El capitalino no lucha por adaptarse al hacinamiento; sabe que es su única condición posible. Si encuentra una taquería con muchas mesas disponibles, sospecha que en ese sitio los tacos son de perro. Lo que no se abarrota es un fracaso. Esto explica que el aeropuerto esté lleno de una compacta masa de visitantes: el chilango sólo sabe que ya llegó si lo esperan diez parientes.
Hace mucho que nuestras aglomeraciones dejaron de ameritar una causa. No son un fenómeno social, sino meteorológico. Esto en modo alguno implica que el habitante de Chilangópolis sea paciente. Si algo lo define es su ansia de estar en otro lado. Cada vez que voy al trópico me sorprende la forma en que camino. A las dos cuadras me descubro empapado de sudor. Sin resuello, con la mirada