Prim. Benito Pérez Galdós
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«Para mí -afirmó Tarfe-, ya no hay secreto en la expedición: ya sé que Inglaterra y España van engañadas, vendidas… Así se lo escribo hoy al General… El convenio de Londres, después de establecer el objeto de la intervención, dice: ‘Las altas partes contratantes declaran que no buscan ninguna adquisición de territorio, y que no ejercerán en los asuntos interiores de la Nación mejicana influencia alguna que menoscabe su derecho para escoger y constituir libremente su forma de gobierno’. ¿No dice esto? Pues todo es una comedia. Francia va resueltamente a cambiar allí la República por la Monarquía, y a colocar en el trono a un Príncipe europeo».
Asombro de Ibero, novato en estos cubileteos de la diplomacia; dubitación de Clavería, risa de Beramendi, dejando traslucir que el notición no era cosa nueva para él.
«Te ríes porque crees estar tan bien informado como yo. Por Guillermo Aransis, que llegó anteayer de Viena, sabes el nombre del candidato; pero ignoras cómo se ha fraguado este complot contra la República mejicana, y qué manos han tejido la fina trama. Yo he recogido excelentes testimonios, y hoy le mando al General un protocolo curiosísimo para que se divierta y rabie un poco… Ya verá en la que se ha metido.
— El candidato es el archiduque Maximiliano -dijo Beramendi-, hermano del Emperador de Austria. Para mí no es ya rumor, sino hecho positivo. Maximiliano será Emperador de Méjico. ¿De dónde ha salido esta candidatura? Para mí no es difícil precisarlo… Ya sabes que en la gestación de las revoluciones, así como en la de las restauraciones, veo siempre manos femeninas. Es una manía, si quieres. Por algo la divinidad de la Historia es mujer: la musa Clío. Pues en París, hace ya algunos años, he visto de cerca la acción mujeril trabajando fieramente por la monarquía mejicana. ¿Conociste a la bella Errazu, a la Guibacoa, a la Uribarren, damas mejicanas, tan ricas como hermosas, y por añadidura furiosamente ultramontanas? Ya en los salones del Elíseo conspiraban contra la libertad de su país, y esas y otras, también fastuosas y bellas, han reanudado en Tullerías la intriga para cambiar en Méjico la forma de gobierno, condensando ya sus ideas en la persona de Maximiliano.
— No han sido señoras, Pepe, sino hombres de fuste; ha sido la clase aristocrática y rica de la República, expatriada voluntariamente a la muerte de Santana, el único que allí contuvo los desvaríos democráticos; ha sido el arzobispo Labastida, que no se resignaba a la desamortización eclesiástica, llevada a efecto por Comonfort; ha sido el alto clero, la Curia romana…
— Iniciadores fueron tal vez; pero sus planes habrían quedado reducidos a declamaciones de un coro sentimental, si las damas elegantes… ¡cuidado con ellas, que son de Caballería!… no se hubieran lanzado a la pelea. En estas campañas sólo la bandera es de los hombres; a las mujeres pertenece la gloria del combate y del triunfo.
— No dudo que influya el bello sexo, Pepe; pero esto, según mis indagaciones, viene de más alto. Napoleón, por farolear en Europa y fascinar a los franceses, inventa las empresas militares más fantásticas. Un imperio en Méjico, ¡qué bonito! La bandera tricolor plantada en el árbol de la Noche triste, ¡qué teatral! Además, el hombre quiere hacer buenas migas con Austria… puesta la mira en el Rhin y en la Prusia Renana… El niño no tiene ambición que digamos… Luego, mi señora la Emperatriz Eugenia, ante quien me postro con toda la admiración y el respeto del mundo, gusta de improvisar tronos… ¡ella, que subió al de Francia con increíble suerte!… y ahora se solaza haciendo Emperador a un Príncipe austríaco, y Emperatriz a una Princesa belga… Es un bonito juego… Póngote de soberano en Méjico, aunque te ponga prendido con alfileres…
— ¿Lo ves, Manolo?… Y luego negarás que las faldas empollan los imperios… Para tu gobierno, te diré que la idea de llevar un Rey a Méjico es antigua. En mis mocedades de Roma conocí yo a un mejicano extravagante, Gutiérrez Estrada, que tenía por ídolo al príncipe de Metternich, y procuraba imitarle hasta en el vestir. Usaba unas corbatonas formidables y unos cuellos altísimos. En casa de Antonelli le vi algunas noches, con su levita color café, muy ajustada, y una placa de brillantes en el pecho… A lo mejor se lo encontraba uno en el Pincio, lleno el faldón de periódicos ultramontanos, L’Univers, La Civiltà Cattolica; leía febrilmente, y hablaba solo cuando no tenía con quién hablar. Yo le abordé algunas veces por pasar el rato, pues el hombre admitía conversación del primer paseante desconocido con quien topaba, y no hacía la menor reserva de sus pensamientos y sus planes. A vueltas andaba con una idea fija, que era cambiar la forma de gobierno en Méjico, con lo que ganarían mucho el orden y la religión. En Viena pasaba largos meses dando matraca al príncipe de Metternich, y por variar se iba después a Roma y la emprendía con Antonelli. Era un hombre afable y bastante instruido… ¡Pues, digo, si trabajó el hombre para plantar una corona sobre el escudo de su país! Muchos le tuvieron por loco. Luego ha venido la Historia a darle la razón, que esto está muy en la naturaleza de la Historia: dar la razón a los que no la tienen. Pero lo repito: ni Gutiérrez Estrada, ni los ricos mejicanos que trabajaron después por la misma idea, Sánchez Navarro, Hidalgo, Arroyo, ni Almonte últimamente, habrían visto en Méjico monarquía del tamaño de una lenteja, si las señoras no sacan del pecho el Cristo, y de la liga la navaja…
— Oigame usted, Marqués -dijo a esta sazón Santiago Ibero-, y perdone que hable de mi pleito. Si tan grande es la influencia de las damas en los asuntos públicos, ¿por qué no ha de serlo en los privados? Pequeñísimo, insignificante asunto es este de la desaparición de mi hijo, pues sólo a mí y a mi familia interesa. Y pues nada hemos conseguido de las autoridades ni de los altos o medianos poderes, ¿sería locura que nos encomendáramos a una, o tres, o veinte señoras de esas ricas y guapas que según usted todo lo pueden?
— Es una idea, es una idea -respondió Beramendi risueño y pensativo-; hay que pensar en ello… Yo pensaré…».
Capítulo VII
Corrían las horas, arrastradas suavemente por la conversación amena, y Tarfe anunció que concluiría su correspondencia en el despacho del Marqués. Aún le faltaba lo mejor para dar al general Prim un informe interesantísimo, y era que doña Isabel, al enterarse de que los franceses, llevaban un Príncipe austríaco al trono de Méjico, puso el grito en todo el sistema planetario. Su Majestad habló así: «¿Cómo se entiende? ¿Un soberano a Méjico, y no es la reina de España quien lo elige? Ya verá Napoleón cuántas son cinco. ¡Como si no tuviera yo en mi familia príncipes para surtir a toda América! No daría yo poco, bien lo sabe Dios, por tener algún trono lejano donde colocar a Montpensier; a don Juan, mi primo, que acaba de reconocerme; a este otro primastro don Sebastián, y a los demás que me vayan reconociendo». ¿No crees que esto dijo doña Isabel, Pepe?
— Tan bien la imitas, que me parece que la estoy oyendo. Pero no te entretengas; acaba tu carta. Me figuro que lo que le escribes a Prim de la candidatura de Maximiliano ya está harto de saberlo. También sabrá, por las cartas de Muñiz, toda la menudencia política de aquí, el cariño que le tienen los vicalvaristas, que esperan ver cómo se estrella en Méjico. Vete al despacho… y no te olvides de que has de poner en pliego aparte recomendación muy expresiva, para que se tome el trabajo de averiguar si entre las tropas, o entre los paisanos que siguen al ejército, está el hijo de este señor. Toma la nota con la filiación exacta».
Retirose Tarfe a escribir, y con Beramendi quedaron solos Ibero, Clavería y otro comensal, no mencionado antes, porque durante el almuerzo no desplegó los labios más que para pronunciar tímidamente algún monosílabo de urbanidad o aquiescencia, y parecía estatua puesta a la mesa, con mecanismo para comer pausada y limpiamente. Era más que viejo, un