El vértigo horizontal. Juan Villoro

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El vértigo horizontal - Juan Villoro

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tiene los días contados. En la colonia Xoco, cerca de la casa donde escribo estas líneas, se abre un inmenso agujero que pretende servir de base a la edificación más alta de la ciudad: la Torre Mítikah, cuyos sesenta y dos pisos aspiran a alcanzar doscientos sesenta y siete metros de altura. La tierra que se ha extraído de ahí podría llenar el Estadio Azteca. El proyecto, diseñado por el arquitecto argentino César Pelli, autor de las rutilantes torres de Kuala Lumpur, ha sido impugnado por ecologistas, se ha detenido por problemas para cubrir el presupuesto de cien millones de dólares y ahora se encuentra en preventa. Previsiblemente, este portento no sólo traerá congestiones de coches, sino también de helicópteros.

      La ciudad que se extendía al modo de un océano asume ahora otra metáfora rectora: la selva. Mientras crece la nueva maleza, el territorio es una suerte de pantano, una marea estancada entre palafitos que ganan altura.

      La voracidad vertical anuncia otra ciudad, marcada por la avaricia inmobiliaria y los infiernos corporativos. El agua potable que llega desde trescientos kilómetros de distancia y sube con grandes trabajos hidráulicos al valle aún tendrá que recorrer los sesenta y dos pisos de la Torre Mítikah. En el acaudalado barrio de Santa Fe se han desplomado edificios construidos sobre un terreno arenoso, donde solía haber minas. La Ciudad de México muere de “éxito” inmobiliario. “Con usura no hay casa de buena piedra”, escribió Ezra Pound.

       Los muchos modos de una ciudad

      Cuando el escritor venezolano Adriano González León visitó la Ciudad de México se sorprendió al encontrar este letrero: “Materialistas: Prohibido estacionarse en lo absoluto”. El autor de País portátil tardó en entender que había llegado a un sitio donde el materialismo no es una corriente filosófica, sino un trabajo de carga y descarga. La mención al absoluto indicaba que los camiones no debían estacionarse ni un ratito. Aquel letrero era en realidad una profecía del estancamiento urbano: hoy en día los materialistas se han estacionado en lo absoluto.

      Después de veinte años de escribir sobre la ciudad, busqué una noción de límite y la encontré en el paisaje. Retrato el último medio siglo de una inmensa ciudad baja. Cada ladrillo que gana altura, reclama el término de este trabajo. Por lo demás, el hecho de que en 2016 haya dejado de ser Distrito Federal para convertirse en Ciudad de México también representa el fin de una era.

      Kierkegaard señaló que la vida ocurre hacia delante, pero se entiende hacia atrás. Las explicaciones siempre son retrospectivas. De acuerdo con la mitología prehispánica, los primeros pobladores del Valle de Anáhuac perseguían una imagen profética: el águila devorando una serpiente. Esta conjunción simbólica del aire y la tierra fue avistada a orillas del lago de Texcoco. El sentido visionario de llegar ahí se había cumplido. Sin embargo, como señala el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, lo interesante es que la historia es posterior a la llegada de los peregrinos. Los fundadores de Tenochtitlan se asentaron a orillas del lago, pero les faltaba la explicación que los justificara.

      Pueblo advenedizo, el mexica o azteca carecía de una tradición que lo realzara. Para dotarse a sí mismo de una epopeya fundadora, se asignó pasados míticos ajenos, el de los toltecas y el de los teotihuacanos. En el siglo XV, los mexicas inventaron a posteriori la leyenda de su grandeza. Desde entonces, México-Tenochtitlan sólo adquiere lógica hacia atrás. Los planes no son para nosotros; nuestra tarea consiste en descifrar un misterio que ya ocurrió.

      El vértigo horizontal se inscribe en esa dilatada tradición, pero depende de un enfoque rigurosamente personal. Martin Scorsese ha elogiado la visión que Woody Allen tiene de Nueva York, entre otras cosas porque es muy distinta a la suya. Propongo una lectura entre millones de lecturas posibles.

      Para Carlos Fuentes, “la Ciudad de México es un fenómeno donde caben todas las imaginaciones. Estoy seguro de que la ciudad de Moctezuma vive latente, en conflicto y confusión perpetuos con las ciudades del virrey Mendoza, la emperatriz Carlota, de Porfirio Díaz, de Uruchurtu y del terremoto del 85. ¿A quién puede pedírsele una sola versión, ortodoxa, de este espectro urbano?”

      La ciudad varía con la percepción que de ella tiene cada uno de sus habitantes. A lo largo de sesenta años he vivido en unas doce direcciones diferentes. Todas ellas están al sur del Viaducto y esto define mi mirada. He recorrido parcialmente el laberinto.

      ¿Cómo representar una ciudad que creció alrededor del templo dual de los aztecas y hace unos años sirvió de escenario natural para el apocalipsis futurista de la película Elysium?

      En “El inmortal”, Borges describe una urbe desorientadora, que confunde sin un fin preciso: “Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaletas inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo”. Esa edificación demencial se debe al ocio de los inmortales, que desperdician el tiempo e ignoran los propósitos finitos. Por momentos, la Ciudad de México suscita un pasmo similar. Escribir sobre ella significa inventarle explicaciones.

       Tres décadas después del terremoto

      El 19 de septiembre de 1985 los capitalinos pensamos que la expansión de la ciudad se frenaría de la peor manera. El terremoto destruyó numerosos edificios, la mayoría de ellos públicos. Por un momento, pareció imposible seguir viviendo aquí. Pero el Distrito Federal fue salvado por su gente. Durante días sin tregua nos improvisamos como rescatistas y la ciudad derruida encontró un nuevo rostro, jodido y cubierto de polvo, pero nuestro. Más de treinta años después, la ciudad todavía existe.

      Este libro le rinde homenaje y testimonio.

      He querido responder por escrito a los miedos, las ilusiones, el hartazgo y los caprichos de vivir en este sitio. También, he procurado que mi libro se acerque a la forma en que he decidido habitar esta ciudad, convencido de que es bueno estar informado, pero de que los datos, muchas veces amargos, no deben mermar las principales formas de la resistencia: el placer y el sentido del humor.

      Mi relato ocurre en densidad: escribo rodeado de millones de personas que tienen otra opinión del mismo tema. El desconcierto se vive de diversos modos y no admite una versión definitiva. Escribir de la Ciudad de México es, a fin de cuentas, un desafío tan esquivo como describir el vértigo.

       Ciudad de México, 24 de junio de 2018

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      VIVIR EN LA CIUDAD: “SI VEN A JUAN…”

      Conocí el mundo en la colonia Insurgentes Mixcoac, región de casas pequeñas, construidas en su mayoría en los años treinta del siglo pasado, donde mi abuelo, pastor de ovejas español que llegó al país a “hacer la América”, había levantado un dúplex con muros de una solidez extrema, inspirados en algún baluarte visto en su infancia. Enfrente vivían otros españoles, dueños de la panadería La Veiga, el negocio más popular del barrio junto con la Tintorería Francesa, enorme establecimiento en avenida Insurgentes, revelador de la importancia que entonces se concedía a sacar manchas de la ropa.

      La casa de los Fernández, propietarios de La Veiga, tenía la misma cuadrada consistencia que la nuestra. Por lo visto, era el sello de los inmigrantes que prosperaban, pero seguían temiendo que el techo se les viniera encima.

      Las calles de la colonia llevaban nombres de ciudades españolas. Vivíamos en Santander esquina con Valencia. Yo pasaba largo rato

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