Prim. Benito Pérez Galdós
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Cuando esto decía Milmarcos vieron la torre del pueblo, asomada tras una loma; luego crecía, se echaba al llano cual si saliera a recibirles… Aparecieron después varias casas sentaditas en derredor de la torre; perros vinieron ladrando al encuentro de los viajeros; la burra alargó las orejas y avivó su andar; gallo y gallinas les dejaban libre el paso… Chiquillos se destacaron; luego el cura, dos viejas, un cerdo… La torre se dejó ver bien plantada y altiva, con su nido de cigüeña, y por fin, la casa de Milmarcos, terrera y gacha, sonrió a los llegantes con su puerta blanqueada, su gato escurridizo, su macho de perdiz en jaula, su parra trepadora y su Servanda, que este nombre tenía la mujer de Milmarcos, gorda, jovial y zalamera… No hay que decir que el sargento ejerció la hospitalidad como un gran señor que recibe en su casa a un príncipe. Servanda mató dos pollos y se excedió en la faena culinaria; por no tener lecho apropiado para tal huésped, prestó la alcaldesa un catre sobre el cual armaron un catafalco de colchones como para el obispo. Toda la flor y nata del pueblo visitó a Iberito, y el cura fue el más extremado en la amabilidad, porque Milmarcos había dicho a todos, en reserva, que su huésped era de la familia particular de Prim, como podía verse por la pinta del rostro, y que iba con su padre natural a la nueva conquista de Méjico.
Muy a gusto pasó allí tres días Iberito, reponiéndose de su cansancio y dejándose querer de tan buena gente. Servanda se ufanaba de tenerla en su casa, y por ello se daba no poco pisto con las vecinas. Servíale buen comistraje en platos y cazuelas humildes, y para postre se arrancaba con natillas o arroz con leche. El día de despedida gustaron de unas guindas en aguardiente que regaló el cura, y Milmarcos, a fuer de señor hospitalario, brindó con una guinda al noble huésped, diciéndole con solemnidad: «¡Qué no diera yo, señor, por poder acompañarle a esa expedición, que pienso ha de ser sonada, moño! ¿Pero a dónde voy yo con mi pata de palo? Los cojos, moño, no servimos más que para estarnos en casa haciendo empleita, acordándonos de que así como tejemos hoy el esparto, tejimos un día la historia de España. ¿Verdad, señor, que así es?… Debe uno recordar siempre estas cosas, y a los que no tienen patriotismo y se den de ellas mandarles al moño de su madre… Siento que usted no estuviera aquí el día de San Roque, que es la fiesta del pueblo. En ese día santo, yo me pongo mi uniforme, y en el pecho me planto la cruz y la medalla. Estoy manífico, ¿verdad, Servanda? Pues sacamos en procesión el santo, y yo me pongo delante de las angarillas. Crea, señor, que hago más papel que el cura, estoy por decir que más que el santo, moño; todo por mi cruz, que da dentera a cuantos la ven… Y conforme vamos marchando con la procesión, salta uno y grita: «¡viva Milmarcos!». Pues no queda boca que no responda: «¡vivaaa!». Total, que desde que el santo sale hasta que volvemos a meterle en la iglesia, no se oye más que vítores a Milmarcos. ¿Verdad, Servanda? Yo me incomodo, o hago que me incomodo, y con la mano hago así… que se calmen, que me escuchen… y cuando los tengo muy callados echo todo el pulmón gritando: «¡viva Isabel II! ¡viva San Roque!».
Descansado ya, muy agradecido a los obsequios de la sargenta y su digno esposo, Iberito salió de Tor del Rábano acompañado largo trecho por sinfinidad de chiquillos, a los que seguían personas mayores de ambos sexos, el cura y el alcalde. La burra y Milmarcos prolongaron la despedida hasta Rebollosa, y de aquí siguió el chico a Jadraque, donde se metió en un galeón que dos veces por semana hacía el servicio de viajeros de Sigüenza a Guadalajara. Pudo luego fácilmente continuar a Madrid en el coche correo. Cerca ya del término de su viaje, los atrevidos pensamientos que a tal aventura le habían lanzado iban descendiendo del ensueño a la realidad, y buscaban la forma y modo de encarnarse en hechos.
Desde que tomó la temeraria resolución de abandonar al cura Baranda, hubo de pensar Iberito que en Madrid necesitaba una persona que le guiara en sus primeros pasos por la tumultuosa villa, y que le diese luz y norte para llegar hasta Prim. Lo demás se le presentaba llano y hacedero: tal era la fuerza del ensueño en su disparada imaginación, que contaba con la benevolencia del General en cuanto este le oyera expresar un deseo tan conforme con su propio genio aventurero y heroico. Las amistades de Iberito en Madrid eran de chicos de familias relacionadas con la suya, pretendientes o estudiantes, y entre estos eligió al que más afecto le inspiraba, Juanito Maltrana, hijo de Juan Antonio y de Valvanera, nieto del gran don Beltrán de Urdaneta y sobrino del marqués de Saviñán. Seis años más que Santiago tenía el chico de Maltrana; pero eran buenos camaradas, y juntos habían alborotado locamente en las calles de La Guardia y en la casa de tía Demetria, con los hijos menores de ambas familias. Pensando en tomarle por mentor y guía primero de Madrid, llevaba en un papel sus señas; y he aquí que, apenas pisó la calle de Alcalá el aventurero Iberito, tomó lenguas de los transeúntes para dirigirse al 17 de la calle de Jacometrezo, de la cual sabía que era de las más céntricas, angulosas y hormigueantes de aquel Madrid tan lleno de misterios. La suerte le favoreció aquel día, mejor dicho, noche, pues llamar en el piso segundo, abrir la puerta una moza guapa, preguntar por Juanito, dirigirse tras de la moza a un gabinete próximo, y encararse uno con otro y abrazarse cariñosamente Iberito y su amigo, fue obra de minuto y medio.
Las primeras preguntas del cortesano al forastero fueron las generales de la ley estudiantil: «¿Cómo has venido tan tarde? ¿Vienes a estudiar Leyes? Ya está cerrada la matrícula. ¿Vienes a prepararte para Estado Mayor o Caminos? ¿Traes dinero?». Iberito, que era la misma sinceridad y no gustaba de colocarse en posiciones falsas, respondió como un examinando que sabe de memoria la lección: «No vengo a estudiar leyes, ni nada. Traigo muy poco dinero… Me he escapado de mi casa.
— ¡Bien, chico!…. ¡viva la Pepa! -dijo Maltranita con jovial admiración-. Eres el último romántico… porque ya no hay románticos. Los que quedan vienen de provincias, como tú, escapados y sin guita… Pero se me olvidaba lo más importante. No habrás comido… Tendrás gazuza. Un poco tarde llegas. Pero algo habrá quedado para ti». Apenas oída la breve respuesta del forastero, salió Maltranita a la puerta y llamó a la patrona con apremiantes voces: «¡Luisa, doña Luisa!». La cual no tardó en mostrar su agradable presencia. Era una mujer más que cuarentona, de tipo suave, de marchita belleza otoñal. «Aquí tiene usted un nuevo huésped -le dijo Maltrana-. Viene huido de su casa y con poco dinero… Pero no vacile usted en darle habitación y asistencia, que es de una gran familia. Yo respondo». Contrariada respondió María Luisa que había pasado la hora. Todos habían comido ya. Tendría que remediarse con lo que se pudiese preparar deprisa y corriendo. Mientras la señora cuidaba de disponer algo para el nuevo huésped, este oyó de boca de su amigo las mejores referencias acerca de aquella. «Es una persona decentísima, viuda, que ha venido a menos. Su padre, don José del Milagro, fue Gobernador de provincia en tiempo de Espartero. Su marido era un famoso bajo…
— ¿Bajo de cuerpo?
— No, tonto… ¡qué cerril vienes!… Era bajo de voz, italiano: cantaba óperas y funerales de primera clase… Esta casa es de las mejores de Madrid. No ha sido para ti poca suerte haber caído en ella. Por doce reales estarás muy bien, y por catorce como un príncipe».
Mientras Ibero cenaba, Maltranita se mudó de camisa, cepilló muy bien su americana y pantalón, y alisó esmeradamente con un pañuelo de seda la felpa de su sombrero. Era muy cuidadoso de su persona, y gustaba de presentarse en el café o en el teatro con facha parecida a la de un dandy. No había terminado sus arreglos, cuando volvió al gabinete el forastero, llena ya la tripa de la bazofia patronil. «Ya que has matado el hambre, y antes que nos vayamos al café -le dijo el cortesano-, vas a decirme a qué has venido a Madrid.