Prim. Benito Pérez Galdós
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La consternación de Santiago Ibero fue grande. Hallábase su esposa en La Guardia, pasando unos días con su hermana Demetria, que volvía de Royan y Burdeos, vendimiados ya los ricos viñedos que Calpena poseía en la Gironda. Las dos hermanas gozaban de verse juntas después de larga ausencia. No quiso, pues, Ibero informar a Gracia de la barrabasada de Santiaguito. ¿A qué aguar su felicidad con esta noticia, si el chico había de parecer pronto? A este fin, escribió a varios amigos suyos, uno de Zaragoza, otro de Madrid, para que buscasen al prófugo. Punzante corazonada le decía que a Madrid había ido Santiago, movido de su alocada imaginación. El amigo que en la Corte recibió el encargo de Ibero y poderes para buscar al fugitivo y apresarle con todo el rigor de su segundo padre, era el teniente coronel don Jesús Clavería, compañero inseparable de Ibero en las fatigas de la guerra, su fraternal amigo en la paz. Desgraciado en su matrimonio, Clavería obtuvo pocas ventajas en su carrera, por no disimular sus inclinaciones harto vivas al Progreso y la Democracia. Era un temperamento generoso, sincero, rectilíneo; miraba más a sus ideales patrióticos que a su personal provecho. Desde el 56 cayó en desgracia, viéndose obligado a pedir el cuartel. O’Donnell le tenía por sospechoso, y le molestó durante algún tiempo con vigilancias humillantes. A pesar de esto y favorecido por su conducta correctísima, vivía en Madrid bien quisto de todo el mundo; sus relaciones con personas de este y el otro partido eran muy cordiales; frecuentaba el Casino por no tener afectos en su vivienda solitaria, y era un ocioso simpático, uno de estos madrileños castizos que adornan todos los paseos y ocupan lugar preferente en el movible museo de caras conocidas.
La primera diligencia de Clavería al recibir el encargo, fue echar un pregón en el Casino; luego lo echó en el café de la Iberia. Nadie daba razón del tal Iberito. Los círculos y peñas del Suizo tampoco respondieron. Un encuentro casual con Maltranita hizo al fin la luz. El prófugo había llegado a Madrid, instalándose en la casa de huéspedes de la Milagro; pero a los quince días de estar en ella desapareció por escotillón como había venido. «Salió una tarde diciendo hasta la noche, y todavía le estamos esperando». Así lo contaba Maltrana ya muy avanzado Diciembre. De este dato precioso partieron las gestiones emprendidas con febril ardor por Clavería, ayudado del joven estudiante. La primera indicación para una pista segura la dio Segismundo Fajardo, el ubicuo parroquiano de todos los cafés de Madrid, y por consejo de él fue interrogado don Víctor Ibrahim. Hombre muy tardo en sus respuestas, por el afán de rodearlas de misterio y de farandulería, el castrense recomendó que se buscase el testimonio del teniente Estercuel. Pero Estercuel había sido trasladado a Zamora días antes. Por fin, siguiendo el rastro al través de la oficialidad de Cazadores de Figueras, acuartelados en Leganés, se llegó al punto importante de la prisión del sargento Quirós y dos paisanos, uno de los cuales era un jovencillo imberbe. Amigo de Clavería era el teniente coronel de Figueras. A él se fueron los investigadores, sin obtener la claridad que perseguían. He aquí las manifestaciones del jefe del batallón. O el jovenzuelo detenido con el sargento había falseado su nombre, o no era el que buscaban con el nombre de Santiago. De su paradero nada sabía el teniente coronel, pues los dos paisanos entregados a la autoridad gubernativa salieron en cuerda de presos… ¿Para dónde? ¿Para Melilla, para el castillo de Gibralfaro en Málaga, para Cartagena?
Ante estas vagas referencias, pateó y echó fieras maldiciones Clavería, gritando: «¿Pero así se encarcela a infelices ciudadanos, y se les conduce al destierro sin formalidad alguna ni decir siquiera a dónde los llevan? ¿En qué país vivimos? ¿Es esto España, o una colonia fundada por el Congo en tierras europeas?». Y el de Figueras, lastimado también y algo confuso, le contestaba: «Amigo mío, no hemos hecho los militares la Ley de Vagos. Es cosa del Gobierno, a quien los dedos se le antojan conspiradores. Hablen ustedes con el Gobernador civil, con el Ministro de la Gobernación, con el Ministro de Gracia y Justicia, con el Director de Penales, con el Presidente de la Junta de Cárceles, con el Inspector de la Guardia civil, con el Juez de la Inclusa… (siguió enumerando en broma), con el Comisario general de Cruzada, con la Secretaría de la Interpretación de Lenguas, con el Nuncio apostólico, con doña Polonia Sanz, con el padre Claret, con el moro Muza…».
No exageraba el teniente coronel: la peregrinación que emprendieron los buscadores de Iberito, abrazó innumerables compartimientos de la superficie burocrática del Estado, toda llena de aposentos claros y obscuros, de cavernas, zahúrdas y pasadizos. Dos semanas de labor infatigable no dieron resultado alguno. Nadie sabía nada. En toda estancia de aquella Babel culpaban a la estancia vecina, y en ninguna faltó un hombre indolente que alzara los hombros significando su desprecio de la vida y de la libertad de los ciudadanos. Aburrido y desalentado, Clavería dio a Santiago Ibero cuenta de su indagatoria, tan prolija como ineficaz. Gran consternación en Samaniego y La Guardia. Enterada Gracia de la pérdida de su primogénito, sufrió terribles ataques nerviosos. Dejola Ibero al cuidado de la sin par Demetria y del marido de esta, y se fue a Madrid en Enero del 62.
Juntos los dos amigos, repitieron las indagaciones, y, por fin, la Guardia civil señaló una pista con visos de segura. Según dijo Ibero, las diligencias del cura Baranda dieron por resultado el encuentro de un sargento inválido que iba semanalmente al mercado de Almazán con una carga de sal. Milmarcos, que así se llamaba, conoció a Santiaguito en el mesón de aquella villa, y le aposentó luego en su casa de Tor del Rábano. El móvil del descarriado muchacho no era otro que agregarse a las tropas que iban a Méjico al mando de Prim. Con esta idea coincidían las indicaciones de la Guardia civil, resultando de todo que bien podía suponerse, con probabilidades de certeza, que no fue Iberito el preso de Leganés… Al desaparecer de la casa de huéspedes debió de tomar el camino de Cádiz, y al fin, en esta plaza hallaría modo de introducirse en el vapor que últimamente transportó más tropas para la Habana. Pudo embarcarse el muchacho furtivamente y sin papeles, por el sistema escurridizo de los pasajeros apodados polizones…
Resuelto a no desmayar en la cacería de la verdad, partió Ibero a Cádiz… Doloroso es consignar que volvió a Madrid a fines de Febrero con la pena y desesperación de un nuevo fracaso. O Iberito había logrado colarse en el vapor de Enero, o andaba escondido Dios sabía dónde, o era ya difunto. No acertando a consolar al afligido padre, Clavería y otros amigos daban por cierto que el chico pisaba ya el suelo americano, realizando con osadía caballeresca su pensamiento. Lo más práctico sería, pues, escribir a las autoridades de la Habana, o al mismo Prim a Méjico, para que buscaran al prófugo y bien custodiado lo mandasen a la Península… No alcanzando a estos dos personajes las relaciones de Clavería, solicitó este los auspicios de un buen amigo, el marqués de Beramendi, que se mostró en extremo bondadoso y servicial. «Mañana es correo -le dijo-. Yo escribiré a Serrano, presentándole el asunto como cosa mía, para que lo tome con interés. Con Prim no tengo confianza; pero Manolo Tarfe, que es uno de sus corresponsales en Madrid, y en todos los correos le da conocimiento de cuanto aquí pasa, le escribirá mañana mismo. Yo respondo de ello».
Uniendo lo cortés a lo diligente, invitó a un almuerzo íntimo, para el día inmediato, a Clavería, Ibero, Manolo Tarfe y algún otro amigo. De sobremesa se trataría del asunto que bien pudiéramos llamar ibérico, y se escribirían las cartas. Así fue. Reuniéronse todos a la hora indicada. Ibero fue presentado a Tarfe, resultando que se conocían: ambos recordaron haber hecho juntos en diligencia la travesía de Las Landas, viniendo Ibero de Francia con su señora y dos niños pequeños… «Fue el 52, ¿no es eso?
— El 52, justo -replicó Santiago-. Recuerdo la fecha porque veníamos de París, donde no se hablaba de otra cosa que del casamiento de Napoleón con Eugenia.