El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

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El maestro y Margarita - Mijaíl Bulgákov

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Berlioz—, has representado muy bien y de modo satírico, digamos, el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios, pero el asunto está en que antes de Jesús habían nacido unos cuantos hijos de Dios, como, por ejemplo, Attis, el frigio. Para decirlo en pocas palabras: ninguno de ellos nació y ninguno existió; ni tampoco, por supuesto, Jesús. Es necesario que tú, en vez del nacimiento, digamos, y la llegada de los reyes, describas una serie de rumores ridículos acerca de ese nacimiento… ¡Porque a juzgar por tu relato, es como si él de verdad hubiera nacido!…

      Aquí Bezdomni hizo el intento de acabar con el hipo, que ya lo había hartado, y contuvo la respiración; sin embargo, sólo logró que el hipo fuera más ruidoso e insufrible. En ese mismo momento Berlioz interrumpió su discurso, porque el extranjero de pronto se incorporó y se dirigió hacia los escritores.

      Ellos lo miraron sorprendidos.

      —Discúlpenme, por favor —les dijo con acento extranjero, pero sin deformar las palabras—, por tomarme el atrevimiento sin haberme presentado…, pero el tema de su erudita conversación es tan interesante que…

      Se sacó cortésmente la boina, y a los amigos no les quedó más remedio que levantarse y hacer una inclinación.

      “No, más bien es francés…”, pensó Berlioz.

      “¿Polaco…?”, pensó Bezdomni.

      Es necesario agregar que el extranjero, desde que pronunció sus primeras palabras, causó una pésima impresión en el poeta y que, en cambio, a Berlioz más bien le agradó, es decir, no es que le agradara, sino que…, ¿cómo decirlo?…, le pareció interesante.

      —¿Me permiten tomar asiento? —preguntó el extranjero con amabilidad, y los amigos tuvieron que cederle un lugar; el extranjero se sentó ágilmente entre ellos y enseguida se sumó a la conversación—. Si no he oído mal, ¿acaba usted de decir que Jesús nunca existió? —preguntó el extranjero, dirigiendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.

      —No, no ha oído mal —respondió Berlioz con cortesía—, es exactamente lo que yo estaba diciendo.

      —¡Ah, pero qué interesante! —exclamó el extranjero.

      “Pero ¿qué diablos querrá este?”, pensó Bezdomni y frunció el ceño.

      —¿Y usted estaba de acuerdo con su interlocutor? —Se interesó el desconocido, girando a la derecha, hacia Bezdomni.

      —¡Al cien por ciento! —confirmó este, a quien le gustaban las expresiones rebuscadas y figuradas.

      —¡Extraordinario! —exclamó el inesperado interlocutor, y, no se sabe por qué, mirando furtivamente alrededor y reduciendo su grave voz a un susurro, dijo—: Perdonen mi impertinencia, pero tengo entendido que ustedes, además de todo, tampoco creen en Dios —y agregó con ojos asustados—: Juro que no se lo diré a nadie.

      —No, no creemos en Dios —respondió Berlioz con una ligera sonrisa, al ver el susto del turista—. Pero de eso se puede hablar con total libertad.

      El extranjero se recostó en el respaldo del banco y preguntó, casi chillando de curiosidad:

      —¡¿Son ateos?!

      —Sí, somos ateos —respondió Berlioz sonriendo, mientras Bezdomni pensaba enojado: “¡Y se nos tuvo que pegar este ganso extranjero!”.

      —¡Oh, qué encanto! —exclamó el sorprendente extranjero, y comenzó a voltear la cabeza mirando a uno y otro literato.

      —En nuestro país, el ateísmo no sorprende a nadie —dijo Berlioz con diplomática cortesía—. La mayor parte de nuestra población hace tiempo ya que ha dejado conscientemente de creer en los cuentos acerca de Dios.

      Aquí el extranjero hizo la siguiente jugada: se levantó y le dio un apretón de manos al azorado editor, diciendo:

      —¡Permítame agradecerle de todo corazón!

      —¿Y por qué le está agradeciendo? —inquirió Bezdomni, parpadeando.

      —Por un dato muy valioso que, como turista, me interesa muchísimo —aclaró el extravagante extranjero, alzando su dedo con aire significativo.

      El valioso dato, al parecer, había en efecto causado una fuerte impresión en el viajero, porque lanzó una mirada asustada a los edificios, como temiendo ver en cada ventana a un ateo.

      “No, no es inglés…”, pensó Berlioz, y Bezdomni pensó: “¿Cómo se habrá dado maña para hablar tan bien el ruso? ¡Eso es lo más interesante!”, y volvió a fruncir el ceño.

      —Pero permítanme preguntarles —dijo el visitante extranjero tras inquieta reflexión—: ¿qué hacemos con las pruebas de la existencia de Dios, las cuales, como se sabe, son cinco?

      —¡Ay! —se lamentó Berlioz—. Ninguna de esas pruebas vale nada y la humanidad hace tiempo ya que las ha archivado. Convenga en que en el ámbito de la razón no puede existir ninguna prueba de la existencia de Dios.

      —¡Bravo! —exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Usted reprodujo con exactitud el pensamiento del viejo e inquieto Immanuel acerca de esta cuestión. Pero esto es lo curioso: ¡destruyó las cinco pruebas y luego, como burlándose de sí mismo, elaboró su propia sexta prueba!

      —La prueba de Kant —replicó el culto editor con una fina sonrisa— tampoco es convincente. Por algo decía Schiller que las reflexiones kantianas acerca de esta cuestión sólo pueden convencer a esclavos, mientras que Strauss directamente se reía de esa prueba.

      Berlioz hablaba, pero mientras tanto pensaba: “Pero ¿quién es este individuo? ¿Y por qué habla tan bien el ruso?”.

      —¡Iván! —susurró, turbado, Berlioz.

      Pero la propuesta de enviar a Kant a Solovkí no sólo no sorprendió al extranjero, sino que incluso lo fascinó.

      —¡Exacto, exacto! —gritó, y su ojo verde, dirigido hacia Berlioz, comenzó a brillar—. ¡Ese es su lugar! Si le decía yo aquella vez, durante el desayuno: “Usted, profesor, discúlpeme, pero ¡ha inventado algo absurdo! Tal vez sea ingenioso, pero no se entiende. ¡Se van a reír de usted!”.

      Berlioz desorbitó los ojos: “¿Durante el desayuno… a Kant? Pero ¿qué está diciendo este?”, pensó.

      —Pero enviarlo a Solovkí es imposible —continuó el extranjero, sin azorarse por el asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta—, dado que ya hace más de cien años que se encuentra en lugares mucho más lejanos que Solovkí, ¡y de allí no hay modo de sacarlo, se lo aseguro!

      —¡Qué lástima! —replicó el pendenciero poeta.

      —¡Sí, una lástima! —confirmó el desconocido con el ojo brillándole, y continuó—: Pero esta es la cuestión que me preocupa. Si Dios no existe, entonces, ¿quién dirige la vida humana y se ocupa del orden en la tierra?

      —El hombre mismo la dirige —Se apresuró a contestar Bezdomni, irritado ante esta pregunta

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