El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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A esa hora, cuando al parecer ya no quedaban fuerzas ni para respirar, cuando el sol, después de abrasar Moscú, se derrumbaba en un vaho seco en algún punto detrás del Anillo Sadóvoie, nadie fue a sentarse en los bancos bajo los tilos: la alameda estaba desierta.

      —No hay —respondió la mujer del quiosco, y por alguna razón se ofendió.

      —¿Hay cerveza? —consultó Bezdomni con voz enronquecida.

      —La traen a la noche —respondió la mujer.

      —¿Y qué hay? —preguntó Berlioz.

      —Jugo de damasco, pero está tibio —dijo la mujer.

      —¡Bueno, no importa, no importa!

      El jugo de damasco salió con abundante espuma amarilla y el aire olió a peluquería. Luego de saciarse, los literatos de inmediato comenzaron a hipar; pagaron y se sentaron en un banco de cara al estanque y de espaldas a la Brónnaia.

      Y aquí sucedió la segunda cosa extraña, que concernía solamente a Berlioz: de repente dejó de hipar, su corazón dio un vuelco y, por un instante, se hundió en alguna parte; luego volvió, pero con una aguja clavada dentro. Y por si fuera poco, Berlioz fue presa de un miedo que, aunque injustificado, era tan intenso que le dieron ganas de salir corriendo de los Estanques sin mirar atrás. Berlioz miró angustiado a su alrededor, sin entender qué era lo que lo había asustado. Palideció y se limpió la frente con un pañuelo, pensando: “¿Qué me está sucediendo? Nunca me había pasado esto…, me falla el corazón…, estoy agotado. Tal vez sea hora de mandar todo al diablo e irme a Kislovodsk…”.

      Y entonces el aire tórrido se condensó frente a él y tomó la forma de un ciudadano transparente de aspecto extrañísimo. Tenía en su cabecita un gorrito de jockey y llevaba un saco a cuadros, cortito y ligero… El señor medía unos dos metros, pero era estrecho de hombros, extremadamente delgado y —presten atención— lucía una fisonomía burlona.

      La vida de Berlioz había transcurrido de tal manera que no estaba acostumbrado a los fenómenos extraordinarios. Palideciendo aún más, con los ojos desorbitados, pensó desconcertado: “¡Eso no puede ser!”.

      Pero eso —¡ay!— estaba ahí, y el ciudadano larguirucho, translúcido, oscilaba ante él, sin tocar la tierra, a izquierda y derecha. Aquí Berlioz fue presa de tal terror que terminó por cerrar los ojos. Y cuando los abrió, vio que todo había pasado, que aquel espejismo se había esfumado, el sujeto a cuadros había desaparecido, y, a la vez, la aguja se le había desprendido del corazón.

      —¡Pero qué diablos…! —exclamó el editor—. Sabes, Iván, ¡por poco no me da un ataque a causa del calor! Hasta he sufrido una especie de alucinación —Intentó sonreír, pero en sus ojos aún brotaba el pánico y las manos le temblaban.

      Sin embargo, poco a poco se fue tranquilizando, se abanicó con el pañuelo y dijo con un tono bastante animado: “Bueno, entonces…”, retomando el discurso interrumpido por el jugo de damasco.

      El discurso, como después se supo, era acerca de Jesucristo. El asunto es que el editor había encargado al poeta un gran poema antirreligioso para el próximo número de su revista. Iván Nikoláievich lo había compuesto, y en un plazo por demás breve, pero, por desgracia, no complació en absoluto al editor. A pesar de que Bezdomni había pintado a su protagonista —es decir, a Jesús— en tonos muy negros, en opinión del editor había que reescribir todo el poema. Y ahora el editor le estaba dando al poeta una especie de lección acerca de Jesús para poner de relieve su principal error. Era difícil determinar en qué radicaba la falla de Iván Nikoláievich: si en la fuerza expresiva de su talento o en una total ignorancia de la materia sobre la que escribía, pero el Jesús salido de su pluma resultó un personaje lleno de vida, si bien poco atractivo. Berlioz, en cambio, quería demostrarle al poeta que lo importante no era si Jesús había sido bueno o malo, sino que ese tal Jesús como persona nunca había existido en el mundo, y que todos los relatos acerca de él eran puros cuentos, un mito de lo más ordinario.

      Hay que mencionar que el editor era un hombre instruido y en su discurso citaba con soltura a historiadores antiguos; por ejemplo, al conocido Filón de Alejandría y a Flavio Josefo, hombres de educación brillante, quienes nunca habían dicho una palabra acerca de la existencia de Jesús. Demostrando una gran erudición, Mijaíl Aleksándrovich además informó al poeta que el pasaje del libro 15 del capítulo 44 de los famosos Anales, de Tácito, donde se habla de la crucifixión de Cristo, no era otra cosa que un falso añadido posterior.

      El poeta, para quien todo lo que relataba el editor era una novedad, escuchaba con mucha atención a Mijaíl Aleksándrovich, mirándolo con sus vivos ojos verdes, y sólo de vez en cuando hipaba, maldiciendo en voz baja el jugo de damasco.

      —No hay ni una sola religión oriental —decía Berlioz— en la que, como regla general, una virgen inmaculada no haya dado a luz a un dios. Y los cristianos, al no poder inventar nada nuevo, crearon de la misma manera a Jesús, que en realidad nunca existió. Es en esto en lo que hay que hacer especial hincapié…

      El agudo tenor de Berlioz se propagaba por la alameda desierta, y a medida que Mijaíl Aleksándrovich se iba internando en esas profundidades en las que sólo una persona muy culta puede internarse sin riesgo de torcerse el pescuezo, el poeta iba descubriendo cosas cada vez más interesantes y útiles sobre el Osiris egipcio, dios benévolo e hijo del Cielo y de la Tierra; sobre el dios fenicio Fammus; sobre Marduk; e incluso sobre el menos conocido y severo dios Huitzilopochtli, al que adoraron alguna vez los aztecas en México.

      Justo en el momento en que Berlioz le contaba al poeta cómo los aztecas modelaban con masa la figura de Huitzilopochtli, apareció en la alameda la primera persona.

      Tiempo después —cuando, a decir verdad, ya era tarde—, diversas instituciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre. El cotejo de dichos informes no puede sino despertar asombro. Así, en el primero se dice que el hombre era de baja estatura, tenía dientes de oro y rengueaba de la pierna derecha. En el segundo, que el hombre era de gigantesca estatura, que sus coronas eran de platino y rengueaba de la pierna izquierda. El tercero afirma lacónicamente que el hombre no tenía rasgo particular alguno.

      Hay que admitir que ninguno de esos informes sirve para nada.

      En primer lugar, el hombre descripto no rengueaba de ninguna de las dos piernas, y de estatura no era ni pequeño ni gigantesco; simplemente era alto. En lo que respecta a sus dientes, de un lado sus coronas eran platinadas, y del otro, doradas. Vestía un costoso traje gris y sus zapatos importados eran del mismo color. Su boina gris le caía con desenvoltura sobre la oreja y bajo la axila llevaba un bastón de empuñadura negra, con forma de cabeza de caniche. Parecía de unos cuarenta y tantos. La boca, algo torcida. Bien afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, no se sabe por qué, verde. Cejas negras, una más alta que la otra. En una palabra: extranjero.

      Al pasar cerca del banco donde estaban sentados el editor y el poeta, el extranjero los miró de reojo, se detuvo y se sentó de repente en el banco vecino, a dos pasos de los amigos.

      “Alemán”, pensó Berlioz.

      “Inglés”, pensó Bezdomni. “Vaya, ¿no tendrá calor con esos guantes?”.

      El extranjero, mientras tanto, paseaba la mirada por los altos edificios que rodeaban el estanque; era evidente que veía ese lugar por primera vez y le llamaba la atención.

      Su mirada se detuvo en los pisos

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